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Adelanto / ‘Tiempo después’

No siempre amanece

José Luis Cuerda 12/04/2015

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Como ya se sabe, no es raro que unos días amanezca y otros no. Se ha llegado al año 9177 tan a trancas y barrancas, que no es poco que, al menos tres o cuatro días a la semana, haya gente viva en el mundo y salga el sol, aunque sea por donde le dé la gana. 

Hoy ha amanecido. Y hay gente. Además, por si esto no fuera suficiente, se escucha el canto de numerosas especies de aves. Como si estuviéramos en medio de un bosque en primavera en vez de enfrente del solitario Edificio Mundial, un rascacielos como los que describían los historiadores de la arquitectura del siglo XX, totalmente aislado y sin vegetación alguna que lo acompañe en el paisaje. El canto de los pájaros no se sabe de dónde procede, pero se oye. Y también se escucha el lamento agonizante de un saxo tenor. Es posible que pajarerío y soplo de saxo tenor estén grabados y se emitan por altavoces o que sean un eco secular que va y viene, va y viene, va y viene, va y viene. No se sabe.

En el Edificio Mundial, o Gran Artificio, habitan los Sedicentes Necesarios. O sea, una pareja de la Guardia Civil, un almirante argentino y tres marinos, dos barberos en ejercicio y uno renuente, el rey, el alcalde, su secretaria, el conserje mundial y una mínima población para que los que mandan puedan ejercer su poder con alguna base. 

De una puerta situada, como otras veinte idénticas, a un lado y a otro de un largo pasillo alfombrado —como los de los hoteles o los de los edificios de apartamentos— salen ahora, ahí están, don Alfonso y Morris. Los dos llevan el tricornio y el capote característicos de la Guardia Civil.

Don Alfonso, que es general, habla en perfecto castellano con un tono a veces repolludo y a veces castizote; también camina con las piernas un poco abiertas, como si su potra le obligara a ello o porque le gusta. Morris, que es guardia llano, de los llamados secularmente números de la Guardia Civil, habla un inglés corrupto y descuajeringado, que aquí, en sus diálogos, se traduce como se puede, y que procede del imperial británico, no confundir con el Estilo Imperio, napoleónico y soso, útil para sofás y camas y que, siglos después, fue aniquilado por el pasotismo, considerado por algunos una superación del racionalismo, el existencialismo, el krausismo, el budismo y el karaoke tal y como se entendía por sus fundadores. 

El general don Alfonso, él es así de campechano en estas cosas tan insignificantes, ha dejado que Morris salga de la habitación-cuartel antes que él. Cuando los dos están fuera, el general cierra la puerta con llave, se persigna y anima al guardia a iniciar la patrulla:

—Hale, vamos.

Cada uno se coloca a un lado del pasillo del mundo y comienzan la ronda.

Encima de las puertas, todas cerradas, hay letreros, todos idénticos, que identifican el negocio o institución que guardan. Así, sobre la del cuartel de la Guardia Civil, hay uno, con la bandera rojigualda de la España secular, que afirma impertérrito: «Cuartel de la Guardia Civil - Todo por la Patria Universal». En otros se lee: «Barbería de Justo», «Barbería de Agustín» y, en otros, «Pollos y huevos». De cada uno de estos negocios hay tres establecimientos en puertas contiguas o enfrentadas, y de instituciones como la Guardia Civil solo hay una puerta, pero también hay dentro del Edificio Mundial un cuartelillo de Guardia Urbana y un Cuartel General de la Marina. La benemérita, los marinos y los municipales, elegidos en su día por sorteo, en detrimento de los somatenes, las cuadrillas de toreros, los terroristas y las compañías de teatro, velan por el orden en el mundo. Lo religioso está representado por el catolicismo, vieja doctrina simplona y fantasiosa, llena de misterios inaceptables y recaudaciones muy beneficiosas. Sus oficinas reciben el nombre de iglesias parroquiales que, tras una puerta como las otras, almacenan piezas de mérito artístico y unos muebles confesionario en los que se les dice a los curas que se sientan en ellos las maneras y frecuencias con que maniobran con su sexo los llamados penitentes o las veces que les has pegado a tus hermanitos o has desobedecido a tus padres. Además, hay un convento de franciscanos y otro de Hermanas de la Caridad. Y también te puedes encontrar asimismo un salón del trono, único, que huele a ombligo, y un salón establo para las ovejas, también único. 

La patrulla de don Alfonso y Morris consiste, por el momento, en abrir aleatoriamente algunas puertas y saludar a los ocupantes de las respectivas habitaciones. Como si pasaran lista.

La barbería de Justo anda todavía sin clientes, aunque ya se ha instalado allí don Faustino, anciano desocupado que va todos los días a dar la murga y que solo vuelve a aparecer en esta narración hacia la mitad del texto y casi al final del mismo. Don Alfonso, el general de la Guardia Civil, que lleva un llavero con un montón de llaves, como los antiguos serenos, abre la puerta, asoma la cabeza y saluda:

—Buenos días.

—Buenos días, general —responden amablemente Justo y don Faustino.

Justo tiene, aunque ahora no se vean, indecisiones medulares, un truco espectacular y algunos achaques. Y don Faustino, ochenta y muchos años.

Don Alfonso cierra la puerta, con la inequívoca presteza de un general y, tras dar alcance a Morris, sigue la ronda.

Mientras, en el interior de la barbería, don Faustino recupera el hilo de su monserga: 

—Lo que digo yo, amigo Justo, es que, si usted se da un poquito de queso de oveja recién cuajado en las ingles, después del baño…

Justo, harto, corta:

—Porque, lo de afeitarse no lo traía usted calculado, ¿verdad?

—No, no, hijo. Ya sabes que yo no… Me arreglo la barba en casa. Me sale más económico.

Y sigue con entusiasmo:

 —… Las ingles se esponjan. Con el queso, digo. De oveja. Recién cuajado.

Ahora, el que abre otra puerta, es Morris. La de una segunda barbería, regentada por Agustín. Está llena a rebosar por una clientela que se desternilla de risa. Y es que Agustín, a diferencia de su colega Justo, es explícito, simpatiquísimo y rapsoda aventajado. Como tal está recitando algo que produce tal hilaridad, unida a carraspeos, atragantamientos y ahogos, que hace que Agustín interrumpa el recitado y Morris salude:

—Buenos días, peña.

—Buenos días, Morris… ¿Qué tal andamos? —responden con huellas de risas en sus caras.

—Vamos tirando.

Morris cierra la puerta. Los de dentro siguen con la diversión. Agustín continúa la lectura, después de, por la razón que sea, dar un saltito:

—Venga, seguimos: 

«Verde que te quiero verde.

Verde viento. Verdes ramas».

Las risas van camino de carcajadas. Alguien comenta:

—¡Estaba chalao el poeta ese!

Pero Agustín, escala en el entusiasmo y da otro salto:

—«El barco sobre la mar

Y el caballo en la montaña».

Y concluye, solemne, su delirio cromático:

—«Con la sombra en la cintura

ella sueña en su baranda,

verde carne, pelo verde,

con ojos de fina plata».

El final del recitado provoca una carcajada definitiva y unos aplausos del barbero rapsoda a su clientela bullente. Esta responde a su vez con tanto vigor que corre el riesgo de romperse los huesecillos de los dedos. Y lo digo porque esto, de hecho, ocurrió una vez con la lectura, a la luz de dos o tres velas, de un poema de Miguel Ángel Velasco.

El fervor poético que invade hoy el mundo quizás se explique por la manera como aquí aplicamos el dicho feliz que reza: «A Dios rogando y con el mazo dando». Que, venga o no a cuento, se acerca, en cierto modo, a lo pintiparado.

Lo que no encuentra explicación en este mundo hoy por hoy es que los dos barberos, Agustín y Justo, sean un mismo ser humano, dotado del vistoso complemento existencial de la bilocación. Lo que bien podría considerarse como un truco del minusvalorado Justo o como un ensayo, prueba o aproximación al cacareado y divertido misterio de la Santísima Trinidad.

Mientras, por el pasillo, don Alfonso y Morris continúan su tarea. De vez en cuando, golpean con el puño alguna pared, para comprobar su resistencia, o levantan ligeramente el borde de la alfombra por ver si hay algo debajo. Después de patrullar unos segundos en silencio Morris interpela muy respetuoso a su general:

—Mi general, ¿le puedo preguntar una cosa a mi general?

—Si no es impropia de estas horas de la mañana, ni hiere la sensibilidad media…

—Yo creo que no, mi general.

—A ver, haz la pregunta y yo te lo digo.

—¿Por qué mi general, que es general, patrulla como yo y además a mi lado, que soy número, siendo número yo?

—Buena pregunta, Morris. Y muy completa.

—Muchas gracias, mi general. 

Le sale ahora su mejor acento americano:

—Es que llevo yo ya un porrón de tiempo incalculable con la idea en la cabeza de «¿Por qué el general, que es general…?».

—Permite que te interrumpa, Morris. Primera razón, de las varias que voy a darte: porque no me duelen prendas ni se me caen los, por otra parte inexistentes, anillos de mis dedos. No sé si me explico. Yo vengo de humilde extracción: mi padre era basura. Mi madre, mierda. Mis tres hermanos no valían nada. Me casé con una mujer espantosa, que, a Dios gracias, se murió enseguida. Y ascendí, peldaño a peldaño, desde guardia, como tú, hasta el generalato. Y esto es dificilísimo, amigo mío, tanto, tanto, que en la realidad no se da ni de coña. No vayas tú a creer… Así que, no te extrañe que también patrulle. Soy de natural bajo, bajo, rebajo; pero tengo gran capacidad de análisis, relativa potencia sexual, algunas posesiones, pocas, una verruga en el cuello y gran altura de miras… Si a eso añades que la Guardia Civil va siempre en parejas y que los únicos guardias civiles que quedamos en el mundo somos tú y yo…

—También he pensado un porrón de tiempo incalculable en esa particularidad, mi general. La solución que yo he concluido varias veces al día es que mi general nombre un guardia civil nuevo, otro como yo. Algún parado.

—Uy, no. A los parados ni tocarlos, machirri. Los parados son cosa de la política. Y, si nosotros nos metemos en política y se entera el rey, se pilla el hombre un cabreo de no te menees…

Extracto del libro Tiempo después que publica esta semana Pepitas de calabaza ed.

Como ya se sabe, no es raro que unos días amanezca y otros no. Se ha llegado al año 9177 tan a trancas y barrancas, que no es poco que, al menos tres o cuatro días a la semana, haya gente viva en el mundo y salga el sol, aunque sea por donde le dé la gana. 

Hoy ha amanecido. Y hay...

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Autor >

José Luis Cuerda

José Luis Cuerda Martínez es director, guionista y productor de cine español. Ha dirigido algunas de las películas más memorables del cine español, entre ellas, 'El bosque animado', 'Amanece, que no es poco', 'Así en el cielo como en la tierra' o 'La lengua de las mariposas'.

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