Tribuna
Sobre intelectuales
El autor responde al artículo de Justo Serna sobre La desfachatez intelectual: se resiste a asumir algo que a mí me parece evidente, a saber, que una tontería es una tontería la diga quien la diga
Ignacio Sánchez-Cuenca 3/04/2016
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He leído con gran interés el artículo de Justo Serna “El intelectual culpable”, que contiene dos partes bien diferenciadas. La primera ofrece unas notas generales sobre la figura del intelectual, que me han resultado muy provechosas e instructivas. La segunda entra a criticar un libro que he publicado hace unas semanas, La desfachatez intelectual. No estoy seguro de haber encontrado el nexo entre las dos partes de su artículo, así que me referiré solo a la segunda, que me concierne más directamente.
Me ha dado la impresión de que buena parte de la crítica de Serna consiste en comparar el libro realmente existente, el que ha escrito un servidor, con el libro que a Serna le habría gustado que alguien (no sé si él mismo) hubiera escrito. Está en su derecho, por supuesto, pero al proceder así creo que aplica una lente deformante al libro.
Serna me llama a capítulo porque desecho la historia intelectual. Sin embargo, yo no desecho nada, simplemente he escrito un texto que no es de historia intelectual. No veo, además, por qué tendría que haberlo hecho. La historia intelectual, como él mismo explica, “consiste en analizar el contexto de producción de la obra y el marco de expresión de la palabra”. Yo no quería elaborar (ni podría haberlo hecho, por falta de facultades) una historia de los intelectuales españoles de los últimos treinta años.
Juzgar el libro desde esa perspectiva es un error, pues mi propósito (declarado) era más bien señalar la falta de validez (empírica y argumentativa) de muchas de las intervenciones de los principales escritores e intelectuales españoles cuando entran en el debate político. El objeto del libro es reflexionar sobre el funcionamiento de nuestra esfera pública a través del análisis de los textos políticos de sus miembros más eximios, los intelectuales, mostrando que dichos textos son fruto, en muchas ocasiones, de prejuicios e ignorancia y, lo que es peor, vienen envueltos en un estilo tajante y prepotente que impide el intercambio de razones, empobreciéndose así el debate colectivo.
Para ello, me centré en los intelectuales que a mi juicio tienen mayor prestigio social, mayor capital cultural. Esta elección tiene una ventaja clara: a quienes más rigor, prudencia y conocimiento deberíamos exigir es precisamente a nuestros intelectuales mejor conocidos, aquellos que obtienen un mayor reconocimiento y tienen un acceso privilegiado a los medios de comunicación y a las editoriales. Si hasta ellos fallan, es que algo no funciona bien en nuestra esfera pública.
En el libro repito en varias ocasiones que no pretendo establecer una contraposición entre el intelectual generalista y el experto académico. No he entendido la razón por la que Serna insiste en esta cuestión: por ejemplo, lanza esta pregunta retórica: “¿Imaginan un futuro horripilante de tecnócratas bien informados que hayan olvidado las letras?” Yo, desde luego, abomino tanto de esa posibilidad como el propio Serna. En ningún momento he afirmado que el intelectual deba retirarse en beneficio del erudito universitario. Mi tesis, que no me cansaré de repetir, es que quien intervenga en nuestro debate público debe hacerlo con un mínimo de rigor, con independencia de cuál sea su profesión, origen o trayectoria.
En España, por razones que desconozco, escritores y personas de letras tienen una presencia muy destacada en los medios de comunicación, mucho más que en los países anglosajones, por ejemplo. De ahí que en el libro haya dedicado tanta atención a los escritores. Mi principal reproche, en este caso, es que los escritores tengan la osadía de establecer relaciones causales entre fenómenos complejos sin haberse informado ni investigado sobre la cuestión. A mí me parece estupendo que los escritores denuncien, apelen a ciertos valores políticos, critiquen, retraten, etc., pero si dan un paso más allá y empiezan a pontificar sobre las causas de la corrupción, la crisis económica, el terrorismo, los resultados de las políticas educativas, etcétera, entonces tienen que someterse a una disciplina que en la mayoría de los casos no han practicado.
Serna pasa por alto esta distinción, que a mi juicio es crucial. Lo que pido en el libro es que quien entre en el debate sobre la conexión causal entre fenómenos sociales, económicos y políticos debe ser capaz de defender sus posiciones con datos y argumentos que superen unos mínimos criterios de exigencia. Y eso es lo que falla, en no pocas ocasiones, en nuestro debate público.
Uno de los ejemplos que examino es el libro de Antonio Muñoz Molina, Todo lo que era sólido, un volumen maravillosamente escrito, que recibió toda clase de elogios pero que no resiste un análisis mínimo de sus contenidos. Muñoz Molina afirma, entre otras muchas cosas, que la crisis nos pilló desprevenidos porque andábamos enfrascados en los debates de la memoria histórica, que una de las causas principales de nuestro abultado déficit público radica en el gasto excesivo en festejos populares, y que la causa última de nuestra crisis económica y política es atribuible a la tensión nacionalista. No creo que nadie mínimamente informado pueda tomarse en serio este tipo de tesis.
En este sentido, Serna se queja de que iguale a todos los intelectuales (como si Azúa, Marías, Pérez-Reverte, Savater, Vargas Llosa, Cercas, Muñoz Molina, etc., etc., etc. fueran todos lo mismo) y me reconviene: “Hay que refinar, hay que discernir, hay que atajar antes de y antes que atacar. El resto es brocha gorda, trazo grueso”. Pero esa reconvención revela que Serna se resiste a asumir algo que a mí me parece evidente, a saber, que una tontería es una tontería la diga quien la diga. Yo no creo que todos estos intelectuales sean iguales, su obra es muy distinta en cada caso y merecen valoraciones muy diferentes: no obstante, cuando dicen una sandez, todos ellos quedan igualados por haberse saltado las reglas de la argumentación que deben regir en la esfera pública. Esa es la igualación que llevo a cabo: poner de manifiesto, mediante ejemplos, que los niveles de rigor que emplean en sus intervenciones políticas son demasiado bajos. Esto es compatible con que luego ellos mismos escriban novelas y ensayos sublimes.
Más allá de la ausencia de fundamento de muchas de las afirmaciones que se realizan, hay otro problema también grave, relativo a lo que llamo, siguiendo la expresión de Diego Gambetta, “machismo discursivo”, es decir, el uso de formas prepotentes y tajantes, con ataques en ocasiones brutales contra quienes piensan distinto. El ejemplo más reciente es el de la ofensa clasista y machista de Félix de Azúa hacia la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau. Es una práctica especialmente irresponsable cuando la protagonizan los intelectuales, a quienes cabe exigir un plus de responsabilidad en la esfera pública. Es muy decepcionante que quienes tienen un acceso privilegiado a los medios de comunicación se comporten como auténticos hooligans.
En este terreno sí es posible introducir mayores diferencias. Yo nunca afirmaría, por ejemplo, que el estilo moralizante de Muñoz Molina sea equivalente al tono cuartelero de Azúa, Marías o Savater. Ahí sí podemos hilar todo lo fino que queramos. Creo que en el libro no he pretendido afirmar que el “machismo discursivo” esté igualmente extendido entre todos los intelectuales y escritores. Ahora bien, incluso entre aquellos que manejan un estilo más prudente, es fácil encontrar afirmaciones grandilocuentes y apocalípticas que deberían reservarse para la conversación informal más que para la tribuna de periódico, como esta reciente de Muñoz Molina en Babelia, el suplemento de libros de El País: “El analfabetismo unánime sigue siendo la gran ambición de la clase dirigente y de la clase política en España”. Ahí queda eso.
En fin, creo que si el libro se lee como un ejercicio de historia intelectual presenta muchas deficiencias. Pero si se lee como una llamada de atención sobre la baja calidad de las intervenciones de nuestros intelectuales más prestigiosos y visibles en el debate político, puede dar lugar a un debate constructivo que rebaje los actuales niveles de impunidad en la opinión.
He leído con gran interés el artículo de Justo Serna “El intelectual culpable”, que contiene dos partes bien diferenciadas. La primera ofrece unas notas generales sobre la figura del intelectual,...
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Ignacio Sánchez-Cuenca
Es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid. Entre sus últimos libros, La desfachatez intelectual (Catarata 2016), La impotencia democrática (Catarata, 2014) y La izquierda, fin de un ciclo (2019).
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