1. Número 1 · Enero 2015

  2. Número 2 · Enero 2015

  3. Número 3 · Enero 2015

  4. Número 4 · Febrero 2015

  5. Número 5 · Febrero 2015

  6. Número 6 · Febrero 2015

  7. Número 7 · Febrero 2015

  8. Número 8 · Marzo 2015

  9. Número 9 · Marzo 2015

  10. Número 10 · Marzo 2015

  11. Número 11 · Marzo 2015

  12. Número 12 · Abril 2015

  13. Número 13 · Abril 2015

  14. Número 14 · Abril 2015

  15. Número 15 · Abril 2015

  16. Número 16 · Mayo 2015

  17. Número 17 · Mayo 2015

  18. Número 18 · Mayo 2015

  19. Número 19 · Mayo 2015

  20. Número 20 · Junio 2015

  21. Número 21 · Junio 2015

  22. Número 22 · Junio 2015

  23. Número 23 · Junio 2015

  24. Número 24 · Julio 2015

  25. Número 25 · Julio 2015

  26. Número 26 · Julio 2015

  27. Número 27 · Julio 2015

  28. Número 28 · Septiembre 2015

  29. Número 29 · Septiembre 2015

  30. Número 30 · Septiembre 2015

  31. Número 31 · Septiembre 2015

  32. Número 32 · Septiembre 2015

  33. Número 33 · Octubre 2015

  34. Número 34 · Octubre 2015

  35. Número 35 · Octubre 2015

  36. Número 36 · Octubre 2015

  37. Número 37 · Noviembre 2015

  38. Número 38 · Noviembre 2015

  39. Número 39 · Noviembre 2015

  40. Número 40 · Noviembre 2015

  41. Número 41 · Diciembre 2015

  42. Número 42 · Diciembre 2015

  43. Número 43 · Diciembre 2015

  44. Número 44 · Diciembre 2015

  45. Número 45 · Diciembre 2015

  46. Número 46 · Enero 2016

  47. Número 47 · Enero 2016

  48. Número 48 · Enero 2016

  49. Número 49 · Enero 2016

  50. Número 50 · Febrero 2016

  51. Número 51 · Febrero 2016

  52. Número 52 · Febrero 2016

  53. Número 53 · Febrero 2016

  54. Número 54 · Marzo 2016

  55. Número 55 · Marzo 2016

  56. Número 56 · Marzo 2016

  57. Número 57 · Marzo 2016

  58. Número 58 · Marzo 2016

  59. Número 59 · Abril 2016

  60. Número 60 · Abril 2016

  61. Número 61 · Abril 2016

  62. Número 62 · Abril 2016

  63. Número 63 · Mayo 2016

  64. Número 64 · Mayo 2016

  65. Número 65 · Mayo 2016

  66. Número 66 · Mayo 2016

  67. Número 67 · Junio 2016

  68. Número 68 · Junio 2016

  69. Número 69 · Junio 2016

  70. Número 70 · Junio 2016

  71. Número 71 · Junio 2016

  72. Número 72 · Julio 2016

  73. Número 73 · Julio 2016

  74. Número 74 · Julio 2016

  75. Número 75 · Julio 2016

  76. Número 76 · Agosto 2016

  77. Número 77 · Agosto 2016

  78. Número 78 · Agosto 2016

  79. Número 79 · Agosto 2016

  80. Número 80 · Agosto 2016

  81. Número 81 · Septiembre 2016

  82. Número 82 · Septiembre 2016

  83. Número 83 · Septiembre 2016

  84. Número 84 · Septiembre 2016

  85. Número 85 · Octubre 2016

  86. Número 86 · Octubre 2016

  87. Número 87 · Octubre 2016

  88. Número 88 · Octubre 2016

  89. Número 89 · Noviembre 2016

  90. Número 90 · Noviembre 2016

  91. Número 91 · Noviembre 2016

  92. Número 92 · Noviembre 2016

  93. Número 93 · Noviembre 2016

  94. Número 94 · Diciembre 2016

  95. Número 95 · Diciembre 2016

  96. Número 96 · Diciembre 2016

  97. Número 97 · Diciembre 2016

  98. Número 98 · Enero 2017

  99. Número 99 · Enero 2017

  100. Número 100 · Enero 2017

  101. Número 101 · Enero 2017

  102. Número 102 · Febrero 2017

  103. Número 103 · Febrero 2017

  104. Número 104 · Febrero 2017

  105. Número 105 · Febrero 2017

  106. Número 106 · Marzo 2017

  107. Número 107 · Marzo 2017

  108. Número 108 · Marzo 2017

  109. Número 109 · Marzo 2017

  110. Número 110 · Marzo 2017

  111. Número 111 · Abril 2017

  112. Número 112 · Abril 2017

  113. Número 113 · Abril 2017

  114. Número 114 · Abril 2017

  115. Número 115 · Mayo 2017

  116. Número 116 · Mayo 2017

  117. Número 117 · Mayo 2017

  118. Número 118 · Mayo 2017

  119. Número 119 · Mayo 2017

  120. Número 120 · Junio 2017

  121. Número 121 · Junio 2017

  122. Número 122 · Junio 2017

  123. Número 123 · Junio 2017

  124. Número 124 · Julio 2017

  125. Número 125 · Julio 2017

  126. Número 126 · Julio 2017

  127. Número 127 · Julio 2017

  128. Número 128 · Agosto 2017

  129. Número 129 · Agosto 2017

  130. Número 130 · Agosto 2017

  131. Número 131 · Agosto 2017

  132. Número 132 · Agosto 2017

  133. Número 133 · Septiembre 2017

  134. Número 134 · Septiembre 2017

  135. Número 135 · Septiembre 2017

  136. Número 136 · Septiembre 2017

  137. Número 137 · Octubre 2017

  138. Número 138 · Octubre 2017

  139. Número 139 · Octubre 2017

  140. Número 140 · Octubre 2017

  141. Número 141 · Noviembre 2017

  142. Número 142 · Noviembre 2017

  143. Número 143 · Noviembre 2017

  144. Número 144 · Noviembre 2017

  145. Número 145 · Noviembre 2017

  146. Número 146 · Diciembre 2017

  147. Número 147 · Diciembre 2017

  148. Número 148 · Diciembre 2017

  149. Número 149 · Diciembre 2017

  150. Número 150 · Enero 2018

  151. Número 151 · Enero 2018

  152. Número 152 · Enero 2018

  153. Número 153 · Enero 2018

  154. Número 154 · Enero 2018

  155. Número 155 · Febrero 2018

  156. Número 156 · Febrero 2018

  157. Número 157 · Febrero 2018

  158. Número 158 · Febrero 2018

  159. Número 159 · Marzo 2018

  160. Número 160 · Marzo 2018

  161. Número 161 · Marzo 2018

  162. Número 162 · Marzo 2018

  163. Número 163 · Abril 2018

  164. Número 164 · Abril 2018

  165. Número 165 · Abril 2018

  166. Número 166 · Abril 2018

  167. Número 167 · Mayo 2018

  168. Número 168 · Mayo 2018

  169. Número 169 · Mayo 2018

  170. Número 170 · Mayo 2018

  171. Número 171 · Mayo 2018

  172. Número 172 · Junio 2018

  173. Número 173 · Junio 2018

  174. Número 174 · Junio 2018

  175. Número 175 · Junio 2018

  176. Número 176 · Julio 2018

  177. Número 177 · Julio 2018

  178. Número 178 · Julio 2018

  179. Número 179 · Julio 2018

  180. Número 180 · Agosto 2018

  181. Número 181 · Agosto 2018

  182. Número 182 · Agosto 2018

  183. Número 183 · Agosto 2018

  184. Número 184 · Agosto 2018

  185. Número 185 · Septiembre 2018

  186. Número 186 · Septiembre 2018

  187. Número 187 · Septiembre 2018

  188. Número 188 · Septiembre 2018

  189. Número 189 · Octubre 2018

  190. Número 190 · Octubre 2018

  191. Número 191 · Octubre 2018

  192. Número 192 · Octubre 2018

  193. Número 193 · Octubre 2018

  194. Número 194 · Noviembre 2018

  195. Número 195 · Noviembre 2018

  196. Número 196 · Noviembre 2018

  197. Número 197 · Noviembre 2018

  198. Número 198 · Diciembre 2018

  199. Número 199 · Diciembre 2018

  200. Número 200 · Diciembre 2018

  201. Número 201 · Diciembre 2018

  202. Número 202 · Enero 2019

  203. Número 203 · Enero 2019

  204. Número 204 · Enero 2019

  205. Número 205 · Enero 2019

  206. Número 206 · Enero 2019

  207. Número 207 · Febrero 2019

  208. Número 208 · Febrero 2019

  209. Número 209 · Febrero 2019

  210. Número 210 · Febrero 2019

  211. Número 211 · Marzo 2019

  212. Número 212 · Marzo 2019

  213. Número 213 · Marzo 2019

  214. Número 214 · Marzo 2019

  215. Número 215 · Abril 2019

  216. Número 216 · Abril 2019

  217. Número 217 · Abril 2019

  218. Número 218 · Abril 2019

  219. Número 219 · Mayo 2019

  220. Número 220 · Mayo 2019

  221. Número 221 · Mayo 2019

  222. Número 222 · Mayo 2019

  223. Número 223 · Mayo 2019

  224. Número 224 · Junio 2019

  225. Número 225 · Junio 2019

  226. Número 226 · Junio 2019

  227. Número 227 · Junio 2019

  228. Número 228 · Julio 2019

  229. Número 229 · Julio 2019

  230. Número 230 · Julio 2019

  231. Número 231 · Julio 2019

  232. Número 232 · Julio 2019

  233. Número 233 · Agosto 2019

  234. Número 234 · Agosto 2019

  235. Número 235 · Agosto 2019

  236. Número 236 · Agosto 2019

  237. Número 237 · Septiembre 2019

  238. Número 238 · Septiembre 2019

  239. Número 239 · Septiembre 2019

  240. Número 240 · Septiembre 2019

  241. Número 241 · Octubre 2019

  242. Número 242 · Octubre 2019

  243. Número 243 · Octubre 2019

  244. Número 244 · Octubre 2019

  245. Número 245 · Octubre 2019

  246. Número 246 · Noviembre 2019

  247. Número 247 · Noviembre 2019

  248. Número 248 · Noviembre 2019

  249. Número 249 · Noviembre 2019

  250. Número 250 · Diciembre 2019

  251. Número 251 · Diciembre 2019

  252. Número 252 · Diciembre 2019

  253. Número 253 · Diciembre 2019

  254. Número 254 · Enero 2020

  255. Número 255 · Enero 2020

  256. Número 256 · Enero 2020

  257. Número 257 · Febrero 2020

  258. Número 258 · Marzo 2020

  259. Número 259 · Abril 2020

  260. Número 260 · Mayo 2020

  261. Número 261 · Junio 2020

  262. Número 262 · Julio 2020

  263. Número 263 · Agosto 2020

  264. Número 264 · Septiembre 2020

  265. Número 265 · Octubre 2020

  266. Número 266 · Noviembre 2020

  267. Número 267 · Diciembre 2020

  268. Número 268 · Enero 2021

  269. Número 269 · Febrero 2021

  270. Número 270 · Marzo 2021

  271. Número 271 · Abril 2021

  272. Número 272 · Mayo 2021

  273. Número 273 · Junio 2021

  274. Número 274 · Julio 2021

  275. Número 275 · Agosto 2021

  276. Número 276 · Septiembre 2021

  277. Número 277 · Octubre 2021

  278. Número 278 · Noviembre 2021

  279. Número 279 · Diciembre 2021

  280. Número 280 · Enero 2022

  281. Número 281 · Febrero 2022

  282. Número 282 · Marzo 2022

  283. Número 283 · Abril 2022

  284. Número 284 · Mayo 2022

  285. Número 285 · Junio 2022

  286. Número 286 · Julio 2022

  287. Número 287 · Agosto 2022

  288. Número 288 · Septiembre 2022

  289. Número 289 · Octubre 2022

  290. Número 290 · Noviembre 2022

  291. Número 291 · Diciembre 2022

  292. Número 292 · Enero 2023

  293. Número 293 · Febrero 2023

  294. Número 294 · Marzo 2023

  295. Número 295 · Abril 2023

  296. Número 296 · Mayo 2023

  297. Número 297 · Junio 2023

  298. Número 298 · Julio 2023

  299. Número 299 · Agosto 2023

  300. Número 300 · Septiembre 2023

  301. Número 301 · Octubre 2023

  302. Número 302 · Noviembre 2023

  303. Número 303 · Diciembre 2023

  304. Número 304 · Enero 2024

  305. Número 305 · Febrero 2024

  306. Número 306 · Marzo 2024

CTXT necesita 15.000 socias/os para seguir creciendo. Suscríbete a CTXT

Leonard Cohen o el estigma fatal de la belleza (II)

Miguel Ángel Ortega Lucas 16/11/2016

<p>Leonard Cohen, durante una actuación en directo.</p>

Leonard Cohen, durante una actuación en directo.

RAMA

En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí

[Viene del número anterior.]

5. Leonard Cohen ya había vivido en Nueva York. Concretamente durante el curso 1956-57. Una vez licenciado en McGill, y publicado su primer poemario (Comparemos mitologías, 1956), recién cumplidos los 22, no lo dudó cuando se le presentó la oportunidad (¿la coartada?) de hacer un curso de literatura en Columbia, la misma universidad en que su venerado Lorca había recalado apenas tres décadas atrás (parecerían siglos), asistiendo aterrado, estupefacto, a los humanos daños colaterales del crack del ’29 y su profética visión de la ficción capitalista.

Pero esa ciudad siempre fue –también Lorca lo sabía– mucho más que el despiadado “Senegal con máquinas” de Poeta en Nueva York. Cohen apareció por allí en plena efervescencia de la contracultura norteamericana, justo cuando los apóstoles beat, los Kerouac,Burroughs y demás, comenzaban a predicar su palabra en los locales del Village. Los recitales poéticos acompañados de jazz servirían de inspiración a Cohen para sus ulteriores actuaciones en su país. Y cierta morena altiva, algo mayor que él y de nombre Anne Sherman, también le ofrendaría otra clase de inspiración: para numerosos poemas de La caja de especias de la tierra (1961) y para perfilar a la que sería protagonista femenina de El juego favorito, Shell.

Sin embargo, su heterodoxa ficha policial (ese sospechoso dandismo, su personalísima postura anti-sistema, su independencia feroz…) le hizo un elemento incómodo, a veces, en aquel ambiente, resultando una suerte de outsider entre los outsiders con carné. Según registró A. Manzano, Cohen llegó a conocer a Kerouac en el apartamento de Allen Ginsberg, de quien se haría gran amigo: “Estaba –cuenta Cohen, con casi imperceptible ironía– estirado en una mesa, fingiendo que escuchaba un disco de jazz mientras la fiesta giraba a su alrededor. Kerouac era una especie de genio que había tejido como una reluciente araña ‘el gran cuento de América’”.   

No tardaría en identificar la leve pero decisiva diferencia entre aquella bohemia y la ya conocida de su ciudad: todo le parecería, a la postre, “más limpio, más puro, más divertido y vital en Montreal”; menos solemne, en suma, ya que en N.Y. el objetivo mediático y comercial de los artistas estaba mucho más definido:“Pensaban más a lo grande; en Canadá estábamos educados en aspiraciones más modestas. No pensábamos en cambiar el mundo –al menos de la misma manera. Los hippies, los beats, tenían una visión más grandiosa de sí mismos. Intuyeron muy pronto que podrían ser escritores famosos, estrellas del pop; importantes figuras culturales”, relata en el documental I’m your man (Lian Lunson, 2005).

¿En qué pensaría nuestro hombre, exactamente, aquel glosado atardecer –¿recuerdan?– del 8 de enero de 1966, al salir al porche de la casa de F. R. Scott tras haberle preguntado alguien (probablemente Layton) si era eso lo que él quería ser [o sea, el Dylan canadiense]? ¿Qué había visto en él, en Dylan, en su gesto patibulario de profeta equívoco e impasible; qué iluminación, qué veredicto habría vislumbrado antes, la primera vez que lo escuchó, y contemplaba ahora con demoledora y expectante nitidez en las farolas del viejo invierno de Montreal? En su ciudad natal, sí, todo era, quizás, más limpio, más puro (¿más divertido y vital?) que en Nueva York; pero, ¿no serían las aspiraciones, a la postre, una mera cuestión de perspectiva…?

¿Qué había visto en él, en Dylan, en su voz de cabra, como vería Sabina en Londres, apenas unos años después de este anochecer de Canadá, enero de 1966? Aceptaba dinero de los gobiernos, de las mujeres, de las ventas de poemas, de quienes le empleasen, si no le quedaba otra; y, mientras tanto, sonando allá a lo lejos, sin pretensión ni ambición ni aspiración alguna, la bocina de buque de carga de su (“desagradable”) voz, como un fantasma alucinado entre las costas del Egeo y la costa aquélla del Atlántico, cada vez más lejos, cada vez más rotos, so long, Marianne… ¿Qué había visto en aquel balido, en aquel lamento, en aquella desagradable voz de cabra? ¿Qué veía ahora en el whisky, en las farolas, en el humo absorto del cigarro? Quizás un nuevo mapa para su vieja ceremonia.    

Cohen puso rumbo al sur hacia el otoño de aquel 1966; concretamente a Nashville, Tennessee, Estados Unidos: cuna del country & western y meca obligada para su iniciación, su investidura. No sabemos con qué porcentaje de convicción y con qué porcentaje de miedo, con cuánta sensación de fatalidad y cuánta de incertidumbre. Tenía 32 años recién cumplidos. Y un puñado de plegarias en verso perfectamente mimetizadas con otras tantas melodías de su guitarra.

6. Y, sin embargo, otras nuevas e insondables voces, no sabemos si procedentes esta vez de los estibadores de los muelles de Nueva York (o de cierta bruja que le abordó, un día, en el ascensor del Henry Hudson Hotel), le hablaron, al hacer noche allí, de cierta mitológica Torre de la Canción erigida en la Calle 23: un lugar en el que todo el mundo con algo que decir en la cultura popular norteamericana contemporánea parecía estar, o haber estado, o estar a punto de estar. Cohen, ya “secuestrado” por la ciudad diez años después de su primera tentativa, se instalaría en la sexta planta del inevitable Chelsea Hotel. El edificio más alto de la ciudad hasta, al menos, 1884.

Antes de él habían pasado allí, por ejemplo, Mark Twain (!), William Burroughs, Tom Wolfe, Jackson Pollock, Arthur Miller. Éste último, por cierto, habló de él como de un lugar virtualmente fuera de la jurisdicción americana, “sin reglas ni pudor”. Algo de razón tendría, porque allí asesinó Sid Vicious, de los Sex Pistols, a su novia, Nancy Spungeon, algún tiempo después (1ª planta), y allí había apurado Dylan Thomas, algún tiempo antes, el último de los 18 últimos whiskies de su vida (un piso más arriba). Para cuando Cohen llegó, “hasta las patatas fritas se comían allí con LSD”. Éste coincidió en su estancia, de muchos meses, con Allen Ginsberg, con Joan Baez, con Jimmy Hendrix; con (pero no fue entonces cuando se conocieron) Bob Dylan, que le tomó prestado el nombre al difunto Dylan anterior, en la 2ª planta también; con Nico, ex modelo, cantante de The Velvet Underground, ídolo de cristal de Andy Warhol y “la mujer más hermosa” que Cohen había visto en su vida (a la que dedicó humillaciones en vela, canciones de anhelo y conjuros de incienso y sándalo, sin el más mínimo éxito)… Y con cierto ángel caído de corazón legendario llamado Janis Joplin.

La líder de multitudes que se refugiaba a escribir en el ascensor (allí la conoció, y van dos brujas en sendos ascensores de hotel…); la mujer que se fue con él, aquella noche, a falta de Kris Kristofferson; la musa, en fin, que “más indiscreto” hizo nunca ser al caballero Leonard Cohen…

“El diablo me susurró aquel verso”, diría a un periodista, en referencia a la descortesía de haber revelado, en Chelsea Hotel #2 (1974), lo que la susodicha le otorgó allí sobre cierta cama deshecha: una mamada, vamos. “A ella no le habría gustado. A mi madre tampoco”. No sabemos, en puridad, si a aquel petirrojo malogrado le hubiera gustado o no, pues se fue antes de tiempo, (didn’t you, babe?), como tanta estrella fugaz de esos años bárbaros. Subyugada también, quizás, por las formas del terror y la belleza. En cualquier caso, su tiempo tuvo Cohen para corregirlo, desde la proscrita primera versión acabada de ese epitafio (Chelsea Hotel #1, 1972), en la que consignaba, más cáustico aún –la fuente es de audio; la traducción, libérrima, del que suscribe:

Te recuerdo bien en el Chelsea Hotel,
invierno del ’67.
Mis amigos de aquel año
se volvían todos maricones,
y yo sólo me estaba desquitando
(yo sólo me estaba desquitando)

[¿de…?]

Pero escapaste, ¿verdad, nena?
Diste al fin la espalda al dolor.
Te esfumaste; no pueden ya pagarte
por enviarnos tu dulce canción.

Pero huiste, ¿verdad, nena?
Diste al fin la espalda al dolor.
Te esfumaste en el sueño más profundo,
subiendo en marcha al tren de medianoche”.

[La última vez que se encontraron, en la misma Calle 23, le saludó Janis: “¿Qué hay, tío? ¿Has venido a la ciudad a leer poesía a las viejas?”.]

Y bien: acatando a ciegas su veredicto; corriendo sonámbulo tras el dinero y la carne (misma vía pero sentido contrario al de Joplin); enrolado, al fin, irreparablemente y para siempre con los artesanos de la canción, sólo fue cuestión de tiempo que todo fuera cumplido.

7. Hay nombres de mujer, en ocasiones, que más que nombres son estigmas, símbolos oscuros de un mismo secreto. Cohen había conocido en Montreal, a principios de los 60, a cierta bailarina llamada Suzanne Verdal, esposa de su amigo escultor Armand Vaillancourt. Una vez separada de éste, Suzanne se iría a vivir con su hija a cierto “lugar” frente al gran río St. Lawrence; allí acudió Cohen asiduamente durante el verano de 1965, recién llegado de Hydra. Una extraña y silenciosa intimidad se fraguaría entre ambos durante aquellas tardes, cuyo ritual comenzaba siempre –según contase la propia Verdal a Kate Saunders, de la BBC Radio, en 1998– encendiendo una vela y sirviendo té: “Después de varios minutos en silencio, hablábamos. Sobre la vida, sobre poesía…”. Hablaba ella, sobre todo, porque Leonard se limitaba a sonreír, absorto en las piruetas y el discurso de aquella medio loca fascinante de cuerpo perfecto que reciclaba ropa vieja del Ejército de Salvación: no hacía falta hablar, al cabo, pues –siempre según ella– “casi podíamos oírnos pensar el uno al otro”. Una enigmática unión espiritual en la que Cohen, si la tocaba, lo hacía sólo con su mente; una soterrada ceremonia de amor cortés que, a falta de hacerse carne (o precisamente por eso), se hizo flagrante carne de poema: o sea, de canción.

Esta Suzanne es al menos una (que nunca se sabe, con la poesía) de las inspiradoras de dos poemas, incluidos en el irregular Parásitos del paraíso (1966), que comienzan con ese nombre: el primero (fechado, ojo, en 1963) habla de una mujer a cuyo paso la ciudad cae devastada por el deseo (“Suzanne lleva un abrigo de cuero. / Sus piernas están aseguradas por mil puentes quemados…”); el segundo, ya de ese mismo 1966, es de sobra conocido: “Ella me invitaba a su casa, donde siempre me servía té con trocitos de naranja”, explica Cohen en el documental I’m your man; y añade (viejo zorro, contradiciéndose alevosa y flagrantemente con declaraciones anteriores en las que aseguraba que “todo sucedió tal y como se dice” en la canción): “Pero la canción no narra lo que pasó en realidad, ni remotamente, aparte el hecho de que se llamara Suzanne”.

Los caminos del arte también son inescrutables. Quién era exactamente la mujer que protagoniza la obra maestra que lleva ese nombre es algo que, probablemente, ni el propio autor podría honestamente aclarar. ¿Un trasunto, quizás, de varias mujeres? ¿Quizás una mera alucinación que ya existía antes de que ninguna mujer le pusiera nombre? Resulta irrelevante, en cualquier caso; a la postre da igual qué espectro de miel le revela a Cohen que siempre ha sido su amante, mientras Jesucristo se hunde como una piedra en tu sabiduría y el atardecer, y la basura y las flores y los niños y los héroes se asoman (“se asomarán siempre”) al espejo que blande Suzanne: apenas dos años después, en junio de 1968, Cohen volvería a encontrar a una última Suzanne saliendo del ascensor (tercer ascensor) de alguna planta del Hotel Plaza neoyorquino: Suzanne Elrod, la futura madre de sus dos hijos,Adam y Lorca. [Y, como diría Wittgenstein, de lo que no se puede hablar, mejor callarse, o así.]

Cohen llamaría a Judy Collins (una belleza de ojos transparentes y voz soprano cuyo trabajo en la escena folk él ya había escuchado, y que buscaba nuevas composiciones para su siguiente álbum), después de verse varias veces en Nueva York, y le cantaría por teléfono, desde Montreal, la canción que ya había dado por terminada. Collins grabó Suzanne casi inmediatamente, incluyéndola en su álbum In my life (1966)… Y así fue como llegó, mediante otra voz ligeramente distinta, a oídos del cazatalentos John Hammond: no el viejo de Parque Jurásico, sino el hombre de Columbia Records que había hecho firmar a gente como Aretha Franklin, Billie Holiday o [sí, claro que sí] Bob Dylan. Especulando, al parecer, con cierta regla de tres según la cual si el músico Dylan era aclamado como poeta, por qué no iba a poder ser el poeta Cohen –y qué risa otra vez, señora– aclamado como cantante. Hammond, que se comportaría como un verdadero caballero en el bautismo de estudio del novicio, se interesó por el potencial del muchacho tras ser llevado por Mary Martins a la sede de la Canadian Broadcasting, donde pudo visualizar cierta película titulada… Ladies and gentlemen, Mr. Leonard Cohen.

“Compuse esta canción en 1966. Suzanne tenía una habitación en una calle enfrente del puerto de Montreal. Todo sucedió tal y como se dice [???]. Era la mujer de un hombre que conocí. Su hospitalidad fue inmaculada. Algunos meses después se la canté a Judy Collins por teléfono. Me robaron los derechos editoriales en Nueva York, pero probablemente fue bueno que la canción no me perteneciera. Precisamente el otro día se la oí cantar a unas personas en un barco en el mar Caspio”. Esto es lo que consignaría el autor en la contraportada del LP Leonard Cohen Greatests Hits, en 1975; probablemente convencido ya de las bondades del equívoco, de la belleza de la impostura.   

¿Acaso –recuerdan– se trataba de otra cosa?

8. En febrero de 1967 no había visto la luz, aún, el primer disco de Leonard Cohen. Eso sucedería, de manera extraoficial, en diciembre de ese año. Pero en febrero de 1967 nuestro hombre todavía era un músico inédito para la industria y el gran público; también, incluso, para sí mismo. De modo que, el 22 de febrero de aquel año, cuando fue invitado por Collins a cantar en el Village Theatre de Nueva York [y no, como se vino diciendo, el 30 de abril en el Town Hall, según matización de su más reciente biógrafa,Sylvie Simmons], como parte invitada de un concierto-protesta contra la guerra de Vietnam retransmitido en directo por la radio, sus recitales como folk-singer podían contarse con los dedos de una mano. De las dos manos, tal vez. Según contaría en su autobiografía la propia Judy Collins, Cohen subió al escenario “temblando”: encendió velas, prendió incienso; pero era tal el descontrol nervioso que su garganta se cerró en los primeros compases de Suzanne; para más inri, el frío del escenario le había desafinado la guitarra. Dejó de tocar, sencillamente; susurró LosientoNopuedo en el micrófono, e hizo literal mutis por el foro.

Casi medio siglo después, Cohen confesaría el retorcido “alivio” que sintió al dejar aquel escenario: por debajo del aguacero de vergüenza que debió de padecer, lo cierto es que el gatillazo también actuó como coartada súbita para el desertor vocacional que en el fondo ha sido siempre nuestro (anti)héroe. Durante algunos minutos –eternos, seguramente; sonámbulos–, el canadiense errante y poeta snob de seis acordes demasiado-viejo-para-el-rocanrol bien pudo darse mentalmente setenta latigazos redentores con una salmodia parecida a: ¿Lo ves, cretino?, esto jamás ha sido ni será lo tuyo. Fin de la impostura, de la farsa, telón y se acabó a la mascarada con esa secreta expiación que siente el proscrito al ser descubierto… …Pero sólo duró eso, unos minutos. Porque el público pidió su vuelta. Collins –ángel rubio tutelar– le rogó que volviera. Su traje –también negro, pongamos, aquel día– fue tirando de él, como una afrenta de honor, para que volviera. Y Cohen acabó volviendo al escenario acompañado por Collins y ambos terminaron de cantar Suzanne. Y la gente aplaudió, sencillamente.

Cinco meses después, sin embargo, el 16 de julio de 1967, aquel hombre de traje oscuro –nuevo recluta de la canción popular: desasosiego vestido de etiqueta– seguiría rumiando su miedo escénico en un nuevo avión; esta vez rumbo a Newport, Rhode Island. Con la inevitable, inextirpable sensación de estar yendo en la dirección equivocada: hacia el Newport Folk Festival de aquel año, concretamente. Mismo marco y lugar en el que [etcétera] un tal Robert Zimmerman había torcido la historia del folk-rock, apenas dos años antes, con la interpretación de cierto artefacto sísmico llamado Like a rolling stone. En algún momento del vuelo, aquel hombre de aplomo templario pero mudez abismada, atónita, rompió su silencio para buscar algún alivio, alguna remota absolución; para confesar a su abogado, mánager y amigo Marty Machat que todo era una farsa; que todo aquel tinglado, aquel malentendido, no podía estar libre de estafa, porque, en realidad, no sabía cantar.

“Ninguno de vosotros sabéis hacerlo”, le respondió Machat –según relatase Cohen, muchos años después, en una entrevista para la BBC–. Y añadió, socarrón –quién sabe si con media sonrisa ladeada–: “Cuando quiero oír cantantes, voy al Metropolitan Opera”.

9. Ignoramos qué efecto (inmediato o no) tuvieron las palabras del letrado Machat sobre su defendido, comandante de campo Cohen.

Sólo sabemos que éste se bajó del avión, que se subió al escenario; que también fue aplaudido, incomprensiblemente, al bajar de él, en aquel festival de Newport, año 1967, después de Joan Baez y de Joni Mitchell y ante 20.000 testigos. Que se sucedieron más aviones, más escenarios, más aplausos y más abismos en la boca del estómago. Que terminó de grabar con Columbia Records, a finales de diciembre, el disco Songs of Leonard Cohen. Que, todavía en aquel momento, sus aspiraciones se limitaban a “hacer un disco, ganar algún dinero y volver a escribir libros”, “ser escritor sin tener que ir a enseñar a la universidad”,ya que no albergaba demasiadas esperanzas en acabar “en habitaciones de hotel el resto de mi vida, dándome cabezazos contra la moqueta intentando encontrar el acorde adecuado”. Que dejó el Chelsea y se fue a un apartamento en la calle Clinton; más solitaria, quizás, pero con música, también, toda la noche. Que se separaría sin remedio de Marianne, que tardaría mucho en volver a Hydra, que terminó yendo a grabar por dos veces, y casi obligado, a Nashville (Songs from a room -1969-, Songs of love and hate -1971-), mientras se disparaban las ventas de sus libros, sus canciones conquistaban Europa y algunos críticos y profetas (americanos U.S.A.) de aquel tiempo le calificaban furiosamente de “romántico visceral que sufre maravillosamente en cada pareado”; de “escritor de máquina de escribir para guitarra”; de “bardo de cuarto de alquiler”.

Y que el aludido descendió a responder una vez, a todos ellos, que su irrupción en la música popular no era sino “un asalto a la historia, y un asalto a todas esas voces autoritarias que siempre nos han dicho lo que es la belleza”.  

Que jamás tuvo nada que ver, maldita sea, tener buena voz con nacer con el don de una voz de oro.

[Viene del número anterior.]

5. Leonard Cohen ya había vivido en Nueva York. Concretamente durante el curso 1956-57. Una vez licenciado en McGill, y...

Este artículo es exclusivo para las personas suscritas a CTXT. Puedes suscribirte aquí

Autor >

Miguel Ángel Ortega Lucas

Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.

Suscríbete a CTXT

Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias

Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí

Artículos relacionados >

Deja un comentario


Los comentarios solo están habilitados para las personas suscritas a CTXT. Puedes suscribirte aquí