¿Funcionó la diversión?
El culto a la productividad es algo voraz, succiona tanto el tiempo de ocio como los sentimientos que nos suscita. La felicidad y otras sensaciones placenteras tienen que ser provechosas
Miya Tokumitsu (The Baffler ) 3/10/2017
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Si existe algo que pueda hacer del encanto algo conciso, ese es el sustantivo compuesto alemán. Mediante la aglomeración léxica más franca que existe, esas palabras capturan conceptos tan inefables que de no ser por ellos se escaparían por el aire. Un ejemplo sería el término utilizado por el historiador austríaco Alois Riegl, Kunstwollen—Kunst (arte) + wollen (desear), o “deseo de arte” (que más tarde definió Erwin Panofsky como “la suma o unidad de los poderes creativos presentes en cualquier fenómeno artístico”. Más tarde, Panofsky agregó una nota a este trabalenguas para analizar sintácticamente lo que quería decir con “fenómeno artístico”). Uno de mis compuestos favoritos es Kurort, literalmente “cura-sitio”, aunque una traducción más adecuada sería “ciudad balneario” o “resort de salud”. Kurort posee un romanticismo elegíaco que hace pensar en parasoles y señores con gota tomando las aguas, o en el mundo de La montaña mágica de Thomas Mann. No obstante, el cóctel de connotaciones asociadas con Kurort (que mezcla ocio, autosuperación, salud, placer físico, relajación, refinamiento social y rectitud moral) sigue siendo tan actual como siempre. Puede que los retiros espirituales y los circuitos de cuerdas hayan prácticamente sustituido a los baños minerales, pero las vacaciones de bienestar y el turismo médico son todavía un gran negocio.
La sección de “experiencias” de Airbnb anuncia todo tipo de actividades de superación personal y vital que incluyen un curso de comida coreana, corsetería básica y hasta un taller de microfinanciación
Lo que sigue alimentando esta industria (una industria de herencia a estas alturas) es la prolongada creencia en que el ocio tiene que conseguir algo: un trasero más firme, nuevas habilidades culinarias, superar la depresión…De hecho, ¿por qué no optar por el sublime tres en uno de ocio y éxito: físico, práctico y espiritual? En Sri Lanka se ofrecen actualmente unas vacaciones que proponen ciclismo, un tutorial de té y una visita a un templo budista, como parte de un paquete que promete actividad (sin ser agotador), educación (sin ser tedioso) y diversión (sin ser disoluto). La sección de “experiencias” de Airbnb anuncia todo tipo de actividades de superación personal y vital que incluyen un curso de comida coreana, corsetería básica y hasta un taller de microfinanciación.
Por supuesto, la superación moral y física no es la única que puede atribuirse el derecho exclusivo del ocio, y mucho menos del placer. Los castos placeres de las vacaciones de bienestar no poseen un atractivo universal. En la tetralogía de Ford Madox Ford El final del desfile, Sylvia Tietjens (quizá la esposa hastiada más diabólica de toda la literatura inglesa) prefiere ocuparse en quehaceres más sórdidos como escalar socialmente o arruinar a sus estúpidos amantes. A ella, el refinado balneario le cabrea más que le relaja: “[…]lo triste que debía de ser para ella”, imagina simpatizando con sus amigas, “tener que estar encerrada en un aburrido y minúsculo kurort alemán, cuando el mundo podía ser tan divertido”. Pero ni siquiera Silvia es inmune al encanto del retiro de autosuperación, o al menos a la consideración social que puede conferir. En un momento dado, Sylvia se larga a un convento para aparentar estar intentando estar a bien con el Señor, y quizá también con su marido. Para aquellos que se lo pueden permitir, un poco de ocio bien hecho puede ser el correctivo necesario para subsanar los errores cometidos a lo largo de la vida.
Peligro: relajación más adelante
Los Tietjens forman parte de la aristocracia terrateniente de Inglaterra y por eso no sorprenderá a un moralista estadounidense del medio oeste como Thorstein Veblen, el teórico desaprobador de la llamada clase ociosa, que alguien como Sylvia suscriba el ocio como un derecho propio y con cinismo. El ocio siempre ha puesto ansiosos a los estadounidenses de clase media (y a sus equivalentes burgueses de gran parte de Europa).
En su libro El trabajo en juego: una historia de las vacaciones en EE.UU., Cindy Aron señala que, aunque fue la clase media estadounidense quien concibió las modernas vacaciones como una institución social, también se mostraban recelosos del riesgo que implicaba. Si la industriosidad y el trabajo eran fundamentales para el éxito tanto del individuo como de la nación, el ocio podría dejar a EE.UU. expuesto a los “peligros morales, espirituales, financieros y políticos”. A medida que la clase media iba conformando un conjunto sólido a finales del siglo XIX y comienzos del XX, las vacaciones se fueron convirtiendo en una institución salpicada de contradicciones. El trabajo duro y la industriosidad que ayudaron a definir la clase media parecían otorgar a sus miembros el derecho a disfrutar de vacaciones (además de otros bienes de consumo que presagiaban una respetabilidad consciente de sí misma, como los pianos), pero al mismo tiempo, las vacaciones encarnaban justo lo contrario de lo que la clase media valoraba. Las vacaciones de bienestar sirvieron como solución a este dilema. Desde mediados del siglo XIX, Saratoga Springs, Cape May y otro conjunto de destinos comenzaron a asociarse con esos buenos momentos que servían para restaurar tanto el cuerpo como el alma. No obstante, la pregunta persistía: ¿Cómo poder disfrutar del ocio sin poner en peligro el compromiso con el trabajo? “Esta tensión impregnó y determinó la historia de las vacaciones durante el siglo XIX”, escribe Aron. De hecho, sigue condicionando hasta el día de hoy nuestras propias actitudes hacia el ocio.
El ascenso social de las clases medias, y en particular de las clases medias altas de EE.UU. y Europa, forma parte esencial de toda esta historia. Mientras que algunas de estas personas anhelaban disfrutar del esplendor de la vida aristocrática, los miembros de la burguesía, en su mayor parte, eran felices sabiendo que las comodidades materiales que disfrutaban habían sido ganadas, no regaladas. La virtud personal fue la herramienta que utilizaron para desafiar el lugar tradicional de la aristocracia como eje central de la vida política y cultural, y los elaborados patrones de consumo y rituales sociales sirvieron para promulgar esta superioridad moral: afiliaciones a ateneos para los hombres, clases de italiano para las mujeres y paseos por el parque para toda la familia. Un impulso constante por la superación personal guiaba de forma encubierta estos quehaceres ociosos. Incluso cuando finalizaban los deberes del papeleo burocrático y las labores del hogar, el ímpetu por mejorar personalmente seguía siendo el mismo. Así es como la burguesía consiguió distinguirse de la clase ociosa parasitaria que tanto vilipendiaba Veblen.
El trabajo duro y la industriosidad que ayudaron a definir la clase media parecían otorgar a sus miembros el derecho a disfrutar de vacaciones, pero al mismo tiempo, estas encarnaban justo lo contrario de lo que la clase media valoraba
La clase media actual todavía aprueba esta distinción moral, y nadie lo hace con mayor fervor que los que se encuentran cerca de su extremo más elevado. De hecho, el techo de esta autodenominada “clase media” parece seguir aumentando, y no porque los muy ricos sientan una solidaridad particular hacia los profesores y los carteros, sino porque ingresar en la “clase alta” significaría ingresar en las filas de los inútiles y los ociosos. La victoria de los valores burgueses es tan absoluta que una gran parte de la élite mundial los ha aceptado. Los Trump, por ejemplo, deben su posición de clase a una riqueza heredada, pero se venden, sobre todo Donald e Ivanka, como trabajadores de éxito por el estatus y la autoestima que les confiere. Ambos han producido (“escrito” puede que no sea la palabra más exacta) libros enteros sobre lo duro que trabajan y lo bien que se les da. Puede que estas personas sean escandalosamente ricas y controlen más recursos de los que les corresponden, pero quieren que sepas que son la leche de productivos.
Quizá sea esta la razón de que las únicas personas en EE.UU. que podrían de forma factible disfrutar de eso que se llama “conciliación de la vida familiar y laboral” acaben alardeando de haber renunciado a ella. Junto con Marissa Mayer y Victoria Beckham, Ivanka Trump forma parte de una distante camarilla de madres trabajadoras de la hiperélite cuyas fortunas financieras les permitirían tomarse prolongadas bajas por maternidad, de hecho, podrían no trabajar en absoluto, ni siquiera criando a sus hijos o dedicándose a las labores del hogar, pero que regresan al trabajo de forma ostentosa a las pocas semanas de dar a luz. Aunque debería ser una decisión de cada familia el determinar cuánta baja por nacimiento es necesaria, es como si estos regresos al trabajo tan públicamente anunciados convalidaran de alguna forma la fortuna desmedida de estas mujeres, tanto para sí mismas como para los demás. Estos son solo unos pocos ejemplos extremos de nuestro singular culto a la ocupación constante, según el cual las tareas que consumen mucha energía pero son culturalmente femeninas, como por ejemplo el cuidado infantil, o son necesidades biológicas privadas como el sueño, se reformulan cruelmente como ocio para poder devaluarlas. Estas mujeres quebrantarán su cuerpo y su familia para tener en cuenta las exigencias del trabajo. Ricos ociosos que decididamente no son.
El enemigo está debajo
Si la burguesía, y gran parte del uno por ciento, reniega del estilo de vida del rico ocioso, el desprecio que sienten por el pobre ocioso es todavía mayor. La historia de asociar la vagancia y el fracaso moral con la indigencia es antigua, y las sociedades capitalistas nunca se hartan de encontrar nuevas maneras de propagar el pánico moral sobre la perfidia de los pobres. Recordemos la mítica Reina del bienestar del presidente Reagan, que defraudaba a los duros trabajadores estadounidenses para poder financiar su supuesta maternidad recreativa. La tamaña estupidez de la idea de que ser madre soltera de una prole de niños y bebés es lo mismo que estar ocioso no disminuyó la capacidad que tuvo la Reina del bienestar de atemorizar a la población, solo de pensar lo alarmante que era que estuviera oculta entre ellos. La Reina del bienestar fue una falacia tan poderosa porque supo actuar sobre una serie de ansiedades particularmente estadounidenses relacionadas con el ocio, con salir adelante y sobre todo con ser engañado. Para un pueblo tan volcado en la ética del trabajo y la ideología de la autodeterminación (ambas apuntaladas en una fe absoluta en que el ingenio del hombre de la calle superaría siempre que quisiera a los académicos esotéricos y a los astutos urbanitas), la idea de que una mujer ociosa podría estar llevándose de forma ilícita su justa recompensa, ¡y riéndose en su cara!, era sencillamente intolerable. Había que exterminarla, y si no existía, entonces había que destruir la idea misma.
Junto con Marissa Mayer y Victoria Beckham, Ivanka Trump forma parte de una distante camarilla de madres trabajadoras de la hiperélite que regresan al trabajo de forma ostentosa a las pocas semanas de dar a luz
Aunque los supuestos pobres ociosos son los parias supremos, al fin y al cabo son pobres y lo más fácil siempre es atacar a los de abajo, ellos y los ricos ociosos cometen el mismo fallo: ambos enfocan el ocio de la forma equivocada. Tanto el malcriado hijo pródigo como el tipo bebiendo alcohol barato todo el día a la puerta del supermercado lo están haciendo mal. Su ocio es excesivo, inmerecido y no está dirigido hacia una autosuperación. Existe desde hace tiempo una manera correcta de disfrutar del tiempo libre, y hoy en día existen más instrumentos y sistemas de comentarios que nunca para decirnos lo bien que lo hacemos.
El diversiómetro
El ocio, parece ser, necesita ser medido y evaluado. En primer lugar, nuestra molesta pregunta sigue sin respuesta: cuando participamos del ocio, ¿cómo saber que no estás cayendo en la ociosidad? Y, en segundo lugar, como el ocio es una recompensa merecida, debería ser divertida, amena, entretenida o cuando menos placentera. Este requisito, a su vez, da pie a otra serie de preguntas, quizá de una magnitud más existencialista: ¿Cómo pueden siquiera saber los que buscan ocio que se lo están pasando bien, y si así es, si el entretenimiento…funcionó? ¿Fue la restauración suficiente? ¿La superación? ¿La diversión?
Estas preguntas encuentran respuesta con mayor facilidad, aunque sea de forma superficial, si acudimos al popurrí de plataformas sociales y dispositivos móviles que nos han conferido las maravillas de la innovación guiada por el consumismo. Puntos Fitbit, me gusta y emoticonos con ojos de corazón se han convertido en las unidades de medida de acuerdo con las cuales evaluamos nuestras propias experiencias. Estos símbolos nos dan la tranquilidad de que estamos empleando nuestro tiempo de manera óptima: representan nuestros logros de ocio. Las redes sociales y los dispositivos móviles con cámara nos han dado la oportunidad de solicitar comentarios positivos a nuestros amigos, y al mundo en general, constantemente. Incluso cuando estamos ocupados o dormidos, nuestras fotos y publicaciones siguen viajando, siempre dispuestas a recabar me gusta y favoritos. Sin embargo, aunque sea bajo el pretexto de la diversión y la “conexión”, no estamos más que aplicando el impulso taylorista por documentar, medir y analizar a la esfera del ocio. Pensadores como Frank Lloyd Wright o John Maynard Keynes predijeron que la tecnología nos liberaría del trabajo duro, pero como todos sabemos, los dispositivos que ha originado solo han servido para acabar aumentando las cargas de trabajo. Además, también se han hecho con las riendas del ocio, lo han uncido al trabajo de autopromoción constante que exige el capitalismo neoliberal y nos han hecho por si fuera poco cómplices de nuestra propia vigilancia.
No es que haya nada inherentemente malo, ni te estás explotando a ti mismo, si presumes en Instagram de tus nuevas habilidades en cestería porque, de todos modos, la línea que separa el ocio del trabajo nunca estuvo clara. Desde la jardinería hasta tuitear, a menudo el trabajo se solapa con el placer y con el entretenimiento bajo determinadas condiciones. Pero el hecho de que las plataformas que utilizamos para documentar, comunicar y medir nuestro ocio sean propiedad de descomunales corporaciones con ánimo de lucro que comercian con el contenido que les entregamos libremente tendría que hacer que nos preguntáramos no solo qué obtienen ellos exactamente de toda esta actividad, sino también cómo esto conforma nuestras ideas acerca de lo que es el ocio. Si la satisfacción de publicar algo en las redes sociales proviene de cosechar me gusta en la denominada economía de la atención, entonces los que publican, si seguimos una rudimentaria lógica mercantilista, seleccionarán el contenido que consideran más “gustable” para publicar, y más aún, cambiarán su comportamiento para generar precisamente ese contenido. El espejo de las redes sociales se ofrece para decirnos si nos lo hemos pasado bien, pero al igual que sucede con los espejos tenemos que currárnoslo para obtener el reflejo que queremos ver.
Tantas y tantas sensaciones
El culto a la productividad es algo voraz, succiona tanto el tiempo de ocio del que disponemos como los sentimientos mismos que nos suscita. La felicidad y otras sensaciones placenteras tienen que ser productivas, y por eso hablamos del ocio como algo “restaurador” o “rejuvenecedor”. Mediante los descansos y las semanas de trabajo reducidas, tanto los jefes de los gobiernos municipales como de los bancos de inversión están animando a sus trabajadores a tomarse tiempo libre, todo bajo el pretexto del tratamiento benevolente. Pero en última instancia estos proyectos están siempre dirigidos a maximizar la productividad y a mitigar el descontento (además, los empleadores conservan el poder de retirar estos privilegios a su antojo). El trabajo nos agota emocional, física e intelectualmente, y por eso tenemos derecho a tomarnos ciertos períodos de ocio, no porque el ocio sea un derecho humano o sea bueno en sí mismo, sino porque nos permite subirnos de nuevo a la rueda del hámster que supone la actividad de mercado luciendo buena cara.
A medida que el neoliberalismo va confinando la felicidad a los usos que tiene, también encamina nuestros intereses hacia la confirmación personal de nuestros propios sentimientos mediante la evaluación externa. Solo da la casualidad de que esta evaluación necesita unos sistemas (móviles inteligentes, ordenadores portátiles, relojes de Apple,...) y unas unidades de medida (favoritos, compartidos, calificación en estrellas,…) que nos convierten en ávidos compradores de bienes de consumo y que necesitan nuestra sumisión voluntaria a la vigilancia corporativa. Nada de esto significa que tu experiencia de Airbnb buscando trufas (además de la posterior publicación sobre ello y el gozo de los me gusta) no te haya hecho feliz, solo significa que los acontecimientos y el comportamiento que provocó esa felicidad coinciden con los fines lucrativos de una gigantesca red de instituciones que se extiende más allá de un único individuo.
El espejo de las redes sociales se ofrece para decirnos si nos lo hemos pasado bien, pero al igual que sucede con los espejos tenemos que currárnoslo para obtener el reflejo que queremos ver
Vamos, que quieren que compremos sus chismes y entreguemos nuestros datos. Muy bien. Pero, ¿por qué nos piden que seamos tan insistente y exteriormente felices? ¿A ellos que les importa? Barbara Ehrenreich y, más recientemente, William Davies han explorado los dudosos motivos de estos traficantes de felicidad. Como indica Davies en su libro La industria de la felicidad: cómo el gobierno y las grandes empresas nos vendieron el bienestar, la obsesión con averiguar cómo registrar y medir la felicidad humana ha estado presente desde que Jeremy Bentham publicó en 1780 Introducción a los principios de la moral y la legislación. Bentham estaba interesado sobre todo en la felicidad como un indicador de la eficacia de un gobierno; en teoría un buen gobierno produciría ciudadanos felices y, por tanto, si encontráramos una manera objetiva de medir la felicidad tendríamos la clave para poder valorar su calidad. De hecho, las teorías de Bentham sobreviven en esas listas de “ciudades más habitables” y “países más felices”.
Bien entrado el siglo XIX, casi cien años después de Bentham, con una cultura capitalista bien establecida, los bienes de consumo se erigieron en un medio para obtener la felicidad. “En definitiva,” expone Davies, “el capitalismo podía ya considerarse como un terreno fértil para realizar experimentos psicológicos, en el que las cosas materiales no fueran más que accesorios para la producción de sensaciones, que se podrían adquirir a través del dinero”. Una de las descripciones más líricas del placer malvado que produce el consumo lo encontramos en ese mismo período a mediados del siglo XIX, en la obra de Gustave Flaubert, Madame Bovary. Para sacudir su existencia sofocante, Emma Bovary empieza a comprarse cachivaches chabacanos: “Cuanto menos comprendía Charles estos refinamientos, más le seducían. Añadían algo al placer de sus sentidos y a la calma de su hogar. Eran como un polvo de oro esparcido a lo largo del humilde sendero de su vida”. El efecto narcótico de las compras es claramente tangible, se puede sentir cómo los Bovary se intoxican con las leontinas y los dedales de plata dorada. Las baratijas son los residuos de esta economía hedonista.
Puede que la noción de que estamos comerciando principalmente con el afecto (en vez de, o al menos tanto como, en bienes y servicios) sea más cierta que nunca en este momento posindustrial presente, que hace que sea absolutamente imperativo ordenar, medir y graduar la felicidad y otras sensaciones positivas. Si de verdad son experiencias positivas y sentimientos lo que estamos buscando, entonces el ocio (una fuente crucial de estas validaciones de tiempo personal para los líderes de la sociedad) es especialmente propicio para este tipo de escrutinio aparentemente empírico. Y ese escrutinio, a su vez, acabará definiendo lo que el ocio, y lo que es más importante, lo que la felicidad significa para nosotros.
Rentistas en juego
En el ensayo de 1930 Posibilidades económicas de nuestros nietos, que en los últimos años se ha hecho famoso por contener una ironía de la historia muy dramática, John Maynard Keynes advertía de que en las próximas décadas la humanidad probablemente andaría desorientada como consecuencia de todo el tiempo libre que tendría entre sus manos, a medida que la tecnología avanzaría en su habilidad para liberarnos de un volumen considerable de trabajo. Tendríamos que prepararnos para experimentar sentimientos de pérdida y para luchar por encontrar actividades no laborales con sentido.
No tendría que haberse preocupado por eso. El capitalismo ha demostrado una y otra vez que siempre es capaz de incitar a sus súbditos a que sean productivos, incluso cuando piensan que están dándole duro al ocio. Y aun así sigue siendo pertinente la pregunta de cómo el ocio, o al menos el tiempo que no estamos trabajando, puede ayudarnos en nuestra vidas, no tanto como consecuencia de las predicciones que hacían las utopías tecnológicas keynesianas, sino de los renacidos debates sobre la renta básica universal, el sinsentido de categorías laborales enteras, las recuperaciones económicas sin trabajar, el rechazo al trabajo y una atención renovada hacia el no, o infra, recompensado trabajo asistencial.
Escritores como Thomas Piketty y Matt Bruenig señalan que para ser una cultura que considera el trabajo duro como uno de sus principios sagrados, existe una considerable cantidad de flujos capitales que se desplazan hacia ciertos individuos, que Bruenig denomina “ingresos pasivos”, bajo la forma de rentas, intereses y dividendos, o lo que es lo mismo, no en forma de salarios a cambio de trabajo. ¿Constituiría este grupo (terratenientes, accionistas y similares) una clase ociosa? Ellos lo negarían de forma vehemente. De hecho, eso es precisamente lo que hicieron los candidatos presidenciales de EE.UU. cuando realizaron sus afectados llamamientos a la clase obrera, desde la risible caracterización del uno por ciento que hizo Mitt Romney calificándoles de “creadores de puestos de trabajo”, hasta cuando Donald Trump aparece luciendo una gorra barata de camionero junto con sus trajes. A pesar de todo, esta gente sigue inventando infinitas maneras de mantenerse extremadamente ocupados, hasta el punto de llegar a padecer estrés. Aun en su estado de permanente aburrimiento, al menos Sylvia Tietjens habría tenido la decencia de poner la mirada en blanco.
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Traducción de Álvaro San José.
Este texto está publicado en The Baffler.
Autor >
Miya Tokumitsu (The Baffler )
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