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EL SALÓN ELÉCTRICO

Feminismo a tiros: la mujer en el Western

Ahí están ellas, sobreviviendo en las historias y en el cine. Mujeres insumisas y rebeldes a convertirse en víctimas que están dispuestas a coger un arma para defenderse

Pilar Ruiz 6/12/2017

<p>Godless (Netflix, 2017)</p>

Godless (Netflix, 2017)

James Minchin

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El gran género de Hollywood, el creador de los mitos fundacionales de los EEUU, odia a las mujeres. Eso afirman innumerables profesionales, críticos y cinéfilos. El mensaje caló en generaciones de espectadoras desconfiadas que no quieren ni oír hablar de fronteras, pistoleros, alambradas, desiertos, venganzas, cuatreros, indios o Séptimos de caballería. Un género situado en el siglo XIX, época pretérita de polisones y crinolinas en la que las hembras solo podían aspirar a vivir después de parir y quitar las botas a quienes no morían con ellas puestas. La ficción que da vida a la leyenda y la epopeya, ese escribir-inventar la Historia, no es femenino; ¿dónde cabrían aquí las mujeres? Condenadas como víctimas propiciatorias de una temática sanguinaria, excusas narrativas para que los hombres se enfrenten entren sí y, verdaderos protagonistas, desaten la narración. La violencia en el viejo Oeste acota ese territorio para el macho.

Sin embargo, ahí están ellas. Sobreviviendo en las historias y en el cine; contadas, fotografiadas sobre una tierra a la que mil veces llaman hostil, salvaje, llena de enemigos y peligros pero a la que puede que también amen, aunque allí no crezcan más flores que las del cactus. Como la flor de la analfabeta criada Hallie (Vera Miles) que nunca ha visto una rosa, en El hombre que mató a Liberty Valance (1962). Película que sintetiza la historia sentimental y política de todo un país, considerada obra cumbre de John Ford, su extraordinario guión es la adaptación de una novela. Y pocos sospecharían que está escrita por una mujer, Dorothy M. Johnson. Una escritora de novelas del Oeste. Como suele ocurrir con la mayoría de creadoras, parece que la posteridad siempre pertenece a otros: el reconocimiento también es un territorio hostil, aun por conquistar, si eres mujer. 

Después de todo, los hombres que escriben sobre la Frontera tampoco estaban allí. Todos tenemos nuestro material histórico procedente de las mismas fuentes impresas. La inclinación para escribir sobre la Frontera no es una característica ligada al sexo, como el pelo en el pecho.(D.M. Johnson)

Esta señora de Montana, nacida en 1905, periodista, editora y profesora durante toda su vida, escribió algunas de las más apasionantes historias situadas en ese lugar mítico. Recuperada del silencio para el público español gracias a la magnífica colección Frontera de la editorial Valdemar, la voz depurada, estremecedora y a la vez, profundamente evocadora de la señora Johnson, cuenta la dureza de la vida en el Oeste sin ocultar el dolor de la pérdida o de la soledad. La escritora destella en la creación de personajes complejos y profundamente humanos; como el más famoso homenaje del cine al periodismo –y a sus resortes políticos–; el editor alcohólico Dutton Peabody, adalid de la libertad de expresión en la que se basan todas las libertades democráticas. Enamorada de la cultura indígena, miembro honorario de la Nación de los Pies Negros, su punto de vista favorito era el de la mujer india, reflejado en la novela Buffalo woman. Cuando Dorothy consiguió convertir sus relatos en populares al publicarlos en revistas como Argosy, Collier's, The Saturday Evening Post y Cosmopolitan se puso el punto de mira de los cazadores de cabelleras literarias de Hollywood.

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Dorothy M.Johnson

La autora de las novelas en las que se basaron las adaptaciones cinematográficas de El árbol del ahorcado (Delmer, Davies,1959), El hombre que mató a Liberty Valance (Ford,1962) y Un hombre llamado Caballo (Silverstein,1970) fue una mujer que tras el penoso divorcio de un marido alcohólico que la dejó endeudada, se empeñó en ser independiente y libre sobre todas las cosas. Una superviviente de corazón indio. Bien sabía Dorothy que las mujeres del Oeste se definen por sobreponerse a la pérdida: la de sus padres, hijos, maridos, tierras o sustento; la de su identidad (raptadas) o su cuerpo (violadas) También, muchas veces, pierden la vida. Las que sobreviven, ya no pueden ser solo doncellas en apuros o detonante de una venganza: son duras como rocas. Y protagonistas.

El territorio desconocido del Oeste se convierte en metáfora de una conquista individual que necesita de la violencia para ser llevada a cabo, pero que también refleja miedos ancestrales comunes, amenazas fantasmales que perviven hoy día: el culto a las armas, el choque de culturas, el forastero como enemigo, el muro de Trump, su política de inmigración. Y un pecado original: el racismo de un país como los EEUU, construido por esclavos y emigrantes de todo el mundo, ganado palmo a palmo a  sus dueños originales hasta su total destrucción. Las películas del Oeste no solo forjan mitos, sino que los desvelan.

Enfrentados a esta realidad subterránea, la integridad de los personajes masculinos de ficción se resquebraja: esos machos rudos no pueden serlo tanto porque también han perdido mucho. Las heridas provocadas por este Salvaje Oeste se revelan como un fatum: quienes las sufren están condenados a quedar atrapados en una espiral de violencia de la que resulta imposible escapar. ¿Y ellas? A medida que el género madura, las mujeres ya no se limitan a esperar el regreso del héroe. La admiración paternalista del sacrificio y esfuerzo femenino en Caravana de mujeres (Wellman, 1951), teñida  todavía de sumisión a un machotón como Robert Taylor enamorando a bofetadas a una mujer de mala reputación, anuncian que ellas también son pioneras supervivientes de ese universo de peligros inciertos y reclaman sus derechos sobre él. La esencia trágica del Western da alas al protagonismo femenino: desde los griegos, sin mujeres no hay tragedia. Personaje trágico es Perla Chávez (Jennifer Jones) en Duelo al sol(Vidor, 1946), incapaz de escapar del destino violento al que le arrastra su propia condición de mestiza: de nuevo el racismo como temática latente y provocadora de violencias, con lo femenino como otro territorio a conquistar, incluso destruir.

Pero hay otras. En El dorado (1966), los más duros entre los duros –Wayne y Mitchum– quedan a merced de la mujer de una u otra manera: la bala que deja paralizado al gigante Wayne ha sido disparada por una jovencita y el alcoholismo suicida de Mitchum está provocado por un desamor. Hay una tercera en discordia: una mujer bromista y risueña –fuera dramas– que ha sido, sucesivamente, amante de los dos  tipos duros. Ahí están las chicas de Hawks, esas camaradas de los hombres, que les hablan de tú a tú. Charlene Holt, quien ya había hecho comedia con Hawks en Su juego favorito (1964) tiene alguna de las réplicas más picantes de la historia del Western, como cuando reprocha a Wayne ser un “mal amigo” por no querer compartirla con Mitchum. Todo un trío entre tiros.

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Reírse de Wayne, como Charlene Holt en El Dorado (1966) 

Y claro, está True grit. Tanto la versión de Hathaway (1969), como el remake de los hermanos Cohen (2010), están protagonizadas por un personaje fundamental en la mitología Western: el de la mujer decidida, valiente, de armas tomar. Y terca como una mula, que diría el mismo Wayne –especialista en interpretar hombres íntimamente destruidos, a pesar de las apariencias-. En este caso, el personaje es una adolescente: cuanto más frágil físicamente, más poderosa frente a la adversidad. 

La mujer implacable y delincuente también es personaje habitual del western clásico; dueña no solo de su vida, sino de la de los demás, ha aprendido a usar la violencia en beneficio propio. Las grandes estrellas femeninas de la época se lanzaron a la caza de estos papeles para poder interpretar a protagonistas al frente de bandas de forajidos: si la Ley no nos protege, estaremos al margen de la Ley. Marlene Dietritch en Encubridora (Fritz Lang, 1952) o Bárbara Stanwyck en Cuarenta pistolas (Samuel Fuller, 1957), se defienden a tiros si hace falta. Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954) y el duelo final entre Joan Crawford y Mercedes McCambridge, deja claro que en el western la mujer puede ser el centro de la acción, a pesar de que el título esté dedicado a un hombre.

Sería difícil aventurar un feminismo militante en estas películas, es cierto que la imaginería cinematográfica pocas veces ha dado modelos que discutieran el dominio masculino propio de Hollywood, desde mucho antes de la llegada de Harvey Weinstein. Aunque habría que diferenciar entre industria y arte, esa bipolaridad con la que tiene que lidiar todo cineasta en cualquier época. Mientras que la primera mantiene en sus cánones la sumisión narrativa del mundo femenino, el segundo libra su propia batalla: casi todos los directores aquí citados son grandes artistas, incluso “autores” en el sentido más francés de la palabra. Sus ficciones siempre tendrán más relevancia y peso que los miles de olvidables westerns de serie B que vomitaron durante décadas los misóginos estudios de la Meca del cine. Puede que estas películas del Oeste con visión femenina sean excepciones, pero la influencia que ejercen sobre la Historia del cine y sobre todo, de la cinefilia, resulta incuestionable y quizá contribuyan a desterrar esos prejuicios que han alejado a tantas espectadoras del género permitiéndoles descubrir por qué el Oeste fascinaba a alguien como Dorothy M. Johnson. 

Además, la mirada sobre ese mundo hace tiempo que cambió. En Sin perdón de Clint Eastwood (1992) son las prostitutas, el escalón más bajo de los tipos femeninos del género, quienes buscan cumplida venganza y desatan una orgía de sangre contratando al pistolero retirado William Munny. Y con Rápida y mortal (1995) Sam Raimi daba la vuelta a los roles con estilo juguetón, aun siendo absolutamente fiel a ellos: una bellísima Sharon Stone es la pistolera que debe vengar el asesinato de su padre y enfrentarse a los mejores tiradores del país encabezados por un malvado –y siempre extraordinario- Gene Hackman. La protagonista absoluta impone y reclama su escena de sexo con un Russell Crowe maniatado; después, como en el western clásico, el amor -o el sexo- solo tiene tiempo de ser un chispazo fugaz. Pero será ella, y no él, ese lonesome cowboy que se aleja en el horizonte.

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Pistolero encadenado disponible, ¿fantasía feminista?

Hoy, en medio de un movimiento mundial sin precedentes en pro de la igualdad de la mujer, el Western aspira a representar modelos femeninos de una modernidad compleja, quizá como repuesta a una militancia más consciente que utiliza el envoltorio histórico y de género como un recurso narrativo eficaz. Un redescubrimiento de arquetipos válidos alejados de la ñoñería y de la censura del politically  correct. En esta línea, llega cada año algún nuevo western a las pantallas. Es el caso de Brimstone (Martin Koolhoven, 2016), la historia de una mujer (Dakota Fanning) que lo ha perdido todo perseguida por un siniestro predicador. Aquí los arquetipos sirven para subrayar que la verdadera violencia no está en los clásicos tiroteos o en los ahorcados por la ley de Lynch, sino en el fanatismo, la pederastia y el incesto. O en clave claustrofóbica, The keeping room (Daniel Barber, 2015); escrita por la guionista Julia Hart, que con el fantasma de la violación siempre presente, cuenta el asedio de unos desertores a la casa unas jóvenes que sobreviven solas en plena guerra de Secesión. 

Todas estas mujeres insumisas y rebeldes a convertirse en víctimas están dispuestas a coger un arma para defenderse a sí mismas. La tendencia ha encontrado, cómo no, su voz en una serie. Godless, producida por Netflix, creada por Scott Frank y Steven Soderbergh, hace suyo el Western de estilo perfectamente clásico, elegante, sin estridencias. Siete capítulos protagonizados por las habitantes de un pueblo -no en vano llamado "La Belle"- en el que solo viven mujeres, desaparecida la mayoría de los hombres en un desastre minero, donde tienen que aprender a vivir sin ese Dios Patriarca encarnado en un predicador psicópata (Jeff Daniels). Sin Dios o contra él, rebeldes ante la norma, ya sea empuñando un arma o sin esconder su lesbianismo, entre hombres perdidos en un marasmo de venganzas y desesperación, ellas luchan solo por sobrevivir: ya han perdido demasiado. La Bella (“La Belle”) contra la Bestia encarnada en castigos bíblicos, ávidos usureros capitalistas, pistoleros racistas y violadores, indios en pie de guerra y maridos maltratadores, cae atravesada a balazos, a los pies de un grupo de mujeres armadas hasta los dientes, en una de las mejores escenas de “ensalada de tiros” rodada en los últimos tiempos. 

“El feminismo con sangre entra”, parece decir el Western moderno, ya sea en cinemascope o en una pantalla de Tv. Una sangre de ficción, de catarsis y reconocimiento, claro está. Pero la verdad es que no hay nada que empodere más que ver a una mujer cargar y recargar la palanca de un Winchester.

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Autor >

Pilar Ruiz

Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).

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2 comentario(s)

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  1. Lucas Reig

    El penúltimo párrafo es un spoiler o simplemente está mal redactado?

    Hace 6 años 3 meses

  2. Fernando

    Creo que el feminismo de la serie solo se encuentra en la publicidad que hace Netflix, y no creo que cargar un Winchester sirva para argumentar sobre la igualdad. En medio del tiroteo al que haces alusión aparecen dos de los actores protagonistas haciendo los alardes propios de su condición, y son quienes cierran la serie con una de las frases típicas del homoptriarcado.

    Hace 6 años 3 meses

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