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“¿Cómo está remendado? Con pedazos de ladrones, con pedazos de asesinos, el Mal cosido al Mal, cosido al Mal. ¿De veras cree que ese ser le va a dar las gracias por su monstruoso nacimiento? Se cobrará su venganza...”
'Frankenstein o el nuevo Prometeo', de Mary Shelley (1816)
Doscientos años después, el Monstruo sigue vivo. La locura del creador Víctor Frankenstein es hija de la ficción, pero también de la realidad: las consecuencias de la explosión de un volcán en Indonesia. Entre el 5 y el 15 de abril de 1815, la erupción más grande de los últimos 1000 años provocó un tsunami gigantesco en Bali, inundaciones en China y, después, una epidemia de cólera en la India. La nube de ceniza oscureció el cielo desde Australia hasta México y llegó al hemisferio occidental. En la Europa que salía de las guerras napoleónicas con una ola de Restauración, quemó trigales en Alemania mientras en Hungría caía una extraña nieve de color carne. Vientos helados, tormentas; la temperatura cayó en picado en toda Europa y la consecuencia más terrible fue la peor hambruna del siglo XIX. Así fue 1816, “el año sin verano”. Una catástrofe medioambiental de dimensiones bíblicas con eco de amenaza contemporánea.
El país europeo que sufrió con más rigor este “invierno volcánico” fue Suiza. Cerca de Ginebra, en la Villa Diodati junto al lago Lemán, en una noche célebre de tinieblas y frío, Mary Shelley parió su Criatura. Una villa visitada antes por el John Milton de “El paraíso perdido” y después, por Rosseau y Voltaire, enemigos íntimos. Mary, la madre del Monstruo, era a su vez hija del anarquista Godwin y de la filósofa Mary Wollstonecraft: una criatura de la Revolución Francesa desde la cual su madre escribió anomalías feministas (Vindicación de los derechos de la mujer, 1792). La mujer revolucionaria y sus reivindicaciones quizá sean el verdadero monstruo moderno.
“Creo que la novela de Shelley es, siguiendo la tradición de su madre, un alegato feminista. El monstruo de Frankenstein es una mujer oprimida por la sociedad de su época”, dice María Santoyo, profesora especialista en Historia de la fotografía y análisis de la imagen (Madrid, 1979).
Salido de las entrañas de un desastre ecológico, de una época de crisis política y económica llena de incertidumbre, rotas las viejas creencias en el paraíso perdido del Antiguo Régimen, el mito de Frankenstein reivindica hoy su vigencia, su capacidad para contarnos desde fuera del tiempo. Pero ¿por qué? ¿Tan leído es aún ese libro escrito hace dos siglos? ¿Cuál es su legado? ¿Sería un icono universal si no fuera por sus adaptaciones cinematográficas? ¿Si el cine no lo hubiera convertido en pura cultura popular?
Con la exposición Terror en el laboratorio: de Frankenstein al doctor Moreau, la Fundación Telefónica celebraba el aniversario del encuentro en Villa Diodati y mostraba el origen de los grandes temas de la ciencia ficción que siguen vigentes en la actualidad. María Santoyo y Miguel Ángel Delgado, comisarios de la muestra, responden a algunas de esas preguntas.
“El mito en sí persiste porque las mismas cuestiones a las que respondía en el momento de su creación por Shelley siguen aún abiertas. Es universal e intemporal porque los miedos a los que responde siguen vigentes. Y según todas las culturas van sumergiéndose en la revolución científica y tecnológica, van encontrando en la historia de la criatura la plasmación de sus miedos". opina Delgado (Oviedo, 1973) escritor, periodista y divulgador científico. Santoyo añade: “El Monstruo de Mary Shelley encarna contradicciones sociales y miedos profundamente arraigados en su tiempo, pero universales en tanto que no han sido superados. La dualidad de nuestros caracteres, la posibilidad de que lo peor que hay en nosotros conviva con lo mejor, la segregación o marginación social por cuestiones ajenas a nosotros mismos (el género, la procedencia, el aspecto físico, etc.), la posibilidad de crear seres artificiales de aspecto humano pero carentes de alma... Todos ellos asuntos perfectamente vigentes en la actualidad".
Ambos tienen claro el poder del cine sobre el mito original: “El monstruo de Frankenstein no es icónico en sí mismo; el icono es la caracterización que Boris Karloff hizo de él para la película de James Whale de 1931, y que convirtió el personaje complejo y atormentado de la novela original en un ser menos expresivo, por así decirlo, pero visualmente poderoso. El monstruo de la novela no era verde, ni gruñía, ni tenía tornillos en las sienes, ni se movía torpemente (al contrario). Pero la película de Whale caló profundamente en la cultura popular contemporánea con un antihéroe perfecto, con un look difícil de olvidar”, dice Santoyo. “Mis adaptaciones favoritas son La novia de Frankenstein, de Whale, que otorga entidad a un personaje femenino que en la novela solamente se da como posibilidad, y El Jovencito Frankenstein de Mel Brooks: me sigo partiendo de la risa con Igor”.
Elsa Lancaster y Boris Karloff en La novia de Frankestein (Whale, 1931)
Delgado coincide: “Mi favorita también es La novia de Frankenstein. Whale no quería hacerla, pero el estudio le convenció dándole carta blanca y se dio el capricho de hacer un prólogo en el que se remedaba la reunión de Villa Diodati, una cita culta que se llevó una buena parte del presupuesto y que difícilmente captaría el grueso de un público que sólo buscaba otra cinta de terror. Pero, ¿terror? Es una comedia, es tierna, es un juguete (la escena de los homúnculos alquímicos en sus frascos), el doctor Pretorius que es una versión desinhibida y gamberra del cargantemente abrumado doctor Frankenstein… Y esa creación de la Novia, cumbre de la burla pero también de la mayor humillación para un monstruo ya mil veces humillado. Ni un segundo sobra. Y si me tengo que quedar con alguna revisitación moderna, en la que parece imperar el volver a la fuente original, ninguna Criatura mejor que el Calibán de la serie Penny Dreadful”.
el Monstruo recuperado de entre los muertos por Víctor Frankenstein remite de manera metafórica a la propia esencia del cine y a su principal y específico método de expresión: el montaje
En el cine, la televisión, la literatura o el cómic, fabricada con pedazos de mitos como el del romántico Fausto y el Golem judío, inspirando a los robots rebeldes y los superordenadores asesinos, los replicantes de Blade Runner e incluso los mutantes de X-men, mientras la creación de órganos e incluso seres artificiales se convierte en una realidad peligrosa y ofensiva para muchos, la Criatura original creada por Mary sigue viviendo de su propia imagen: era y es un filón. Y hay algo más: el Monstruo recuperado de entre los muertos por Víctor Frankenstein remite de manera metafórica a la propia esencia del cine y a su principal y específico método de expresión: el montaje. Esas distintas imágenes que juntas cobran sentido mientras que por separado no son más que materia muerta a las que el montaje infunde vida remiten a la naturaleza del cine como arte de apropiación hecho con trozos de otras artes, de ideas, memoria, tradiciones, mitos… Llenándolos de luz pero con la oscuridad acechando en cada corte. Sea como sea, lo cierto es que el Monstruo de Frankenstein ha permanecido unido a la Historia del cine: su imagen ha impregnado el nuevo arte nacido en el siglo XX desde la versión muda producida por Edison en 1910, hasta las últimas películas llegadas de las fábricas de Hollywood.
La más icónica de todas las adaptaciones cinematográficas pertenece a los estudios Universal. Fundados en 1912 por Carl Laemmle, se habían especializado en terror ya desde el gran éxito en época muda con El fantasma de la ópera (R. Julian, 1925). Fue Drácula (Tod Browning 1931) la que empujó la adaptación al cine de la novela de Mary Shelley: Laemmle elegiría a James Whale, que había alcanzado una notable repercusión con El puente de Waterloo (1931) para dirigir Frankenstein. La Universal se convirtió en la fábrica de terrores más taquilleros, continuados por Whale en El caserón de las sombras (1932), El hombre invisible (1933) y La novia de Frankenstein (1935). Y el maquillado Boris Karloff se alzó como el Monstruo arquetípico y reconocible durante generaciones enteras, creando una fascinación explotada por factorías como la británica Hammer durante los años 50 y 60, con Terence Fisher dirigiendo a Peter Cushing y a Cristopher Lee –rostros del terror folletinesco ahora y siempre– como en La maldición de Frankenstein (1957), La venganza de Frankenstein (1958), Frankenstein creó a la mujer (1967), El cerebro de Frankenstein (1969) y Frankenstein y el monstruo del infierno (1973). Cientos de adaptaciones y de referencias certifican la inmensa popularidad del mito –ya casi exclusivamente cinematográfico–, hasta llevarlo al terreno de la parodia en El jovencito Frankenstein (o Fronkonstin), de un experto en la materia como Mel Brooks.
El jovencito Frankestein (Mel Brooks, 1974)
A la vez, aunque en otro terreno parodiable, se encuentra Jesús Franco, verdadero pionero del cine ibérico underground y sus delirantes homenajes al icono con Drácula contra Frankenstein (1972) y La maldición de Frankestein (1973). Reciclando los mitos del terror con el cutre-trash marca de la casa –escuela Roger Corman– y aliñado con el cine erótico del Destape, Jess Franco (nom de guerre), le hace la competencia a Ed Wood con sus legiones de fans hípsters. Claro que, para lisergias setenteras, nada como el Carne para Frankenstein (1973) de Morrisey –¿y Antonio Margheriti?–: un sub-sub-producto donde además del cineasta de la Factory warholiana, participan en el asunto el productor Carlo Ponti e incluso alguien tan incontestable como el guionista Tonino Guerra. Para entonces el mito ya ha pasado por la trituradora pop y está listo: la hamburguesa cinéfila llega al porno-gore y una “escena cumbre” en la que el científico tiene un coito con una vesícula biliar.
Justo en el lado opuesto se encuentra el Monstruo revisitado por Víctor Erice en El espíritu de la colmena (1973) pues también son incontables las películas en las que el mito revolotea de mil formas distintas, confirmando su influjo sobre el arte contemporáneo. Obra maestra de otra factoría, la de Elías Querejeta, El espíritu de la colmena usa de forma directa las imágenes de la película fundacional de Whale, pero también la esencia del mito como objeto metafórico de un tiempo pasado –el de la guerra perdida– que no termina de irse, identificado con un maqui huido descubierto por una niña.
El espíritu de la colmena, Víctor Erice, (1973)
Alejadísimo de cualquier prurito artístico, el cine comercial contemporáneo permanece instalado en las dinámicas de la serie B, pero alimentadas con presupuestos millonarios
Alejadísimo de cualquier prurito artístico, el cine comercial contemporáneo permanece instalado en las dinámicas de la serie B, pero alimentadas con presupuestos millonarios; por tanto, nada más fácil que recuperar una y otra vez el arquetipo del creador-inventor-científico (loco) y con él, el género de monstruos o engendros de manufactura humana. A veces Hollywood acude a las fuentes originales: cintas recientes como Yo, Frankenstein (S. Beattie, 2014) o Victor Frankenstein (P. McGuigan, 2015) no dejan de ser intentos de ordeñar una vez más los ya muy explotados personajes de Mary Shelley, pero con la antipatía que producen la falta de imaginación y el exceso de efectos digitales. También el intento por recuperar la esencia del mito literario fracasó en la adaptación de Kenneth Branagh, pretenciosa hasta en el título: Frankenstein de Mary Shelley (1994). En ella, unas anguilas creativas y un musculado y aceitoso Branagh reviven a un Robert de Niro mal remendado. La caída en el patetismo interpretativo del otrora brillantísimo Toro Salvaje, contagiado de Mal, puede que empezara entonces.
Tenía que ser un escritor –además de cineasta– del fuste de Gonzalo Suárez, quien trasladara el espíritu original y prometeico de los personajes de Mary Shelley al cine. Remando al viento (1988) es mucho más que una mera adaptación.
Remando al viento, Gonzalo Suárez, (1988)
Creación a partir de la creación, investigadora de la esencia del Mal, envuelta en la atmósfera mefítica del volcán asesino, con ese atormentado Polidori encarnado por Jose Luis Gómez y descubridora de un Hugh Grant que casi parece un doppelgänger de Lord Byron, poética, romántica, la película de Suárez podría ser aplaudida por aquellos hombres y mujeres excepcionales que una vez se reunieron a las orillas de un lago para contar historias de terror. Rodeados de tinieblas, no podían vislumbrar que algunos de esos relatos alcanzarían la posteridad y que escribirían, también en imágenes, nuestro presente y quizá, nuestro destino.
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Autor >
Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es "La Virgen sin Cabeza" (Roca, 2003).
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