Análisis
Naciones
La convivencia en Cataluña y en España en general se ve dañada por una idea nacional petrificada, ensimismada, obsesionada por las diferencias y propensa a una pureza imposible
Eugenio del Río 10/04/2018
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Todos llevamos, dentro de nosotros,
un auditorio oscuro
escuchando en silencio alguna historia
de seducción sin esperanza.
Joan Margarit, “Final de recital”
Estas páginas tienen como paisaje de fondo el actual marco político español en estos años de crisis suscitada por la ofensiva independentista en Cataluña y agravada por algunas de las respuestas –o la falta de respuestas– de las instituciones españolas.
Es frecuente que se empleen ciertos vocablos como si fueran unívocos cuando realmente no lo son. En el actual panorama político ocurre esto con diversos términos, entre ellos los referentes a las realidades nacionales, objetos complejos y variados donde los haya. Esto sucede señaladamente con la idea de nación. Se utiliza habitualmente como si estuviera claro de lo que se está hablando. No obstante, son diversos los contenidos que puede alojar esa palabra.
La polisemia de nación tiene bastante que ver con la complejidad y la variedad de las realidades a las que se pretende nombrar. Asimismo, se trata de una palabra operativa multidisciplinarmente, en ámbitos tan diversos como el de la historia, la teoría política, la filosofía moral, la antropología, la sociología, la psicología social… En el presente, la movilidad semántica guarda relación con la globalización económica, financiera, tecnológica, y con los importantes movimientos migratorios que han modificado la composición cultural de tantos países. La globalización, dicho sea de paso, viene tensando a los nacionalismos que pretenden conservar sus horizontes culturales en un contexto que los pone a prueba.
El ancho campo de sentidos que abarca este término va desde la nación política hasta la nación cultural, pudiéndose observar una rica gama de expresiones de ambas concepciones en el mundo real y un amplio abanico de combinaciones entre ellas.
Las naciones políticas, que se plasman en los Estados nación y también en las comunidades políticas autónomas, autogobernadas, federadas o confederadas, existen en el campo político y jurídico. Conciernen a las leyes, a la recaudación de impuestos y la hacienda pública, a la regulación de la actividad económica y financiera, a los sistemas de protección social, a la organización de la seguridad, a las estructuras políticas y a las relaciones institucionales que configuran los actuales Estados o los entes territoriales insertos en Estados más amplios.
Las naciones culturales, por su parte, son comunidades humanas unidas por ciertos lazos relacionados con la experiencia histórica, con determinados rasgos culturales, como la lengua, con una conciencia de pertenencia a un grupo nacional, con las costumbres, tradiciones y creencias colectivas.
Los Estados nación pueden corresponder a una nación cultural o, lo que es muy frecuente, a un conglomerado de grupos nacionales diferentes que generan entidades nacionales compuestas. A la inversa: una nación cultural puede disponer de un Estado propio o cohabitar con otras naciones culturales en el territorio de un Estado o de varios Estados distintos. Además, hay comunidades nacionales que disponen de unas instituciones políticas de autogobierno aun permaneciendo en el interior de un Estado arraigado en un territorio más vasto.
Los Estados nación pueden corresponder a una nación cultural o, lo que es muy frecuente, a un conglomerado de grupos nacionales diferentes que generan entidades nacionales compuestas
Una toma de conciencia de esta complejidad y de esta variedad aconseja un uso precavido de la palabra nación, evitando emplearla como si su sentido fuera claro, evidente y comúnmente admitido.
La ONU llama naciones a los Estados miembros.
La Unión Europea agrupa a Estados nación. Pero ello no le ha impedido consagrar un concepto de nación que corresponde al de nación cultural, con una preocupación particular por las minorías nacionales.
Alberto López Basaguren trajo a colación oportunamente la acepción aprobada por la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa en 2005. Se puede encontrar en el documento titulado El concepto de nación. Tal concepto “identifica a los grupos de personas con características históricas, culturales, lingüísticas o religiosas, como ‘naciones culturales’ que, por ser más pequeñas que el grupo mayoritario del Estado en que se integran, se denominan ‘minorías nacionales’. Como tales, disponen del derecho ‘a preservar, expresar y desarrollar su identidad nacional’. La pertenencia a una ‘minoría nacional’ –o ‘nación’– es una cuestión personal, que permite a cada individuo ‘definirse a sí mismo como miembro de una nación cultural’: se debe reconocer a cada persona ‘su derecho individual a pertenecer a la nación a la que siente que pertenece’. Una concepción que se concreta en el Convenio marco de protección de las minorías nacionales (1995), que ha sido desarrollado en la Cámara de las Regiones del Congreso de Poderes Locales y Regionales del Consejo de Europa. En la nación así reconocida –observa López Basaguren– desaparece cualquier vínculo con la soberanía”. (Alberto López Basaguren, “Hablemos (de nuevo) de nación”, El Correo, 27 de noviembre de 2016).
Así pues, la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa no tuvo empacho en servirse de la palabra nación en sentidos diferentes. Más aún, el informe distinguía los usos diversos del concepto de nación en cinco grupos de Estados diferentes. El ponente del informe sobre las naciones culturales, titulado “El concepto de nación”, fue el rumano György Frunda, representante del partido Unión de los Magiares de Rumanía, adscrito al Partido Popular Europeo.
Nación y naciones en España
Pero situémonos en el presente y, en concreto, en el proceso catalán. La Cataluña política constituida forma parte del Estado español (es un poder del Estado español al que representa en su territorio) y es, simultáneamente, una suerte de Estado nación –un co-Estado, si se me permite decirlo así– limitado en su soberanía por su integración en España y por su pertenencia a la Unión Europea a través del Estado español. Dispone de un alto nivel de autogobierno y de un importante poder económico. La faceta estatal de Cataluña hace problemático incluirla en la categoría de naciones sin Estado. Algo de Estado es. Y, como tal, posee un poder que le ha permitido acometer la nacionalización de la población catalana, como han hecho en otras latitudes tantos Estados nación. En Cataluña, la estructura política del autogobierno la –Generalitat– ha sido un factor clave en la construcción nacional.
A la vez, Cataluña es una sociedad en la que coexisten distintos sentidos de pertenencia nacional. Según el sondeo del Centre d’Estudis d’Opinió (CEO), publicado en febrero de 2018, un 8,0% de la población catalana se considera solo español; un 7,6% más español que catalán; un 41,0% tan español como catalán; un 18,6% más catalán que español; y un 21,7%, solo catalán. El 0,6% no se define (Enquesta sobre context polític a Catalunya. Muestra de 1.200 personas. Trabajo de campo realizado entre el 10 y el 30 de enero de 2018).
Tiene, pues, algo de Estado nación y podría decirse también, si nos atenemos estrictamente al concepto de minorías nacionales (o naciones) de la Unión Europea al que me he referido, que, al tiempo, integra dos naciones, definida la una por su negativa a reconocerse como española, mientras la otra asume un nivel de identificación con España en mayor o menor grado.
Cataluña es nación en tanto que comunidad política estatal. Y, es también el hogar de dos naciones, esto es, de dos parcelas de la sociedad caracterizadas por diferentes sentidos de pertenencia nacional
Cataluña es nación en tanto que comunidad política estatal. Y, es también el hogar de dos naciones, esto es, de dos parcelas de la sociedad caracterizadas por diferentes sentidos de pertenencia nacional. Cataluña es una nación de naciones, en el sentido de la Resolución de la Unión Europea.
España, por su parte, es un Estado nación y, también, una agregación de realidades nacionales (en varios casos, naciones, tanto en cuanto a naciones culturales como a las naciones políticas formadas por los Estados autónomos o autogobernados). Desde este punto de vista no es arbitrario hablar de España como una nación de naciones.
Las reflexiones a propósito de unos conceptos tan polisémicos no tendrían por qué generar ningún casus belli si prevaleciera el propósito de describir y explicar unas realidades políticas, sociales y culturales complejas. Pero nadie ignora que pisamos arenas movedizas, dado que la afirmación o la negación de la existencia de una nación, sea esta España, Cataluña, el País Vasco u otras, tienen implicaciones ideológicas y políticas de primer orden.
No se está hablando solamente de lo que determinada realidad es sino de cómo debe ser designada, y de las implicaciones jurídicas y políticas que se vinculan a una u otra forma de nombrar la cosa.
No estamos diciendo cómo es Cataluña o el País Vasco o Galicia. Ni cómo es España. Se trata de algo más grave: nos encontramos apresados en el terreno vallado de las ideologías, en el que se libra una intensa batalla por la hegemonía cultural y política.
Puesto que tanto el nacionalismo español como el catalán no admiten la posibilidad de que existan dos naciones sobre un mismo territorio, la reclamación del título de nación se inscribe en una pugna de suma cero: si España es nación, Cataluña no lo es, o si Cataluña es nación no hay más nación en su territorio. Según este punto de vista, es inadmisible la idea de nación de naciones.
Cuando la Constitución española de 1978 distingue entre nación, por un lado, y nacionalidades y regiones, por otro, establece que la nación española (el pueblo español asentado en el conjunto de su territorio) es el sujeto soberano de manera exclusiva, mientras que las nacionalidades y las regiones no lo son. No obstante, estos conceptos, a los que se les supone cargados de significado, en ningún momento son definidos. El artículo 2 sanciona “la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”.
Años más tarde, el Preámbulo del Estatut de Catalunya de 2006 mencionó la nación catalana, lo que motivó una consideración del Tribunal Constitucional (sentencia de junio de 2010) en la que deja sentado que “la nación que aquí importa es única y exclusivamente la nación en sentido jurídico-constitucional. Y en ese específico sentido la Constitución no conoce otra que la Nación española”. Y agrega que esa referencia del Preámbulo a la nación catalana carece de cualquier valor jurídico, por lo que –afirma– no puede ser objeto de un recurso de inconstitucionalidad.
Dos polos
En lo tocante al proceso independentista catalán, la idea de nación se ha utilizado profusamente por quienes están en contra y por quienes son favorables a la independencia. En un caso se trata de la nación española, en el otro, de la nación catalana.
He de advertir que en las líneas que siguen no hablaré de dos campos políticos. El independentista en cierta medida lo es, pero con las conocidas divisiones que, precisamente en la actualidad, están manifestándose con acusada intensidad. El anti-independentismo o el no-independentismo no constituye un campo congruente y bien delimitado política e ideológicamente. Pero la diversidad dentro del universo que no coincide con el independentismo no es el objeto de estas líneas; daría materia sin duda para un extenso artículo.
No aludiré a dos campos políticos sino a dos polos ideológicos relativamente heterogéneos, que están dejando oír su voz con especial fuerza: uno, en el independentismo, y el otro en el españolismo más radical y tradicional.
Ciertamente, ni en el independentismo catalán ni en el PP o en Ciudadanos todo el mundo suscribe con el mismo entusiasmo la idea de nación de la que hablo en el presente escrito.
En el independentismo catalán hay puntos de vista parcialmente variados sobre la realidad nacional catalana. Y cabe decir que la heterogeneidad es mayor desde que las filas independentistas han crecido sobremanera en la última década
En el independentismo catalán hay puntos de vista parcialmente variados sobre la realidad nacional catalana. Y cabe decir que la heterogeneidad es mayor desde que las filas independentistas han crecido sobremanera en la última década. El independentismo más minoritario de hace 15 o 20 años era más homogéneo –estaba más impregnado por las ideas nacionalistas tradicionales– que el de hoy. Una parte del independentismo se mantiene relativamente alejado de diversos aspectos del mundo ideológico pujolista. Por ejemplo: “El independentismo que da apoyo a ERC, joven, mestizo y urbano, parece agrupar tanto a independentistas de toda la vida, como a personas que han encontrado en la independencia la solución a la quiebra del sistema político español. El retrato robot del votante de JxCat, en cambio, es el de un independentismo identitario, basado en las raíces, el origen y la preservación de las tradiciones”, afirma Oriol Bartomeus en este artículo.
En la CUP se despliega todo un abanico de ideas sobre el particular, con sectores más cercanos al nacionalismo clásico y otros más distantes. Se pueden leer incluso afirmaciones como la que sigue, inimaginable en el independentismo de hace algunos años: “Todas las naciones son –escribe Jaume López–, en su configuración actual, un invento de los nacionalistas. (…) Las naciones no proceden del reino de la naturaleza, como nada de lo que forma parte del orden social y cultural (…) y de todo aquello que tenga que ver con la creación humana. En este sentido, no parece que sea muy distintivo afirmar que una nación es artificial. Más bien parece un arma arrojadiza con la que algunos nacionalistas pretenden descalificar a otros nacionalistas y a las naciones que defienden”. (La independencia de Cataluña explicada a mis amigos españoles, Barcelona: RBA, 2014, p. 51).
En cuanto al polo más marcadamente españolista, no es seguro que ni siquiera en el Partido Popular esté firmemente instalada una misma visión de España, y que esa visión permanezca constante. Por supuesto, pesa mucho en él un españolismo en el que se vislumbran los nexos con la cultura política de las élites franquistas y con sus políticas centralistas. Puede más un difuso y tácito temor a la diversidad que una voluntad agregadora e incluyente. Es un españolismo usualmente desconfiado que disimula mal su aversión hacia Cataluña. El famoso tancredismo de Mariano Rajoy –quedarse mirando, mientras las cosas se pudren, con la esperanza de que el curso de los acontecimientos le beneficie– está relacionado con esta mentalidad para la que Cataluña es una pieza incómoda con la que no se sabe muy bien cómo conducirse. Pero esto puede compatibilizarse en ocasiones con puntos de vista más flexibles.
Además hay en el PP un oportunismo extremo en la gestión de los asuntos nacional-emocionales, que le lleva a mostrarse voluble según las distintas coyunturas. En función de los aires que corren en cada momento en su electorado, por no mencionar el condicionamiento que supone el número de escaños con los que cuenta en el Congreso, interpreta un papel españolista más o menos pronunciado. Más acusado, obviamente, cuando cuenta con una mayoría absoluta de escaños, que le permite prescindir de los votos de la derecha nacionalista catalana o de los del Partido Nacionalista Vasco.
El mismo José María Aznar, que alardeó de catalanismo cuando necesitaba el apoyo de la derecha nacionalista catalana para poder gobernar, y que negoció con ETA, aplaude hoy el frenesí españolista de Ciudadanos –que actualmente recoge los réditos de su anti-independentismo–, al tiempo que reprocha a los dirigentes actuales del PP la supuesta tibieza de su españolismo. Por otro lado, la ansiosa búsqueda en el PP de un enemigo de sustitución, ante el mutis de ETA, le ha llevado a hacer del independentismo catalán el enemigo útil, pero le ha salido el tiro por la culata: ha sido Ciudadanos quien se ha llevado el premio ante el estupor de la vieja derecha.
En relación con los dos polos mencionados, parto de los siguientes supuestos:
1. Ambos hacen suyo un concepto similar de nación, aunque referido, claro está, a realidades distintas; en un caso se trata de Cataluña, y en el otro del conjunto de España.
2. El destacado lugar que ocupa en ambos casos ese concepto de nación es un factor que alimenta el actual conflicto y que levanta una temible barrera para la búsqueda de una solución.
Coincidencias entre opuestos
El concepto que hacen suyo los dos polos antagónicos mencionados posee los siguientes componentes distintivos.
1. No comparten una idea de las naciones que se ha ido abriendo paso en la historiografía. Tal idea percibe a las naciones como creación o invento de los seres humanos.
Fue la perspectiva de Eric Hobsbawm. No las consideró como una entidad social primaria ni inmutable. Recalcó “el aspecto de artefacto, invención e ingeniería social que interviene en la construcción de naciones” (Eric Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780, 1990, Barcelona: Crítica, 1991, p. 18).
Benedict Anderson habló de las naciones como comunidades imaginadas (Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, 1983, Fondo de Cultura Económica, México, 1993).
A lo mismo se refirió Etienne Balibar con estas palabras: “Toda comunidad social, reproducida mediante el funcionamiento de instituciones, es fruto de la imaginación, es decir, reposa sobre la proyección de la existencia individual en la trama de un relato colectivo, en el reconocimiento de un nombre común y de las tradiciones vividas como restos de un pasado inmemorial (aunque se hayan fabricado e inculcado en circunstancias recientes)” (Etienne Balibar, “La forma nación: historia e ideología”, en el libro Raza, nación y clase, 1988, en colaboración con Immanuel Wallerstein, Madrid: Iepala, 1991, p. 145).
Tanto en el nacionalismo español como en el catalán han echado raíces una idea emparentada con Herder y Fichte (Véase: Javier Villanueva, Diccionario crítico de la autodeterminación. Pensamiento europeo (1750-1919), Donosti: Gakoa, 1990). Esta concibe a las naciones no como algo construido por sociedades determinadas, expresión de la voluntad de los individuos, algo contingente y cambiante, sino como una entidad objetiva y orgánica, un legado del pasado, que se desea inmutable.
Como es bien sabido, ha sido José Álvarez Junco quien ha ahondado más en las identidades nacionales (y nacionalistas) en la España moderna, desde su obra Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Madrid: Taurus, 2001, hasta Dioses útiles. Naciones y nacionalismo, Madrid: Galaxia Gutemberg, 2016, pasando por el libro por él coordinado Las historias de España. Visiones del pasado y construcción de identidad, Barcelona y Madrid: Crítica/Marcial Pons, 2013.
La lente con la que enfoca las realidades nacionales españolas no es, desde luego, la de Herder y Fichte. Al contrario: “La identidad española, como cualquier otra, es una construcción histórica, producto de múltiples acontecimientos y factores, algunos estructurales pero en su mayoría contingentes. Es decir, que no hay nada atribuible a designios providenciales o misteriosos, ni tampoco a un espíritu colectivo que habite en los nativos del país desde hace milenios. Dicho de otra manera, no hay nada parecido a un ‘genio nacional’ español. Y no hay tampoco ninguna excepcionalidad, anormalidad o ‘rareza’. (…) En el análisis de los distintos casos nacionales, he procurado rechazar todas las explicaciones que tengan que ver con esencias, mentalidades, caracteres colectivos o ‘formas de ser’ de los pueblos. (…) Las naciones son construcciones históricas, de naturaleza contingente; y son sistemas de creencias y de adhesión emocional que surten efectos políticos de los que se benefician ciertas élites locales”(Dioses útiles, p. XIV, XVI y XIX).
En relación con las cuestiones tratadas en este escrito poseen notable interés los libros de Juan Pablo Fusi, España: 1808-1936. La evolución de la identidad nacional, Madrid: Temas de hoy, 2000, y Las identidades proscritas. El no nacionalismo en las sociedades nacionalistas, Barcelona: Seix Barral, 2006.
2. Quienes sostienen la idea de nación que estoy comentando entienden que no son posibles las síntesis ni una coexistencia equilibrada y armónica entre dos naciones o más en un mismo territorio. El ideal, no siempre explicitado, es el binomio un Estado nación/una nación cultural.
Y, sin embargo, España en su conjunto y Cataluña son realidades nacionalmente mestizas.
De conformidad con el mencionado concepto europeo de la nación cultural, escribió López Basaguren en el texto antes citado, “El reconocimiento de la existencia de diferentes sentimientos nacionales y, por tanto, de diferentes ‘naciones’ dentro de un mismo Estado, no es –no debe ser– un problema. Aunque en España lo es. Por una parte, porque –como en Francia–, aferrada a un concepto absorbente de nación como sujeto político de la soberanía, la mayoritaria considera que la condición de nación solo puede atribuirse al pueblo español, en su conjunto. Y, por otra, porque quienes pretenden el reconocimiento de su comunidad minoritaria como tal reclaman para ella la aplicación de ese mismo concepto político; y lo identifican con el conjunto de la comunidad asentada en su territorio, compulsivamente, eliminando el sentimiento individual que está en su base”.
Ignacio Sánchez-Cuenca, en su reciente obra La confusión nacional. La democracia española ante la crisis catalana (Madrid: Los Libros de la Catarata, 2018, pp. 53 y ss.) aborda críticamente este problema y trae a colación algunos fragmentos sumamente expresivos del libro de José María Aznar Cartas a un joven español (Barcelona, Planeta, 2007), en el que se rebela contra la idea de que España sea concebida como una nación de naciones.
En este punto hay coincidencia entre contrarios. El ser nación se inscribe en un horizonte excluyente: si España es nación no caben más naciones en su interior; si Cataluña es nación, la nación española es exterior a la nación catalana, permanece extramuros. No importa que una parte importante de la población catalana se sienta española en mayor o menor medida.
3. En ambos casos se suele reconocer comúnmente cierto grado de heterogeneidad en la población en lo tocante a la lengua o a los sentimientos nacionales, pero no todos los elementos característicos tienen el mismo rango. Al referirse a España abundan quienes tienen por más español lo que está más implantado en la población española, sobre todo la lengua castellana.
El articulista independentista Enric Vila admite que quienes viven en Cataluña son ciudadanos catalanes pero reserva para unos el título de catalanes mientras que denomina a los demás españoles (Enric Vila, “Etnico”, elnacional.cat, 5 de agosto de 2016). En un contexto ideológico, el del independentismo catalán, en el que lo español se relaciona con algo exógeno y está cargado de connotaciones negativas, esta apelación está lejos de ser inocua. Así lo confirman abundantes mensajes como el que lanzaba recientemente Bernat Dedéu, poco preocupado por disimular su aversión hacia lo español, encarnación de numerosos males: “Yo creía que nuestra revolución, nuestra tarea cultural, era la de fundar un nuevo Estado para alejarlo de los vicios españoles, su ley autoritaria y su economía clientelar” (Bernat Dedéu, “La nostra revolució cultural”, elnacional.cat, 11 de febrero de 2018). En suma: hay que alejarse de lo español, empeño que suscita algunos problemas delicados cuando una buena parte de la población catalana se identifica como española.
Los valedores de la nación española y de la nación catalana en las versiones que aquí estoy considerando tienen dificultades para digerir la diversidad realmente existente y se muestran incapaces de impulsar una transversalidad incluyente.
Su adhesión a una concepción de la cultura nacional auténtica y purapropicia políticas tendencialmente homogeneizadoras, que chocan con el derecho a ser diferente y con el respeto de la autonomía individual. La presión nacionalista colectivizadora o nacionalizadora coacciona a los individuos en una dirección identitaria determinada.
Los recelos hacia lo diferente, tanto en el nacionalismo español como en el catalán, dificultan la promoción de comunidades cívicas, acogedoras de la diversidad, en las que cobren vida un sustrato sentimental y un sentido de la solidaridad y de la cooperación compartidos, necesarios ambos para la convivencia en una nación política plural.
4. La identificación de la nación, sea esta española o catalana, con un modo de ser nacional encarnado solo por una parte de la sociedad da pie a que se tome a esa parte como representante de la totalidad. Esto ocurrió con la consulta de 1 de octubre, cuando escuchamos a representantes del independentismo asegurar que se había dado un mandato a las instituciones políticas. Afirmaban que Cataluña había optado por la independencia, pese a que solo lo había hecho una fracción, importante pero minoritaria, de la población catalana. Al parecer, esa minoría creía disponer de un voto de calidad. La parte podía hablar y decidir en nombre del todo.
5. Esta idea nacional suele llevar aparejada una hipertrofia del sentimiento de pertenencia nacional y su primacía sobre otros factores de identidad (sociales, religiosos, de género, etc.), lo que obstaculiza una reducción del peso relativo de la identidad nacional y la gestación de identidades nacionales múltiples, las cuales a mi parecer facilitan una convivencia pluralista.
La adhesión a esta idea de nación se ha extendido por el mapa político e ideológico, no solo en la derecha sino también en la izquierda, en Cataluña y en el resto de España. La influencia de las ideas del nacionalismo catalán ha irradiado en sectores de la población que anteriormente no se ubicaban en ese universo ideológico y que han sido abducidos por él. El nacionalismo español, por su parte, ha arraigado en los grandes campos de la izquierda tradicional, adquiriendo desde hace muchos años una tonalidad específicamente anti-catalanista, que se ha acrecentado en los últimos años de auge del proceso independentista.
La izquierda ha afrontado deficientemente, sin criterios consistentes y con unas perspectivas frágiles. Grandes campos políticos como el del PSOE y el del PSC se ven tensados por nacionalismos diferentes, con las consiguientes dificultades para acordar un mismo rumbo político, claro y coherente.
Resonancias
El antagonismo que se viene registrando en relación con el proceso independentista catalán ha sido el medio en el que se han desarrollado unas miradas radicales de la propia nación, sea la española o la catalana.
El concepto de nación que opera socialmente a ambos lados de la trinchera tiene efectos sobre la política y la convivencia. Es un factor no muy nítido, relativamente confuso, pero tenaz y eficaz.
El recurso a la idea de nación en los términos que he apuntado puede ser útil para importantes agentes políticos. Les proporciona una palanca pero, al propio tiempo, los convierte en prisioneros de los sectores sociales en los que esas ideas arraigan, con lo que se reduce el margen de maniobra de las élites, limitando sus posibilidades de llevar a cabo gestos políticos audaces o flexibles alejados del guión establecido y encaminados a la búsqueda de un entendimiento transversal. Este es hoy uno de los obstáculos principales para promover una cultura política del diálogo y de la búsqueda de acuerdos.
Si se pone en primer plano ese concepto, referido uno a España y el otro a Cataluña, el margen para ponerse de acuerdo se restringe inevitablemente. Al basarse en una idea de nación similar, aunque aplicada a objetos diferentes, dado su carácter rígido, absoluto, maximalista e intocable, se reducen sobremanera las posibilidades de concluir acuerdos. Gana una parte o gana la otra. No pueden ganar las dos al mismo tiempo. Y lo que viene sucediendo hasta hoy es que una gana en una parte de la sociedad y la otra en otra, alzando fronteras entre ambas.
Esa idea de nación está encadenada a una noción dura de la política, centrada en el conflicto. Cuadra bien con unas inclinaciones políticas unilaterales; con unas prácticas en la que la confrontación ocupa mucho espacio y el diálogo poco y, por momentos, ninguno, que entorpecen los compromisos entre diferentes. La relación entre las partes se cortocircuita. Se tiende más a la imposición que al entendimiento. No produce fluidez en las relaciones, ni alienta la confianza y la lealtad. Impulsa la evasión hacia una esfera ideológica en donde residen las diferencias y en la que es difícil la confluencia y los pactos.
No ayuda a caminar hacia un statu quo aceptable para las partes sino hacia la reproducción de los conflictos entre grupos nacionales.
La convivencia en Cataluña y en España en general se ve dañada por esa idea nacional petrificada, ensimismada, obsesionada por las diferencias y propensa a una pureza imposible. La convivencia necesita ir de la mano de un concepto de nación más acorde con una realidad cambiante y plural, lo que requiere que nadie vea constreñidos sus sentimientos de pertenencia ni sus aspiraciones, a la independencia, a la autonomía, a la federación u otras.
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Eugenio del Río fue uno de los fundadores del MCE. Ha escrito entre otras obras, Primeros pasos de Podemos. 2014-2015 (Gakoa, 2016), Liderazgos sociales (Talasa, 2015), y De la indignación de ayer a la de hoy. Transformaciones ideológicas en la izquierda alternativa en el último medio siglo en Europa occidental (Talasa, 2012).
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Eugenio del Río
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