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Crispación

El asco y la violencia política: España 2020

La cancelación del interlocutor como un igual es lo que destruye el terreno de juego democrático, como destruiría cualquier conversación el hecho de negarle el respeto elemental a un participante

Cristina Peñamarín 30/10/2020

<p>Todo bajo control.</p>

Todo bajo control.

J.R. Mora

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En ocasiones, quienes sufren ciertas políticas quedan como anonadados, demasiado vapuleados para reaccionar, para hacer otra cosa que no sea evitar ver y oír a sus gobernantes. Procuran desentenderse de ellos para vivir como si pudieran olvidar cuánto condicionan sus vidas. Pongamos por ejemplo España y Madrid este otoño de 2020. Vivir en Madrid se ha convertido en una experiencia de miedo y de hartazgo, el hastío que sigue a la reiteración de la rabia impotente. No sólo hemos tenido en el mes de septiembre la más alta tasa de infección por covid 19 de Europa, lo que da mucho miedo. Además, las personas que han necesitado atención médica por motivos diferentes del covid cuentan de centros de salud y hospitales saturados, personal médico y sanitario desbordado que, incapaz de atenderles, les da cita para uno o varios meses después de cuando la necesitan. El gobierno de Madrid no ha hecho ninguna de las cosas que hoy sabemos eficaces contra este coronavirus. Es bien sabido, y me disculpo, pero quiero repetirlo, dejan abandonado, sin apoyo ni refuerzo suficiente al personal sanitario, agotado tras el enorme esfuerzo de la primera ola de covid, para afrontar ahora la segunda y terrible ola de la infección con el mismo triste estado de la sanidad madrileña; nunca ha habido rastreadores, la primera medida que funciona, según los epidemiólogos, para aislar infectados y contener la difusión del virus; la gente sigue viajando apiñada en los vagones del metro en las horas punta, etc., etc.

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Como ciudadana no veo ineficacia en una administración que ha tenido meses para tomar esas medidas necesarias para contener la propagación del virus, medidas que había prometido y para las que ha recibido recursos extra, y no las ha tomado. Veo sobre todo descaro. Al igual que a mí, supongo que a muchos se nos hace evidente que la salud de los habitantes de Madrid les importa muy poco a sus gobernantes. Pero inmediatamente comprendemos que nuestro punto de vista está descartado, esos gobernantes lo ignoran porque sus políticas y sus discursos se dirigen a otro público. Y fácilmente sentiremos rabia ante ese desprecio por lo que vemos como evidente e indispensable. Pero no es nada nuevo, Berlusconi, Bolsonaro, Trump y el propio PP ya lo han probado antes. Se llama polarización, si bien ese término, como crispación y confrontación, blanquea esas políticas trumpistas, porque supone dos partes enfrentadas e igualmente responsables del enfrentamiento. Sin embargo, no es verdad que dos no luchan si uno no quiere, pues hay formas de confrontación política que destruyen el terreno de juego democrático y que hay que llamar violentas.

En esta forma de violencia política coinciden la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, IDA, la ultraderecha de Vox y el PP como líder de la oposición nacional, aunque está por ver si quiere ahora marcar perfil propio y diferenciarse de la ultraderecha. A la presidenta madrileña, como a esa derecha, qué sea eficaz contra la pandemia no le importa (por algo se producen en la consejería de sanidad de Madrid continuas dimisiones y deserciones). Nos parece claro que no pretenden controlar la pandemia, aunque sí la percepción de la pandemia y de la situación en general. Hacen política (por ejemplo, a principios de octubre se aprobó la nueva ley del suelo de Madrid, que suprime las licencias y liberaliza el suelo, e inmediatamente después ciertas grandes constructoras incrementaron su valor en bolsa ante el regreso de la economía del ladrillo). Hacen su política, y, sin embargo, todo lo que se percibe de ellos es la declamación continua, dedicada a caldear el espectáculo y la batalla. No es sólo la lógica de los medios, ávidos casi siempre de drama y espectáculo, es un diseño político que tiene en cuenta las preferencias de los medios en una estrategia que los utiliza y pervierte, como hace con las instituciones de la representación política.

En la grave crisis sanitaria, social y económica en que nos encontramos, esta derecha pone en primer plano siempre la intrínseca maldad de su enemigo político. Desde que se formó en enero el gobierno de coalición PSOE–UP, las voces de esta derecha declaman en mil modos que es ilegítimo y que es a esa izquierda en el gobierno del país a quien se deben todos los males, cualesquiera que sean. E insisten en esa terrible pintura hasta que la maldad de ese enemigo adquiere, para quienes las escuchan, unas proporciones mucho más peligrosas y amenazantes que la pandemia y la crisis mismas. El objetivo prioritario y perentorio de sus discursos es salvarnos del desastre mayor que supone ese gobierno, acabar con él. La inquietud que la grave situación suscita sirve como palanca para orientar la atención y las emociones, para hacer ver a su público esa crisis multifacética como una situación de riesgo vital necesitada de urgente intervención contra el enemigo deleznable al que hace responsable del desastre.

Es una estrategia transparente para buena parte de la población, la denuncian sin cesar políticos, periodistas, comentaristas y públicos relativamente favorables a la otra opción, a dar un apoyo más o menos crítico al actual gobierno PSOE–UP. En esta terrible situación, lo que le importa a esta derecha, dicen, decimos, es sobre todo el relato, poner en primer plano su relato del enemigo feroz. Han creado un arma narrativa singular, aunque repita un esquema consabido, con sus particulares personajes monstruosos encarnando el papel del villano y sus distintivas villanías. Un relato que tiene que persuadir a su audiencia y construirse como extremo pero verosímil. Y que para funcionar como se pretende debe reforzar dos aspectos, el factual, los “hechos”, y el emotivo, hacer que el antagonista sea percibido por su público como inadmisible y como enemigo personal y propio.

La construcción del enemigo se dirime en el terreno de los sentimientos morales. En los años 2000 no era raro oír a personas de derechas decir que el presidente Zapatero les daba asco. La actual estrategia ya está muy probada, la derecha española la ha utilizado a fondo antes y, como entonces, tiene el objetivo de negar a la izquierda, o a cierta izquierda, el derecho a ser una voz autorizada y a realizar las políticas para las que los electores la han elegido. El ataque en cada momento denuncia algo gravemente inmoral, repelente e indigno en el otro, le define por la bajeza, la hipocresía, la depravación, que un destinatario con un mínimo de dignidad e integridad no puede no rechazar (quien se indigna ante tal bajeza queda por eso mismo elevado, a sus propios ojos, en su estatura moral). La reiteración de estas formas de desprecio profundo, exasperado con los más graves insultos, y “justificado” (por los “hechos” que crea como evidentes para su público) produce, primero una naturalización de la imagen degradada del otro, que puede ser tratado siempre con desdén y hasta con grosería. Al fin, la presencia reiterada de esos personajes desdeñables produce una saturación y una repugnancia moral a menudo indistinguible del asco físico, el afecto que nos impide soportar la mera presencia de lo que nos repugna. El asco señala la barrera a la vez moral y física, sentida como una natural reacción corporal, por la que ‘yo’ espontáneamente rechazo a otro como indigno, insufrible, sin lugar en el mundo aceptable.

Hemos podido hacernos la ilusión de que este aborrecimiento de la izquierda en el poder afectaba únicamente a los votantes de VOX y al sector más tradicional del PP. Pero hoy muchas personas que entendíamos como no fanatizadas por ese discurso, y que incluso han podido votar anteriormente otras opciones, repiten sus mantras y vemos en ellas el mismo rechazo convencido, cargado de rabia y asco hacia esa izquierda. El poder del relato de la maldad de quienes hoy están en el poder parece extenderse más allá del sector tradicional de seguidores de esa derecha y, en cualquier caso, alcanza en buena medida su objetivo. El bloqueo de las instituciones democráticas, el Parlamento, el poder judicial, la coordinación entre autonomías y gobierno central, están plenamente justificados por su público (dada la urgencia de acabar con el insufrible antagonista) e impide u obstaculiza cuanto puede el ejercicio del poder, por ejemplo, para combatir eficazmente la pandemia. Y, sobre todo, destruye el espacio mismo del ejercicio de la democracia. No hay interlocutor de ese discurso. No se dirige a un ámbito político de discusión y confrontación con otros. Sólo admite la expulsión del otro fuera del espacio común, la negación del pluralismo democrático.

El terreno de juego democrático, o la esfera pública, sólo existe si existen las reglas que hacen el juego posible, las reglas que permiten discutir, negociar y acordar soluciones entre los jugadores, los representantes de los “demos”. Son reglas bien conocidas porque son, básicamente, las que nos permiten cada día conversar con quien sea y que tienen como condición primera que haya dos o más interlocutores que participen con igual derecho en esa conversación. Cuando un participante autorizado, protegido por las reglas de la institución, el Parlamento, pongamos, insulta gravemente a un interlocutor, le niega el respeto que define la relación con un igual. El insulto es como la bofetada, si no se rechaza de inmediato, se acepta, o al menos se acepta que esa imagen de la propia degradación quede sin respuesta, como si fuera posible o admisible. En la política mediatizada esa imagen de algo o alguien degradado se hace pública, a menudo ocupa el primer plano de la escena, y queda como una prueba o una evidencia en el espacio abierto a todos de que es posible tratar así a ese interlocutor. Este, evidentemente, ha de rechazar el insulto, con lo que el efecto que ese intercambio produce en las audiencias, tras la selección mediática de lo más llamativo, es inevitablemente el de una pelea de gallinero. En esto, muchos públicos muestran un gran acuerdo, los políticos no hacen más que pelearse –y de la manera más inaceptable, supuestamente todos –. Esos insultos pesan, porque no son las expresiones propias de un desacuerdo o de la crítica a un adversario, son invectivas e injurias que sólo merece el antagonista más falaz, traidor y peligroso. Presuponen ese despreciable enemigo y son fundamentales para crearlo. Con esas mismas armas embisten en el Parlamento como un elefante en una cacharrería y así han hecho inviable durante meses el parlamentarismo en España, han destruido ese espacio clave de las democracias.

Es la cancelación del interlocutor como un igual lo que destruye el terreno de juego democrático, como destruiría cualquier conversación negarle el respeto elemental a un participante. Los méritos que ha hecho ese antagonista para merecer su expulsión del espacio común se desgranan en el relato que enlaza ciertos “hechos” clave. El primer “hecho” que sirve para caracterizar al gobierno del país es el haber alcanzado el poder gracias a un engaño, una moción de censura fraudulenta, como esos discursos martillean constantemente. No importa que este gobierno haya llegado al poder tras dos elecciones generales, como tampoco que el Tribunal Supremo haya confirmado las condenas por la enorme corrupción del PP. No importan esos hechos, esa derecha tiene sus propias “evidencias” (La sentencia del TS supone una “reparación moral” para el PP, afirma Rajoy). Mantener el relato requiere una continua construcción de “hechos” que actúan como evidencias en sus discursos y justifican los argumentos y, sobre todo, las descalificaciones. Son hechos alternativos, como se dice, sostenidos unánimemente por esos políticos y por los medios que les secundan que, desde la fundamental labor de Aznar en este campo, son muchos y poderosos, tanto en el ámbito mediático convencional, como en las redes. Pero esas estrategias se amplifican porque se apoderan de un requisito fundamental de la información periodística. En democracia los medios deben ser imparciales, al menos en el sentido de que deben dar espacio a las varias posiciones en una controversia. Así, incluso los medios que no necesariamente los secundan, están obligados a reproducir las descalificaciones e insultos que sobresalen en esos discursos, aunque los discutan o rebatan. Los empecinados discursos de esa derecha no sólo han dividido y polarizado el país, le hacen vivir en dos realidades paralelas que no tienen punto de encuentro posible y han afectado a los sentimientos. Los detalles repugnantes con que su relato pinta a sus monstruos favoritos quedan adheridos a esas figuras y el asco que producen introduce un tempo de urgencia: lo insoportable debe ser expulsado de inmediato. En el sector de los convencidos por ese relato, el desprecio y el asco crecidos e intensificados cada día, sólo dejan una salida, la victoria, el desalojo de ese enemigo deleznable. La negociación o el diálogo, el ejercicio de la democracia, quedan fuera del campo de lo posible.

La violencia de esta política comenzó con la formación del gobierno de coalición y se exacerbó con la pandemia. Romper los aplausos colectivos fue un gran golpe de la derecha en la primera cuarentena de marzo a junio. El empeño y los medios que puso esa derecha para contrarrestar el aplaudir de tantos desde las ventanas al personal sanitario, cuando insistió en la cacerolada ‘contra el gobierno’ que, de modo brutal, interrumpía cada día con su estridencia el momento del aplauso compartido, iba mucho más allá de posicionarse contra ese gobierno. Sus agudos asesores descubrieron que lo importante era destruir la definición casi unánime de la realidad. Cierto es que estábamos en la oscuridad acerca de lo que pasaba y de lo que podría pasar en ‘la realidad’. Pero una cosa estaba clara, la situación requería algo de nosotros, pedía nuestro apoyo y nuestro reconocimiento a quienes apoyaban, como lo hacía, costara lo que costara, el personal médico y sanitario. Además de a ese personal, nos dirigíamos a todos los otros, a la propia situación, como si pudiéramos decirle ‘estamos aquí’, ‘cuenta con nosotros’, ‘haremos lo que haga falta’. Queríamos sentir que en esta circunstancia terrible nosotros también contamos; y de hecho sentimos que nuestra disposición puede ser útil –ya que los epidemiólogos insisten en lo fundamental que es que la población siga las medidas de protección ‘de forma responsable’–. Con independencia de si éramos la mayoría o no quienes sentíamos así, esa era la percepción dominante.

Ahora prosperan formas en que el odio se asienta sobre el ultraje, el asco y el enaltecimiento del personaje que desdeña el respeto por los otros

Encerrados, pero hiperconectados, participábamos en una conversación compartida, sintiendo un miedo, una esperanza y una determinación comunes. En aquel tiempo, hace apenas unos meses, percibíamos que estar doblando la curva, como dice la célebre metáfora, cada día una micra casi imperceptible, era estar actuando colectivamente en beneficio de todos. Y esa capacidad de acción, precisamente cuando estábamos inmóviles y encerrados, nos hacía sentirnos movidos por un impulso hacia algún futuro, desconocido, pero seguramente mejor que el presente. Un impulso común hacia algo mejor, casi nada, en estos tiempos posmodernos y descreídos. Fue fugaz, como anticiparon los pesimistas. Entre la primavera y el otoño hemos pasado a otro mundo posible, otra era. Aquello está tan fuera de la realidad actual como un sueño. La esperanza, el impulso que nos llevaba a imaginar y compartir posibles soluciones, han desaparecido, junto con el humor expansivo de aquella primera ola, y en su lugar queda una sensación de frustración y desánimo. También sentimos una rabia sorda, que no nos incita a actuar porque está unida a la sensación de impotencia y de desconcierto, pues sabemos lo que habría que hacer, pero sabemos aún mejor que no se hará. La conversación común languidece, quizá porque nada invita a compartir lo que es demasiado obvio y amargo. Sin duda, también pesa el hecho que durante estas semanas hayamos sido el país europeo con mayor número de contagios por covid, incluso hayamos multiplicado varias veces las cifras de cualquiera de ellos, que nos lleva a preguntarnos si somos más incompetentes que nadie, o si las decisiones políticas son aquí sistemáticamente las más equivocadas.

Cuando la presidenta de Madrid, IDA, se refiere a la pandemia dice cosas como que el aumento de los contagios se produce “por el modo de vida que tiene nuestra inmigración en Madrid y por la densidad de población de esos distritos y municipios”. Y cierra los barrios del sur sin molestarse en procurar rastreadores o más personal médico en atención primaria y en los hospitales (por algo Madrid es la Comunidad española que menos invierte en salud pública). O dice que el covid no debe afectar a los negocios, porque “los accidentes de tráfico dejan cifras de muertos mayores y no porque ocurran le decimos a la gente que no conduzca más”. Al igual que Trump, compone un personaje chusco, casi surrealista, que desprecia la razón, la ciencia y la gestión que se basa en sus recomendaciones y desvía la atención de la audiencia, la suya y la del resto, hacia su personaje y sus exabruptos, que siempre incluyen a sus despreciables enemigos. Si, como ha hecho siempre su partido, el PP, en Madrid, sus políticas sirven para privatizar la sanidad o las residencias de ancianos, si reducen cuanto pueden la inversión en salud, educación, vivienda social, servicios públicos, para favorecer la inversión privada que, como comprobamos cada día, degrada esos bienes y servicios, de nada de esto hablamos. En el primer plano está siempre la pantalla del esperpento o la del ataque gravemente ofensivo al enemigo tapando las cuestiones clave, que quedan fuera de la atención pública.

¿Qué pueden hacer los demócratas? Durante estos meses, los parlamentarios de la izquierda lo han intentado todo, responder al insulto con datos, hacer oídos sordos, replicar descalificando a su vez al otro… Todo ha sido inútil. Es falso que dos no luchan si uno no quiere, pero es muy cierto que dos no dialogan si uno no quiere. Quienes niegan al adversario, junto con su perspectiva, sus aspiraciones y su discurso, al punto que hacen todo ello repugnante, niegan la comunicación y hacen imposible cualquier diálogo. Lo que nos jugamos, además del bloqueo político en una situación en la que es preciso actuar en todos los terrenos –sanitario, económico, social, político a nivel europeo, nacional y local–, es la destrucción del espacio público.  Como decía Arendt, el espacio público es el lugar virtual o actual donde todos nos encontramos con nuestras diferencias y donde compartimos una definición de la realidad desde la que poder confrontarnos y acordar. Estas políticas tratan de destruir la posibilidad de compartir un marco de sentido, una visión común de la realidad, o de partir de un “acuerdo sobre el contexto del desacuerdo”, sin los cuales no existe el espacio público.

 Se ha reflexionado a menudo sobre las políticas que generan odio. Ahora prosperan formas en que el odio se asienta sobre el ultraje, el asco y el enaltecimiento del personaje que desdeña el respeto por los otros y por las reglas comunes. Hasta ahora no hemos encontrado la forma de romper el bloqueo que impone esa violencia. Sólo se ha conseguido algún diálogo político cuando el PP se ha visto obligado a diferenciarse de la ultraderecha de Vox, a marcar perfil propio, o ha tenido que atender a los requerimientos de poderes interesados en que el país funcione mínimamente. Hasta ese momento han juzgado rentable políticamente esa violencia destructora. Por ello es indispensable preguntarse qué es posible hacer ante esas políticas a las que esas derechas españolas recurren tan a menudo y que sus seguidores justifican afirmando que “eso es la política”. Preguntarnos si es posible romper esa negación de la comunicación y de lo común, y por tanto de la política, con los recursos de la propia comunicación, por ejemplo, jugando al difícil arte de desplazar el marco de sentido a otro nivel. Este cambio no pediría eludir la confrontación, sino evitar defendernos del ataque, rechazar el papel que se nos quiere adjudicar de “parte ofendida” y afirmar una posición moral confrontando en otro plano, en el terreno de la cosa común. No “defendernos” como parte singular, sino hacerlo como parte del todo, el común en cuyo nombre debemos hablar, haciendo presente que alguien tiene que hablar en nombre de lo que es de todos, de las reglas de trato y de conversación que hacen posible la supervivencia de la colectividad que se rige a sí misma y que esas fuerzas arrollan violentamente. Ante esas estrategias es preciso afrontar el objetivo de recuperar en la práctica el espacio que nos permite hablar de las políticas que cuestan vidas o las salvan; hablar de políticas, punto.

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En ocasiones, quienes sufren ciertas políticas quedan como anonadados, demasiado vapuleados para reaccionar, para hacer otra cosa que no sea evitar ver y oír a sus gobernantes. Procuran desentenderse de ellos para vivir como si pudieran olvidar cuánto condicionan sus vidas. Pongamos por ejemplo España y Madrid...

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Autora >

Cristina Peñamarín

es catedrática de Teoría de la Información de la Universidad Complutense de Madrid.

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