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Las respuestas están en al-Andalus

Manuel Mateo Pérez 18/01/2015

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Ya lo advirtió el historiador y geógrafo Ibn Jaldún cuando aseguró que la extinción es el porvenir de los reinos, de las grandes ciudades y las poderosas civilizaciones. Había nacido en Túnez en 1332, aunque su familia era de Sevilla, de donde debió de huir cuando Fernando III entró por las puertas de la ciudad en 1248. Su origen andalusí modeló su carácter y su sabiduría. A Ibn Jaldún le debemos, entre otras cosas, un modo diferente de acercarnos a la historiografía. En su obra nos recuerda que no es la fidelidad a un gobierno o a un rey lo que une a los hombres sino lo que él denomina asabiya, una suerte ciega de solidaridad, de sangre compartida, de ánimo religioso, de respeto y honra hacia los antepasados. Pero el historiador advierte que la asabiya puede convertirse en un arma de doble filo porque es cierto que con ella los árabes pudieron doblegar a sus enemigos, pero su lectura más radical explica que nunca lograran establecer imperios duraderos.

Hubo una excepción. En la Edad Media, Córdoba cambiará todo al convertirse en la capital de un estado duradero. Será la metrópoli de un al-Andalus fuerte, temido y poderoso al norte y al sur del Valle del Guadalquivir. La historia volvió a sonreírle por segunda vez. Y es que, en ocasiones, las civilizaciones se suceden y crecen unas encima de otras. La ciudad árabe floreció sobre los cimientos perdidos de la ciudad romana, enaltecida como una de las urbes más importantes del imperio. Hace cien años, los arqueólogos Ricardo Velázquez Bosco primero y Leopoldo Torres Balbás después demostraron que la urbe romana se hallaba tan solo cinco metros debajo de sus pies. Hoy es visible, por ejemplo, en la plaza Jerónimo Páez, al lado del palacio renacentista, donde duerme el sueño del olvido los restos del segundo teatro más grande de aquella civilización.

Sobre la ciudad romana los árabes edificaron su capital edilicia. Más veces de las imaginables los fanatismos se desatan entre seres de una misma raza. Abd al-Rahmán I ‘el emigrado’ fue el primer emir de Córdoba después de cinco años huyendo de la matanza desatada contra su clan familiar por los abbasíes de Bagdad. El 15 de mayo de 756, Abd al-Rahmán I entró en Córdoba con su turbante blanco anudado en la lanza. Había elegido aquel color en contraste con el estandarte negro que ondeaban los abbasíes. Sus enemigos invocaban la llegada de un imán que restituyera la pureza teocrática del Islam, corrompida según ellos por la arbitrariedad y las viciosas costumbres de los omeyas.

Tal era el odio que el único superviviente de aquel dinastía sentía por sus enemigos abbasíes que vestía siempre túnica blanca y prohibió en Córdoba cualquier alarde de enseña negra que le recordara a los que habían dado muerte a toda su familia. ¡Qué paradoja que fuera un árabe quien fundara en el siglo VIII la capital de Occidente! La historia, en ocasiones, se presta a la hipérbole, pero no había en la Europa de entonces una ciudad que compitiera en grandeza con la Córdoba omeya. Algunas de sus más esclarecedoras páginas las escribió el emir Abd al-Rahmán II, cuyo gobierno duró treinta años, entre 822 y 852. Al contrario que su padre, el despiadado al-Hakam I, que mandó pasar a cuchillo a cientos de rebeldes toledanos en lo que la historia denominó la Jornada del Foso, Abd al-Rahmán II fue un emir inclinado a la poesía, la serenidad, la paz y el amor. En verano participaba en la yihad o guerra santa contra los cristianos del norte, pero prefería la contemplación y el culto arrullo de su palacio, sus libros y sus concubinas. Aseguran que engendró 45 hijos y 42 hijas de 36 mujeres diferentes.

Mantuvo a esclavas favoritas y hacía traer a través de sus embajadas cuantos volúmenes despertaban su interés. Algunos historiadores le achacaron una propensa inclinación a la sensualidad y la indolencia. Parece cierto que no podía negarse a sus inclinaciones y placeres. Una narración de la época cuenta que estando en el frente de batalla, en la endeble marca que dividía sus territorios de los reinos cristianos, una noche tuvo un sueño erótico con una de sus concubinas. Eyaculó, y mientras se limpiaba improvisó las dos primeras líneas de un poema que empezaba así: “Prolífico derrame se ha deslizado de noche sin que me diera cuenta…”. A la mañana siguiente delegó la batalla en el primero de sus lugartenientes y con su caballo más rápido volvió a Córdoba a yacer con la esclava que había imaginado desnuda en sueños. Abd al-Rahmán II fue uno de los primeros emires que hubo de enfrentarse con el fanatismo religioso. En la Córdoba de entonces había tolerancia con el culto de las religiones del Libro. Judíos y cristianos mantenían abiertas sus sinagogas e iglesias ante la indiferencia del hegemónico poder de los ulemas.

Solo la blasfemia contra Alá y su profeta comportaba penas de muerte. Por aquel entonces, Abd al-Rahmán II debió de enfrentarse a un clérigo cristiano fundamentalista que enturbió sus últimos años de gobierno y deseada tranquilidad. Eulogio era un religioso descendiente de patricios hispanogodos que mantuvieron con orgullo su condición de creyentes. Junto a un converso judío incitaba a los cristianos a presentarse ante los cadíes y blasfemar contra Alá y Mahoma. Los jueces mandaban ejecutarlos, pero el emir prefería mantener con vida a Eulogio por miedo a que por su condición de líder la turba cristiana lo convirtiera en mártir. Él, por su lado, persistía y se presentaba ante los cadíes blasfemando, inspirado en la muerte que hallaron los primeros cristianos en los estertores de la Roma imperial. Pero a pesar de sus condenas y blasfemias, a pesar de sus incitaciones continuas contra el Islam, Eulogio mantuvo su vida más tiempo de lo que cualquier cadí e imán hubieran deseado. Hubo de morir Abd al-Rahmán II para que Eulogio fuera decapitado al fin con el beneplácito de su hijo el emir Muhammad, que en ningún momento de su gobierno mostró la astucia, la paciencia y el estoicismo de su sabio padre. Es un mito la tolerancia entre árabes, judíos y cristianos.

Esa palabra no tenía entonces el significado que hoy le damos. En al-Andalus los árabes ostentaban el poder hegemónico, los judíos controlaban buena parte de las finanzas de las ciudades y los cristianos ocupaban los estamentos menos deseados. En aquel tiempo, judíos y cristianos estaban sometidos al pago de tributos especiales, tenían restricciones en la práctica de sus ritos y padecían una notable exclusión social. Lo mismo ocurría con los musulmanes y los judíos que vivían en territorios del norte. Córdoba se hizo capital califal con Abd al-Rahmán III, pero las guerras civiles desatadas en la primera década del año 1000 acabaron por minarla. Estalló al-Andalus en un puñado de reinos taifas, que practicaron una cierta convivencia multicultural y una adhesión a la cultura, las ciencias y las artes. Pero la llegada de los almorávides lo truncó todo.

Aquella tribu de clérigos fundamentalistas que pontificaban el Corán en el norte de África arribó a la península ibérica cuando al-Andalus comenzaba a replegarse hacia el sur. En mayo de 1085 Toledo caía en manos de Alfonso VI y las huestes de los recién llegados le plantó cara al sur de Extremadura y La Mancha. Los almorávides practicaban un islamismo riguroso y sin fisuras, propugnaban la ortodoxia, censuraban las costumbres lasas y animaban a una continua guerra santa. La indiferencia que la Córdoba omeya había mostrado con las otras dos religiones monoteístas se acabó durante la invasión de aquel pueblo y aún habría de extenderse con la llegada en el siglo XII de los almohades. La victoria cristiana en la batalla de las Navas de Tolosa en julio de 1212 y la conquista de las principales ciudades almohades décadas más tarde por Fernando III supuso el fin de la hegemonía hispanomusulmana en la península ibérica.

Un astuto reyezuelo nacido en Arjona (Jaén), que se decía descendiente de uno de los acólitos que acompañó en su empresa al profeta Mahoma, se declaró vasallo del monarca cristiano y accedió a pagarle tributos anuales a cambio de fundar en Granada el reino nazarí. La civilización hispanomusulmana exhalaba su último suspiro. A finales del siglo XV Granada era una enana blanca, un sol a punto de desaparecer, el último destello antes de que al-Andalus fuera condenada a vagar por un agujero negro pesar de sus casi ochocientos años de historia peninsular. Mirar hacia aquella época, moteada de momentos estelares y renglones torcidos, es comprender en buena medida lo que hoy sucede entre culturas y civilizaciones que se empeñan en subrayar sus antagonismos y divergencias. Puede que muchas de las repuestas que buscamos estén más cerca de lo que imaginamos. Puede que las dudas y los interrogantes que nos asaltan hayan sido respondidos en los libros que encierra nuestra olvidada historia.

Ya lo advirtió el historiador y geógrafo Ibn Jaldún cuando aseguró que la extinción es el porvenir de los reinos, de las grandes ciudades y las poderosas civilizaciones. Había nacido en Túnez en 1332, aunque su familia era de Sevilla, de donde debió de huir cuando Fernando III entró por las puertas de la ciudad...

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Manuel Mateo Pérez

Escritor y editor, especializado en literatura de viajes, historia del arte y ensayo. Ha trabajado como periodista y guionista de radio y televisión en los principales medios de comunicación españoles. En la actualidad es el director de El Caminante, suplemento de Viajes y Cultura de El Mundo de Andalucía.

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