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Land of Lincoln

Policía-blanco-mata-a-hombre-negro

Tras la raza y la pobreza existe un último elemento que conforma el cóctel que cada cierto tiempo explota en EE.UU: las armas. En este país cualquiera puede estar armado

Diego E. Barros Chicago , 9/04/2015

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Ha vuelto a suceder. Una muesca más en un revólver siempre humeante. Policía-blanco-mata-a-hombre-negro, rezan los titulares rebotados allende los mares una y otra vez. Un nombre más, Walter Scott, a unir a una larga lista que no tiene fin: Ferguson, Nueva York Pasco (el muerto fue un mexicano) o Cleeveland, donde la víctima fue un niño con una pistola de juguete, son solo algunos de los más mediáticos. Lo que aquí, pese al sobresalto, los (medio)sesudos análisis y la media indignación teñida de victimismo o culpa, dependiendo del espectro del color en donde se encuentre cada uno, sigue siendo un día normal en la oficina. Ocurrió el sábado en North Charleston, Carolina del Sur, en cuyo senado estatal, en la capital Columbia, todavía ondea la bandera confederada de los racistas estados del Sur. Este último dato es solo una anécdota, una nota de color, otra más a unir al espectro de tonalidades que rodean en EE.UU. a la llamada violencia policial. 

Un afroamericano de 50 años conduciendo un coche con un piloto roto por un suburbio de mayoría negra en una ciudad con el 80% de su cuerpo de policía blanco. Una parada rutinaria, el tradicional stop and frisk, en el que si eres negro tienes más de la mitad de las papeletas de que te toque. Podemos coger las estadísticas de una ciudad como NY y extrapolarlas al resto del país para tener una idea de la situación. En 2014, de los 46,235 detenciones rutinarias (requerimiento policial por cualquier razón), el 55% las sufrieron los afroamericanos, un 29% los latinos y solo un 12% los blancos. Por lo tanto, la raza, sigue importando. Y mucho. Hasta el propio presidente Obama tuvo que reconocer tras lo sucedido en Ferguson, que «había un problema de desconfianza» entre la comunidad afroamericana y la policía. La policía es racista. Es sobra conocido: la policía de NY odia a los portorriqueños, la de LA a los mexicanos, la de Portland a los esquimos, los Rangers de Texas tenían el siglo pasado una querencia especial por linchar mexicanos y en Chicago, cuya policía vive bajo eterna sospecha de brutalidad, el cuerpo reparte sus fobias entre el South Side afroamericano y el West Side de mayoría latina. Pero si creen que esta fijación en la raza como modus operandi es exclusividad estadounidense echen un vistazo a los cuerpos de otras latitudes. No miro a nadie, Mossos d’Escuadra.  

Tenemos la raza y está la pobreza. North Charleston es un suburbio al norte de Charleston, tercera ciudad del estado y, por cierto, una de las mejores en calidad de vida de EE.UU., que se ha ganado fama de ser «europea» por su facilidad para ser recorrida a pie o en transporte público. No es el caso de su vecino del norte, un suburbio donde el desempleo lleva a la pobreza, creando un ecosistema en el que aflora la delincuencia. Hace una década, North Charleston estaba entre las ciudades más violentas del país. Y aquí violencia casi siempre va asociada con focos de población de mayoría afroamericana. Pese a los avances desde la promulgación de los Derechos Civiles hace casi medio siglo, la distancia entre negros y blancos en cuanto a baremos de desarrollo social sigue siendo muy grande. 

Tras la raza y la pobreza existe un último elemento que conforma el cóctel que cada cierto tiempo explota en EE.UU: las armas. En este país cualquiera puede estar armado. Es un derecho, dicen unos; lo dice la Constitución, alegan otros. De hecho, la famosa Segunda Enmienda de la Constitución norteamericana reza: «A well regulated militia being necessary to the security of a free State, the right of the People to keep and bear arms, shall not be infringed». Traducido, podría ser así: «Siendo una milicia bien regulada necesaria para la seguridad de un Estado libre, el derecho del Pueblo a tener y portar armas no será vulnerado». Y ahí está el debate, en concreto en las palabras «milicia» y «pueblo». Ríos de tinta han corrido desde que los Padres Fundadores escribieran estas líneas para su promulgación en 1791. Ha llovido más incluso desde que el naciente país tuviera que construirse de la nada, sin Ejército ni cuerpos policiales con los que ganar una independencia al mismo tiempo que sobre estos se ceñía la desconfianza heredada de los estados europeos y su exclusividad en el uso de la fuerza. Pero díganle a un fanático de la NRA, la célebre Asociación Nacional del Rifle, o a un ferviente defensor de la «libertad» y el «destino manifiesto del pueblo elegido por dios» (argumentos blandidos por dos de los ya precandidatos republicanos, por ejemplo, Rand Paul y Ted Cruz) que, desde entonces, se han inventado los paraguas.

Es precisamente el hecho de que cualquier individuo pueda estar armado, lo que nos lleva a una explicación. La única que, por cierto, casi nadie ha dado (o que yo haya visto). EE.UU. es un país atenazado por el miedo. A cualquier cosa, pero sobre todo al otro (ojo a la campaña antiinmigrante que se viene para 2016 en el bando republicano). Si ese otro es negro, blanco y en botella. Es el estereotipo mil y una veces repetido e incrustado en la cultura popular estadounidense. 

Y los que viven con más miedo, los que de verdad están acojonados son precisamente los miembros de la Policía. La combinación de miedo más armas ha dado como resultado en EE.UU una ley de sobra conocida: better safe than sorry, algo así como más vale prevenir que curar. Y a la mínima, la prevención se lleva a cabo tirando de pistola. El Tribunal Supremo ha establecido que un oficial puede hacer uso letal de la fuerza solo si hay una causa probable de que el sospechoso «supone una amenaza significativa de muerte o serio atentado físico contra el oficial u otros a su alrededor». El problema es que esto ha acabado convertido en un cajón de sastre: es el agente el que decide el grado de amenaza y, además, los departamentos son los que controlan los datos con lo que es difícil, por no decir imposible saber si la policía hace un uso adecuado de su prerrogativa. Casi automáticamente, cualquier tiroteo en el que resulta muerto alguien por fuego policial es catalogado de «homicidio justificado». El agente tiene miedo y la Policía, como todo cuerpo armado, es endogámico hasta límites insospechados. 

Hasta en ocho ocasiones disparó Michael Slager, de 33 años, por la espalda a Walter Scott. En un primer momento, el agente escribió en su informe que la víctima había intentado quitarle su taser (pistola eléctrica), y, «temiendo por su vida», se vio forzado a disparar. De nuevo Slager tiró de gatillo y también de manual. 

¿Cuál es la diferencia en este caso frente a lo sucedido el pasado agosto en Ferguson con Michael Brown? La primera y más importante: el famoso vídeo publicado el martes por The New York Times que desmonta por completo la versión del agente y se ciñe literalmente a la descripción, emocionada y llena de rabia, dada por la madre de la víctima: «a mi hijo lo mataron como a un animal». Scott huía y recibió tres impactos de bala (tres de ocho disparos, ojo a la puntería del profesional) en el corazón, una oreja y una pierna. Para más inri, el agente trata de dejar una escena a gusto, tirando el taser que supuestamente le habría arrebatado Scott junto a su cuerpo. La segunda diferencia ha sido la rápida reacción (una vez conocido el vídeo) del jefe de Policía de North Charleston, despidiendo y acusando de asesinato al agente. 

Lo sucedido en North Charleston ha vuelto a colocar encima de la mesa la que hasta ahora parece la única y pobre solución: la posibilidad de que los agentes lleven una cámara personal que grabe sus actuaciones. El propio Obama se lo reclamó al Congreso tras lo sucedido en Ferguson. Para evitar malentendidos y que, al menos, sepamos cuándo un homicidio policial está justificado. Y poco más. Ahí termina el debate. Para qué queremos más respuestas si el problema en EE.UU. sigue siendo la negativa a hacer las preguntas adecuadas. Por eso volverá a pasar.    

Ha vuelto a suceder. Una muesca más en un revólver siempre humeante. Policía-blanco-mata-a-hombre-negro, rezan los titulares rebotados allende los mares una y otra vez. Un nombre más, Walter Scott, a unir a una larga lista que no tiene fin: Ferguson, Nueva York Pasco (el muerto fue un mexicano) o...

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Autor >

Diego E. Barros

Estudió Periodismo y Filología Hispánica. En su currículum pone que tiene un doctorado en Literatura Comparada. Es profesor de Literatura Comparada en Saint Xavier University, Chicago.

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