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Suena mi celular.
—El síndrome de Diógenes, ¿te dice algo?
Reconozco la voz de mi amigo Nicolas.
—Por supuesto, querido. ¿De qué va la cosa?
—Mira, es largo de contar... Estoy por recuperar una casita en Montreuil, de una pareja de viejos. Se acaban de morir, con cinco días de diferencia. Vivieron encerrados, solos los dos, durante cuarenta años. Los últimos quince, según me contó el vecino, ¡sin siquiera abrir la ventana! Una puta locura. Vente. Si alguien tiene que ver esto, mon cher, ese eres tú… Pero debes ser hoy: mañana pasa un camión para llevarse todo a la basura.
Interesante.
Es domingo por la mañana. Miro un mapa –79 bis rue François Arago–, me subo en el scooter y tomo rumbo hacia el bas Montreuil.
—Fais comme chez-toi —me abre Nicolas con el tono levemente sardónico que lo caracteriza.
Es una modesta casita de una planta. Se la ofreció el propietario, un borrachín local con el que trabó plática en el bar de la esquina: muertos sus inquilinos, está desesperado por sacarse el problema de encima.
Son apenas cuatro piezas contando la cocina, pero la sensación es la de penetrar en una gruta. Un foco anémico, todo cagado de moscas, alumbra apenas. El amontonamiento, la suciedad, son simple y llanamente inenarrables: una puta locura. Ni por dónde pasar.
Minusválido, el marido se reparaba arreglando autorradios y televisores descompuestos. La mujer se entretenía acumulando bondieuserie sobre bondieuserie: toneladas de kitsch católico de la más fina pacotilla, encargadas las más a vuelta de correo. Vivieron sin duda con un perro grande y lanudo: hay por el pardo suelo, sobre los pardos sillones, espesos amasijos de pelo.
El señor fumaba Gitanes Maïs y una apestosa, cafesosa, pegosteosa capa de alquitrán lo cubre todo: las virgencitas de plástico, los Cristos de yeso, las estampitas, los souvenirs de Lourdes (adonde, como tantas legiones de lisiados, habrán ido en pos del milagro que no vino).
Con un pie de cabra destrabamos, buscando aire, la famosa ventana que no se abrió en tres lustros. Entre el opaco cristal y los oxidados postigos, las telarañas, cargadas de élitros y finas patas, asemejan espesos dreadlocks de rasta. Aire fresco. Al fin.
¿Cómo pudo una pareja vivir así?
¿Cómo?
Paulatinamente, se fueron aislando del mundo.
La clave, pienso, está en la palabra paulatinamente. Imagino no sin trabajo que cuarenta, treinta años atrás, la casita estuvo llena de luz, de optimismo, de tiestos con geranios. Si a esa joven pareja le hubiera sido dado mirar el sórdido cubil en el que terminaría viviendo, habría retrocedido con horror.
Del banco de trabajo, atiborrado de transistores y con trazas de quemaduras de colilla, recupero poca cosa. Un voltímetro, un juego de destornilladores de precisión, algo de soldadura, el estuche sin estrenar de unas azules tizas de billar.
En el salitroso sótano –el piso es de tierra con restos de cartones húmedos–, el haz de mi lámpara sorda abre una franja de claridad. Pilas y pilas de televisores destripados –¡47, contando sólo los que tenían cinescopio!, me dirá después, al teléfono, Nicolas. Corona tal amontonadero una gran jaula para loros, desfondada.
Mugre, cochambre, desesperanza, desamparo.
Lo único relativamente jugoso, en términos de valor de cambio, sería sin duda el stock, considerable, de paquetes y paquetes de pañales para adulto.
—Llévate cuan-tos-quie-ras —me incita Nicolas.
Volvemos a la sala-comedor. Está en penumbra. Abrimos algunas cajas arrumbadas, que se desfondan al moverlas.
Paulatinamente, marido y mujer dejaron de luchar, dieron la espalda al mundo. Y el mundo se olvidó de ellos…
Me ha invadido, me percato, la melancolía. Con la punta del pie, alineo por el piso cochambrosos santos y vírgenes.
En un rincón de la estancia, alteros de ajadas revistas juveniles de los años 50. Siento de pronto palpitar mi corazón, mi pulso acelerarse: algo en mí presiente que estoy rozando un hallazgo. Hurgo en la pila amarillenta –Gilbert Bécaud y su corbata de lunares, rubias ingénues que nada me dicen– y de pronto, con un ruido seco, cae al suelo el objeto más insólito e incongruente que jamás podría haber imaginado allí: magnífico, de más de 60 cm de largo, ¡el rostro de un pez sierra, Pristis pectinata (Latham, 1794)!
Hediondo de alquitrán, pegajoso al tacto, absolutamente sublime. ¡Desde que tengo memoria soñé con poseer uno!
El pez sierra pertenece a la clase de los condrictios o peces cartilaginosos, subclase elasmobranquios –como los tiburones y las rayas, de las que son parientes relativamente cercanos–, orden de los pristiformes. Vive cerca de las costas en los mares tropicales y subtropicales del planeta.
Su sorprendente rostro –su sierra– es una larga pala con dientes laterales simétricamente dispuestos (no son, de hecho, dientes sino escamas modificadas). Los miles de delicados poros en la cara inferior poseen sensores electromagnéticos que permiten al pez sierra detectar el tenue latido cardiaco de los camarones y pececillos que constituyen su dieta. Percibido a distancia el discreto palpitar, remueve en el fondo lodoso con su pala dentada y engulle raudo sus presas en cuanto intentan escapar.
Sin enemigos naturales, el pez sierra querría que lo dejaran dormitar en paz en sus turbios lodos marinos cerca de la desembocadura de los ríos. Incambiados durante millones de años, su perfecta adaptación a su medio los metió en una trampa evolutiva: olvidados del mundo, se creyeron a salvo. Y bajaron la guardia: no alcanzan la madurez sexual sino pasados los diez años. Su tasa de reproducción es, además, bajísima, cosa que hace muy difícil que una población se reponga. Hoy están en graves aprietos.
No tiene el pez sierra, para el hombre, ninguna utilidad real –su carne, correosa, rezuma un aceite acre– ni le representa amenaza alguna. Pero posee –¡ay!– un rostro dentado hecho para fascinar. Presente en todo gabinete de curiosidades que se respete, el rostro-sierra fascina acaso porque remite de inmediato a un artefacto humano, a un arma. Como el colmillo al narval, las defensas al elefante, el cuerno al rinoceronte, la magnífica sierra, objeto del deseo, resulta para el Pristis pectinata una condena. Literal y figuradamente un arma de doble filo.
Exultante en el mismo bar de barrio en que Nicolas se sacara la lotería inmobiliaria, le explico a él y a los azorados parroquianos que una magnífica criatura del mar muere gracias a idiotas entusiastas como yo. Mi extraño trofeo pasa de mano en mano sin suscitar ni interés ni codicia. Incluso hay algo de desprecio, supongo que por una explicación demasiado erudita. Pronto nos vuelven las espaldas: en el televisor anclado al cielo raso las carreras de caballos están por comenzar.
Pago nuestras cervezas y me despido de mi amigo. Se dice feliz de verme tan contento.
No ha anochecido aún cuando vuelvo a montarme en la motoneta. El trayecto es largo hasta mi 14ème arrondissement. Llevo mi rostro-sierra en la mochila.
Pienso, sin juzgarla, en la triste pareja de viejos que decidió enterrarse viva.
¡Cuán irónica me resulta esa moda y manía reciente entre los decoradores de las superproducciones hollywoodenses de colocar entre las sombras, en la abigarrada madriguera de un personaje refinado, riquísimo, perverso, un rostro de pez-sierra! Según Hollywood, un rostro de pez sierra —y Batman (cuando en batín de seda medita vestido de civil) tiene el suyo— connota exquisito refinamiento, lingotes de platino en la caja fuerte y una ligera, altanera misantropía.
Es grato conducir, con dos cervezas en sangre, a través de París en el esplendor tibio del verano.
Suena mi celular.
—El síndrome de Diógenes, ¿te dice algo?
Reconozco la voz de mi amigo Nicolas.
—Por supuesto, querido. ¿De qué va la cosa?
—Mira, es largo de contar... Estoy por recuperar una casita en Montreuil, de una pareja de...
Autor >
Alain-Paul Mallard
Escritor, coleccionista, fotógrafo, viajero, cineasta, dibujante, Alain-Paul Mallard (México, 1970) es autor de 'Evocación de Matthias Stimmberg', 'Nahui versus Atl', 'Altiplano: tumbos y tropiezos'. Vive en Barcelona.
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