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Lectura

Gades, el comandante flamenco

Miguel Mora 10/06/2015

<p>Gades, con Gina Lollobrigida, en La Scala de Milán, 1966. </p>

Gades, con Gina Lollobrigida, en La Scala de Milán, 1966. 

Archivo Fundación Antonio Gades

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“Siempre me resultó difícil creerme que era Gades”. 

Hijo de un albañil mosaísta de Elda que se marchó a Madrid para defender la ciudad de la sublevación franquista con el Batallón de Octubre, Antonio Esteve Ródenas dejó la escuela cuando tenía once años, a pesar de que le gustaba mucho estudiar, para ayudar a su familia. Primero fue recadero en el estudio fotográfico de Gyenes, y luego trabajó en los talleres del diario madrileño ABC. En 1952 Pilar López lo vio bailar y lo llevó a su compañía. Allí le cambió el nombre y le enseñó el oficio. El día de la muerte de Gades, López no acertaba a decir entre lágrimas más que esto: “¡Ay mi niño, ay mi niño, qué dolor, qué dolor!”. Su “niño” estuvo con ella nueve años como primer bailarín (El sombrero de tres picos, El amor brujo, El Concierto de Aranjuez), y sólo entonces se atrevió a presentar su primer espectáculo propio, Ensueño

En 1963, Gades rodó con Carmen Amaya la mítica película de Francisco Rovira Beleta Los Tarantos, coescrita por su amigo Alfredo Mañas. Por su contrato con López, Gades no pudo ser el protagonista, pero dejó para la historia del cine y del baile su inolvidable farruca nocturna entre las bocas de riego de Barcelona.  

Ese mismo año, murió Amaya en Bagur (Girona), y Gades protagonizó un hecho insólito, que habla de su carácter y empuje y del respeto que profesó siempre a sus maestros. Recorrió los tablaos de Barcelona y paró las representaciones gritando: “¡Ha muerto la artista más grande del mundo, no os da vergüenza estar actuando!”.

Enseguida, se escapó a Italia: primero a Roma, a trabajar con Anton Dolin, Carla Fracci o Menotti; luego, a Milán como primer bailarín y maestro del cuerpo de baile de La Scala.

En 1974 presentó en Roma y Madrid su primer trabajo coréutico: su célebre versión de Bodas de sangre (Crónica del suceso de bodas de sangre), audaz síntesis del drama de Lorca marcada por la espectacular pelea a cuchillo bailada a cámara lenta.

Como coreógrafo fue poco prolífico, pero crucial, una especie de Juan Rulfo que cambió la forma de escribir el flamenco y, más allá, el ballet contemporáneo. “Fíjate si soy lento que he hecho cuatro ballets en cuarenta años”, decía. Lo animó siempre su estajanovista capacidad de trabajo, su agudo sentido de la disciplina, sus fulgurantes visiones de los bailes de grupo, el compromiso político y social de sus montajes.

Gades revolucionó el flamenco al prestarle con la mayor naturalidad la escala, el concepto y la técnica del gran ballet, dándole además un sentido colectivo y un rigor que recordaba a las mejores compañías rusas.

El sudor era la única estrella. Él siempre renegó de la palabra genio. “A mí me rascas y soy como la radio de mi casa, que se le caía el barniz y ponía Sidra El Gaitero. No hay más milagros.”

Tuvo sus debilidades: Cuba (allí hizo su último viaje en velero el Capitán Chinche); el comunismo (militó en el Partido Comunista de los Pueblos de España), el tabaco... Y las damas. Tras una fugaz boda con Marujita Díaz (1964), tuvo dos hijos con la bailarina Pilar San Segundo (Elsa e Ignacio), se separó en 1971, y en 1973 se emparejó con Pepa Flores, actriz, belleza y símbolo del tardofranquismo: Marisol. Se casaron en Cuba, tuvieron tres hijas (María, Tamara y Celia), y su amistad fue muy estrecha hasta el final.

En 1978, muerto el dictador, fundó el Ballet Nacional de España. Al ser cesado poco después, montó una cooperativa con sus bailarines, entre ellos Cristina Hoyos (su compañera más fértil, una de las pocas a las que escuchaba) y su hermano El Güito. Con el BNE trabajó por última vez: dirigió Fuenteovejuna –en el Real– y Bodas de sangre. Un poco antes había dejado de bailar.

Como persona, sirve una frase españolaza: fue un tío cojonudo. Como bailaor era elegantísimo, de una hondura irreprochable, clásica. Fue el último mito del baile macho y por derecho, sin adornos: iba al grano. Y resultaba arrolladoramente sexy de puro contenido. Lo difícil lo hacía fácil: pararse, pasear, mirar, narrar. Y jamás buscaba el aplauso gratis. Su amigo Carlos Saura, con quien encumbró el ballet flamenco a la categoría de gran cine en la trilogía Bodas, Carmen, El amor brujo, cuenta que se transformaba en el escenario. “Al natural, era bajito, un poco chepudo. Bailando era un coloso.” 

Las líneas anteriores proceden del obituario que escribí en El País el día que murió Antonio Gades. La primera vez que entrevisté a Antonio Gades fue en mayo de 2002. Tenía 65 años y luchaba a brazo partido y con una sonrisa perpetua contra el cáncer que acabaría matándolo. Pasaba la mayor parte del tiempo en su velero, aunque andaba dirigiendo Fuenteovejuna para el Ballet Nacional, que él mismo fundó en 1978. Costó quince días convencerle de que se dejara entrevistar. Al final, los buenos oficios de Juan Verdú dieron frutos y diez minutos antes de la hora convenida, Gades estaba sentado en el bar del Hotel Chamartín leyendo la prensa.

Con sus gafas ligeras y un envidiable color de veraneante fuera de estación, parecía un intelectual italiano, un novelista francés o un senador de la Grecia antigua. Iba a recibir el prestigioso Premio Calle de Alcalá.

¿Es sólo un premio más?

Todos los premios están bien. Pero últimamente me dan tantos que me parece que me queda menos vida que a un pavo en Nochebuena.

Pues se le ve un aspecto estupendo.

Ya estoy mucho mejor, pero he estado cerca del hoyo. Ahora estoy casi listo para cruzar otra vez el Atlántico en velero.

¿Ya lo ha hecho?

Fui a Cuba. Igual ahora que los médicos me han dado el pase pernocta me voy otra vez [en efecto, en cuanto se lo dieron se marchó: fue su último viaje].

¿Le gusta más la barca que el baile?

Hace un par de años, cuando la cosa se puso tan mala, empecé a analizar y por lo único que me daba pena morirme era por no poder volver a navegar. Me daba igual no ver más un teatro, no volver a crear, no pisar un escenario... Mis hijos son ya mayores... Pero lo de no poder volver a largar velas e irme por ahí...

¿Entonces no le costó dejar de bailar?

Para nada. Los hombres cumplimos etapas. 

¿O sea que no le vamos a ver bailar más?

No dije que venía, tampoco voy a decir que me voy. Hay cosas que se pueden hacer toda la vida. Nadie puede decir que mañana no vaya a hacer un papel cojonudo. Todo el mundo tiene derecho a bailar y a enamorarse, para eso no hay edad. Pero tendrá que ser un papel para un tío de 60 años. Muchos bailarines han hecho el ridículo por querer hacer lo que hacían cuando tenían 18 años.

¿Cuándo decidió dejarlo?

Haciendo Fuenteovejuna en el Lope de Vega de Madrid. Era el protagonista, un chico joven, y tenía que ir al río a recoger a la chica, que estaba lavando. Me arrodillaba, jugaba con ella, me levantaba... Un día sentí un ruido horroroso en las rodillas. Y cuando me levanté le dije: “Tengo edad para comprarte una lavadora y ponerte un piso, pero no para venir al río”. Y ya no bailé más.

Después de 50 años.

Casi. Empecé a bailar por el hambre a los 16 años, mamé el flamenco en la calle. No soy ni gitano ni andaluz, y en aquella época el hijo de un obrero tenía que ser obrero. Me encantaba estudiar, pero no pude, y para sacar el cuello tenías que ser bufón. Boxeador, ciclista o torero. Del boxeo me quité a la primera hostia que me dieron, y aunque de ciclista me iba bien, enseguida me puse a bailar. A dar saltitos.

¿Qué pasó con el toreo?

Empecé, pero Pilar López me cogió y me dijo: “Mire, no discuto que pueda llegar a ser un gran torero, pero estoy segura de que va a ser un gran bailarín. Y si sigue toreando y un toro le da un golpe, adiós bailarín y adiós torero”.

También dijo que era usted un joven muy inquieto, “unas veces para bien y otras para mal”.

Claro, el que se queda parado es Don Tancredo. Si no te equivocas estás jodido. ¿Cuántas veces se equivocaría Einstein hasta que hizo la teoría de la relatividad? Si no buscas, no te equivocas. El silencio existe porque existe el ruido, y si no te mojas, no nadas. 

¿Y usted qué buscaba?

Yo no soy un folclorista, pero estudié el folclore como un poeta estudia la gramática. Un poeta busca la palabra, y si no existe, la crea. Pero no hace diccionarios. Mi idea era hacer algo más con ese folclore, no trincarlo del pueblo y prostituirlo, sino coger la esencia y hacer otra cosa, contar una historia con el movimiento. En el fondo, lo primero es el movimiento. Y a partir de ahí, con la literatura, la música, las costumbres, los trajes, las luces, vamos a ver cómo contamos historias.

¿Va antes el movimiento que la música?

Un novelista primero tiene una historia y unos personajes, y luego pone las palabras. En la danza es igual. Primero es la lógica, la música viene después. 

Hizo Bodas de sangre. Pero se fue a estrenarla a Roma.

Aquí no había tradición de grandes ballets. De baile sí, pero no de ballets de ese tipo. Allí la gente tenía menos prejuicios, estaban más preparados para verlo y criticarlo. Y además en esa época era un libro clandestino, y pensé que si allí tenía repercusión intelectual aquí no me podrían meter mano. La tuvo, y después siempre he seguido estrenando fuera. Pero tampoco me iba a un pueblo. Daba la cara. Carmen, en París. Fuenteovejuna, en Génova...

Empezó a salir de España mucho antes. Se diría que los flamencos eran los únicos que viajaban en la dictadura.

Sí, con Pilar López dimos la vuelta al mundo. Recuerdo un viaje a Japón en barco, desde Marsella a Yokohama, 34 días para ir, 15 de trabajo y 33 para volver. Todavía me acuerdo de las escalas. Y fíjate qué cultura tendría yo que la primera vez que Pilar me dijo “Vamos a ir al extranjero”, llegamos a Venezuela y le dije que me había engañado. Luego fuimos a Londres y dije: “Esto sí”. En el fondo tenía razón: ahora con la puta globalización entras en un hotel y son todos iguales, no sabes si estás en Acapulco, en Suráfrica o en Utrera. La misma hamburguesa, las mismas navajas de Toledo... Como decía Carlos Oroza en los 60, y tenía razón, estamos dejando una sociedad de asfalto, hay que sembrar las ciudades y asfaltar el campo. También decía que “lo importante es quitarle al niño el edredón”.

Poco a poco, se fue haciendo amigo de los artistas...

Pepe Bergamín, Alberti, Caballero Bonald y el doctor Barros me enseñaron a leer. Miró, Tàpies, Brossa y Picasso me enseñaron a ver la pintura. Veía el abstracto y me reía, pero cuando vi que a aquella gente tan interesante le gustaba, pensé: “Antonio, tienes que meterte que son más listos que tú”. Y al final me gustó más la línea de Malevich que el barquito en el horizonte. En las noches de Bocaccio se aprendía mucho escuchando.

En 1964 actuó en la Exposición Universal de Nueva York. ¿Se acordó de cuando Carmen Amaya asaba sardinas en el Waldorf Astoria?

No sé si eso es un mito. Lo que sé es que Carmen era una persona maravillosa y una artista inimitable, inclasificable. Su muerte no tuvo la repercusión que merecía porque se fue a morir el mismo día que Kennedy. Tenía riñones infantiles, y con el baile transpiraba mucho y limpiaba las toxinas. Fue dejando de bailar, dejando de sudar y... El día que se murió estábamos jugando un partido de fútbol en Montjuïc: artistas contra camareros. Todos emporrados, incluido el árbitro. Y nuestro portero dormido en el área.


Gades, bailando la farruca en Las Ramblas (Los Tarantos, 1963).

¿Cómo llegó a hacer Los Tarantos con ella?

Siempre que he hecho cine ha sido porque los que lo hacían eran amigos y porque las historias me gustaban. Nunca pretendí ser artista de cine. No soy actor. De hecho, casi siempre he hecho de Antonio Esteve Ródenas. Incluso en el teatro. Llegaba como Esteve, me tenía que creer que era Gades y luego que era el soldado de Carmen. Bailar, y luego volver para atrás. Un coñazo, porque siempre me ha sido difícil creerme que era Gades. Siempre he estado en la tierra, nunca me he creído del Olimpo como muchos artistas. Y como muchos ricos, que creen que si cae la bomba a ellos no les llega. 

¿Para ser buen coreógrafo hace falta ser un poco marxista?

A mí me ayudó mucho la gente y la filosofía. Si eres epicúreo, aristotélico o platónico, eso te da un camino. Y el camino lo eliges tú. No es un acto reflejo, es un acto intelectual. Y seguramente lo más importante de las obras que he hecho es el colectivo, el pueblo que siempre está ahí, de protagonista o de observado

¿Ha sido consciente de que estaba revolucionando el baile?

No. Simplemente buscaba decir otras cosas. Pero era una cosa sana, ahora veo que la gente quiere ser genial enseguida, a los diez minutos de empezar. Antes era una necesidad espiritual. Hoy, los pintores sufren porque no venden. Antes sufrían porque no lograban plasmar los sentimientos en la tela, ¡y se suicidaban por eso si hacía falta! Yo pertenecí a ese grupo: buscar, elaborar mucho, encontrar algo si acaso, pero sobre todo quedarte contento con tu cuerpo, jamás he echado más horas de ensayo por ser mejor que aquél. Lo hacía para ser mejor que yo. Me he fijado mucho en la actitud ante la vida, en el talento, en la ética... Lo demás daba igual.

Como Vicente Escudero.

Ése era irreductible. Moría de pie. Ahora hablan de modernidad, pero en el año 30 él bailaba al compás de un motor de dos tiempos. Mi alergia a las entrevistas viene de él. Le convencí para que le diera una a Gonzalo Suárez en Barcelona, hizo un comentario sobre Miró y perdió la amistad con él. No es lo mismo decir una cosa que verla escrita. Lo sé por el canguelo que pasé cuando me vi el segundo en la lista de los que iba a fusilar a Tejero el 24 de febrero del 81. El primero era el fiscal Chamorro, otro gran amigo que se fue.

También Vittorio Gassman...

¡Ah, Gassman! Era un actor del carajo, sobre todo de teatro. Y muy gentil, porque cuando le dieron el Príncipe de Asturias yo quedé finalista y dijo que era un honor haber sido finalista conmigo. Tenía unas depresiones de caballo. Cuando no encuentras puede pasarte eso. Cuando estrené Bodas de sangre, un amigo vino al camerino y me dijo: “Qué maravilla, ¿y ahora qué vas a hacer?”. Me jodió el estreno. Es un sinvivir trabajar con esa presión. La gente y la crítica te exigen que seas un genio permanentemente. Pero yo no soy un genio. Yo sólo trabajo lo más dignamente posible. El miedo se te mete en el cuerpo y te anula, esa presión te elimina. Admiro mucho a Boadella porque se le nota que se la sudan el éxito y la crítica. Quizá por eso nunca he firmado un contrato antes de tener terminado el espectáculo. Primero tengo que estar contento yo, la gente ya veremos. O eso o eres un genio como Bach, que todas las semanas hacía una obra para la misa del domingo. Un genio es un enfermo, uno que se sale de la media. Lo genéticamente normal es esto. 

¿Cómo ve el baile de ahora?

Soy de mayo del 68 y nuestro lema era prohibido prohibir. Todo lo que sea investigación me parece bien, cada creador es muy libre. Pero ahora hablan de la fusión, y ahí hay que tener cuidado. Coges el español y el inglés, lo fusionas y te queda un espantajo. También veo que hay mucha dispersión de talentos. En cuanto uno tiene el mínimo éxito, forma su compañía. Jamás he visto tantas compañías independientes. Un bailaor destaca un poco y a los diez minutos se hace coreógrafo. Eso no puede ser. Dicen que han evolucionado los bailes. La farruca, por ejemplo. ¿Cómo la van a evolucionar si no saben bailarla? Para cambiar algo tienes que conocerlo muy bien. ¿De dónde partes? Ése es el miedo que me da. Y luego: ¿Se puede hacer un ballet genial en menos de un mes? Hay un cuento maravilloso de Henri Michaux, es como un poema. “Estaba en el fango de la calle, empecé a hacer una rata, no le había terminado la tercera pata, salió corriendo y me dejó solo”. Antes veíamos quién era el mejor y nos íbamos con él a aprender. Ahora aprenden tres cosas y salen corriendo a montar su propio ballet. Y lo peor es que hay un sinfín de seguidoras y seguidores de ese movimiento.

Su amigo Juan Quintero dice que ahora los pies de los bailaores parecen metralletas.

En el foro romano hay una tumba de una bailarina de Gades, la antigua Cádiz, que dice: “Que la tierra sea tan leve sobre ti como tú lo fuiste sobre la tierra”. Si la pisoteamos, la tierra no da nada. Ni trigo, ni sonidos. La tierra hay que acariciarla. Dependes del estado anímico para sacar a la tierra el sonido que necesitas. Se percute demasiado. Y el zapateado no es percusión. Es la continuación de un sentimiento.

¿Y los brazos, dónde andan?

A veces parece que se los han cortado. Hay que estudiar más la Comedia del Arte. Las manos son un gesto, quieren decir algo. Tienen un lenguaje para pedir, otro para rechazar. 

¿Permite alguna pregunta personal?

Sea.

¿Sigue viendo a Pepa Flores?

Lo pasado, pasado está. Pepa es un ser maravilloso. Una artista impresionante, una persona a la que admiro, quiero y respeto, además de ser madre de tres hijas mías, María, Tamara y Celia, y somos compañeros de verdad. Máximo, su pareja actual, es una persona encantadora. 

¿Usted tiene pareja?

Soy más libre que la hostia. A cierta edad se hace difícil convivir. Y tengo una teoría: hay dos tipos de hombres, los belmontinos y los buñuelescos. Belmonte se pegó un tiro cuando vio que lo de abajo no le funcionaba. Buñuel, en cambio, dijo: “Qué peso me he quitado de encima”. A mí, en esto, me pasa como con el baile. No tengo edad para ser Frondoso, sino para ser el alcalde. O el comendador.

¿Y es real ese mal carácter que se le veía en la trilogía de Saura cuando ensayaba?

Sí, pero hay una diferencia entre la dictadura y la disciplina. La dictadura obliga por cojones. La disciplina da razones y resultados inmediatos. Soy muy duro porque no concibo que una persona se reserve. Si te dedicas a algo, tienes que joderte y dedicarte profundamente. Si uno tiene algo y se lo guarda, mejor poner a otro. Si no lo puede dar, por lo menos que pruebe. Si tienes miedo, deja de torear. Puedes no tener más arte, pero lo que no puedes es dejar de arrimarte.

Fragmento del libro La voz de los flamencos, editado por Siruela en 2008. 

 

“Siempre me resultó difícil creerme que era Gades”. 

Hijo de un albañil mosaísta de Elda que se marchó a Madrid para defender la ciudad de la sublevación franquista con el Batallón de Octubre, Antonio Esteve Ródenas dejó la escuela...

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Autor >

Miguel Mora

es director de CTXT. Fue corresponsal de El País en Lisboa, Roma y París. En 2011 fue galardonado con el premio Francisco Cerecedo y con el Livio Zanetti al mejor corresponsal extranjero en Italia. En 2010, obtuvo el premio del Parlamento Europeo al mejor reportaje sobre la integración de las minorías. Es autor de los libros 'La voz de los flamencos' (Siruela 2008) y 'El mejor año de nuestras vidas' (Ediciones B).

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