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París-Madrid: la carrera de la muerte

Marcos Pereda 14/10/2015

<p>Marcel Renault compitiendo en la prueba París- Madrid de 1903</p>

Marcel Renault compitiendo en la prueba París- Madrid de 1903

Wikipedia

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Eran otros tiempos, otras vidas. Quizá más heroicas, seguramente más inocentes, sin duda más despreocupadas, más inconscientes. Eran momentos en los que las carreras de coches estaban en pañales, cuando solamente los aristócratas podían acceder a este nuevo entretenimiento, donde las multitudes se apretujaban en las cunetas para ver esas máquinas extrañas, casi diabólicas, que pasaban por delante de sus casas a una velocidad inimaginable. Carreteras sin asfalto, nubes de polvo en las rectas, de humo en las curvas más escabrosas. Nubes de vida y de muerte.

Hace años Oliver Sacks analizaba la capacidad adaptativa del cerebro humano poniendo como ejemplo los cambios en las velocidades que se sucedieron en el siglo XX (también hacía referencia a la “invisibilidad” de las carabelas colombinas para los americanos, pero esa es otra historia). Decía que, en aquellos primeros años de ferrocarriles, los espectadores tenían la sensación de estar viendo el paisaje de forma borrosa por rapidez, mientras que en la actualidad esa “impresión” se ha ido atenuando con la normalización de estos transportes, por lo que sería imposible “ver” lo mismo que veían aquellos pioneros aun reproduciendo las mismas condiciones. Sirva el ejemplo para constatar ese fascinante cambio que se produce en la civilización durante aquellos momentos. Y si la sorpresa, la impresión, era mayúscula para quienes efectivamente montaban en tren o automóvil, imaginemos qué no pensarían los campesinos, los arrieros que veían rota la tranquilidad de sus pueblos, de sus hogares, por el paso de unos monstruos de hierro cabalgando a velocidades inimaginables, dejando tras de sí una estela de polvo, un sonido ahogado, un rostro de futuro.

Es en este contexto en el que se disputa, en 1903, la prueba automovilística París-Madrid. Aquella que acabará siendo la París-Burdeos. La que se conocerá, años después, como 'La Carrera de la Muerte'. 

Madrugada del 24 de mayo de 1903. Una multitud se agolpa en Versalles para poder contemplar ese sport tan moderno que parece recién sacado del futuro. Esa noche miles de parisinos han tomado un tren en la Gare Montparnasse para poder ir donde el añejo palacio real. Allí, ellos. Allí más de 150 automóviles que van a comenzar la que se publicita como la más dura carrera de coches jamás disputada. Tres etapas que iban a comunicar París y Madrid.

Detrás de la carrera estaban los nombres más importantes. De un lado el potente Automóvil Club de Francia, con experiencia en pruebas similares. De otro el Automóvil Club Español, apoyado nada menos que por Alfonso XIII, que era un gran aficionado a los coches, a las cabareteras y a las revistas pornográficas, en ese orden o en el contrario. De esta forma, hasta cinco flamantes copas de plata esperan a los primeros clasificados en la capital de España, con rimbombantes nombres como Premio de la Infanta Isabel, Premio de las Señoras o, por supuesto, Premio del Rey, el más grande, un enorme trofeo de un metro de altura valorado, según recoge el ABC de la época, en nada menos que 4.000 pesetas. Si se tiene en cuenta que el propio periódico costaba 10 céntimos uno puede imaginarse el montante total de la copita.

Así que los participantes se lanzan a la aventura, a velocidades enormes que quienes contemplan apenas pueden creer. Y lo de aventura no es, en este caso, frase hecha. En primer lugar, la organización puso de su parte para aumentar el carácter épico de la carrera, haciendo que los automóviles salieran de uno en uno con un solo minuto de intervalo entre ellos. De esta forma, y teniendo en cuenta que el orden era totalmente aleatorio, los adelantamientos no tardaron en producirse. ¿Han visto alguna vez una carrera de Fórmula 1, con esos coches marchando a rebufo, saliendo de la aspiración y adelantando en unos cientos de metros? Pues bien, olvídenlo por completo, porque esto es otra cosa. Aquí adelantar supone ver a lo lejos una nube de polvo cada vez más y más cercana, introducirse en ella, confiar en no rozar con el otro vehículo en aquellos estrechos caminos y salir, tosiendo, a la carretera de nuevo. Y, claro, rezar porque no haya un árbol, una curva, un terraplén, una vaca. O un niño, vaya.

Los pasos por los pueblos se convierten, pronto, en un punto especialmente peligroso para pilotos y aficionados, pese a que, en teoría, deben hacerse de forma controlada a baja velocidad. Todos, todos quieren salir y contemplar aquel prodigio, aquella vertiginosa velocidad, aquellos corceles de hierro que rugen como truenos y duran en tus ojos lo que dura un suspiro. "Déjame, Mamá, déjame ir a ver el sueño", escribe bellísimamente, cómo si no, Alessandro Baricco en sus preciosas primeras páginas de Questa Storia, que tratan sobre la París-Madrid. Déjame ir a ver el sueño…

Pronto empiezan a llegar noticias. Noticias que hablan de accidentes, de coches en llamas, de salidas de la carretera. Noticias que hablan de muertos, de ganado destrozado sobre el asfalto, de pilotos agonizantes. De niños, claro, de niños.

En Madrid, los cafés, preparados para la ocasión, van disponiendo en pizarras la clasificación de los diferentes pilotos según las nuevas que llegan por telégrafo. De esta forma, piensan, sus clientes podrán estar al tanto de cómo va la carrera y otorgarán una ovación más que merecida a los primeros cuando lleguen a la Villa. Y así, entre chocolate y chocolate, entre noticias de anarquistas y nostalgia colonial, las tertulias se animan con esos nombres de resonancias exóticas: Charles Rolls, Vincenzo Lancia, Marcel Renault, Louis Renault o Charles Jarrott. Y pronto, junto a algunos de aquellos tintineos del futuro, unas letras fatídicas: retirado.

La palabra aparece, por ejemplo, después del nombre Marcel Renault. Este, uno de los dos hermanos fundadores de la mítica Regie, se sale de la carretera y fallece. Pero no es el único. Hay atropellos de chavales, soldados heroicos que intentan salvar a tiernos infantes y son arrollados ellos mismos, árboles que interrumpen la trayectoria de plata de los coches. Lo que era una competición empieza a convertirse en un parte de guerra. Al final de la primera etapa, mientras Louis Renault llora la muerte de su hermano, se hace inventario: cinco pilotos muertos, tres espectadores más fallecidos, una docena de personas en diversos hospitales y una creciente sensación de horror entre quienes veían una fiesta en lo que ahora es una tragedia.

Las autoridades francesas, asustadas, cancelan la carrera, y prohíben de forma tajante que se vuelvan a celebrar pruebas automovilísticas en el país galo… A la postre, el ganador de esta París-Madrid que se quedó en París-Burdeos será Fernand Gabriel, que ha comunicado las dos urbes a una media superior a los cien kilómetros por hora. El segundo, Louis Renault, jamás volverá a competir, impactado por el funesto final de su socio, su amigo, su hermano.

El epílogo fue una procesión, casi un paseo, que llevó a cuantos participantes desearan hasta Madrid, ya que las autoridades españolas no querían privarse del espectáculo que brindaba a la multitud la contemplación de automóviles como los primitivos Mors, Mercedes o Dietrich. De esta forma, los coches llegaron hasta la calle Alcalá el 28 de mayo de 1903, para regocijo de algunos y horror de otros que veían en eso una exhibición morbosa de lo que los periódicos llamaban “carrera sangrienta”. Por cierto, entre los pilotos que arribaron a la Corte estaba Madame du Gast, una pionera del automovilismo que, según cierto periódico, gozaba de fama en París “por sus hazañas deportivas, que tienen mucho de varoniles, aunque Mad. Du Gast es una mujer delicada y encantadora”…

Cosas tenedes, Cid, que farán fablar a las piedras.

Eran otros tiempos, otras vidas. Quizá más heroicas, seguramente más inocentes, sin duda más despreocupadas, más inconscientes. Eran momentos en los que las carreras de coches estaban en pañales, cuando solamente los aristócratas podían acceder a este nuevo entretenimiento, donde las multitudes se...

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Marcos Pereda

Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).

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