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Al final de la escapada

Seis de los ocho corredores de la final de los cien metros lisos de Seúl han estado implicados en asuntos de dopaje

Marcos Pereda 21/10/2015

<p>Ben Johnson en Seul en 1988.</p>

Ben Johnson en Seul en 1988.

Dennis Sevriens / Flickr

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Ben Johnson camina lentamente, brazos en jarra, adelante y atrás en su calle número seis. Intenta abstraerse de todo y de todos, del público, de sus rivales, de su propio pasado. Músculos tensos, pura roca, una fiera salvaje de potencia a punto de reventar. En un momento dado clava la mirada en la calle ocho, la que queda más a su derecha. El atleta que está allí estira, longilíneo y elegante con su uniforme de los Estados Unidos de América. Su nombre es Dennis Mitchell.

Diez años después, ya en el final de su carrera, Dennis Mitchell, un hombre que ha llegado a una marca de 9.91, da positivo por testosterona. Él se defiende. “Verás, el día antes del control tomé cuatro cervezas y luego tuve sexo con mi mujer. Sí, al menos cuatro veces, pero acabé perdiendo la cuenta. Mira, era su cumpleaños, y la dama se merecía un buen regalo”. Sorprendentemente la Federación estadounidense de atletismo (USA Track and Field) se traga sus excusas y lo declara inocente. La IAAF, la Federación Internacional, es menos comprensiva con este pobre marido y lo sanciona durante dos años. Más tarde el mismo Mitchell reconocerá que su entrenador, Trevor Graham, le inyectó hormona del crecimiento durante toda su carrera.

Lo anterior, con ser un ejemplo, resulta perfectamente paradigmático de lo que acabó siendo el mundo del deporte durante cierto momento de la historia. Un momento que, por lo demás, sería osado pensar que ha quedado atrás. Hoy en día se conoce la final de los cien metros lisos de Seúl como la carrera más sucia de la historia, pero, en realidad, fue solo síntoma de una enfermedad mucho mayor. Un momento en el que Ben Johnson, culpable, fue tomado además como chivo expiatorio. Por su origen, seguramente, por su carácter díscolo, casi agresivo. Por representar al paria frente al glamour. Puede ser. Pero era, como (casi) todos, culpable.

“Él vino a darme la mano, pero yo no le doy la mano a cualquiera. Más tarde me miró de arriba abajo, y me dijo cosas al oído, cosas feas. No éramos amigos, yo estaba allí para ganar. Él solo quería desconcentrarme”.

Ese Él de quien habla Ben Johnson es, cómo no, Carl Lewis. El Hijo del Viento, la superestrella absoluta del atletismo mundial. El hombre que había igualado la gesta de Owens, el que era elegante en la zancada, el de la sonrisa fácil, el que suponía una máquina de generar dinero. El rostro amable del mundo del deporte. Él.

Hasta que llegó el otro. El otro fue Ben Johnson. Todo lo que tenía Lewis de elegancia lo tenía Johnson de tosquedad. Si Carl parece sacado del prototipo de galán de telenovela, no hay duda de que Johnson haría el papel de gangster, con sus músculos hinchados, su cadena colgando en el pecho, y su diente de oro. Y era canadiense, claro. Inmigrante de origen jamaicano. Es decir, no era uno de los nuestros.

La calle uno la ocupa Robson Caetano da Silva, el mejor velocista brasileño de la historia. Acabará su carrera con dos medallas olímpicas y una mundial. Y con una firme convicción en contra del dopaje. Atrocidades, llamaba él, años después, a la posición de los atletas limpios durante los años ochenta. Una barrera psicológica, una demasiado grande, añadía, al saber que ibas a competir contra atletas dopados. Que, por mucho que apretaras, jamás ibas a llegar a sus marcas. Y que, precisamente por eso, hacían que nunca dieras el cien por cien de tus posibilidades. Para qué. “Yo aprendí matemáticas, geografía e historia gracias al deporte, pero aquello no era deporte. Estaban todos dentro, atletas, comisiones técnicas, clubes…todo tan lejos del espíritu olímpico”.

Suena el disparo de salida y la reacción de Johnson es fulminante, felina. La carrera está, en ese mismo momento, decidida. Por detrás, hombres de más envergadura que el canadiense intentan erguirse cuanto antes para alcanzar su máxima velocidad. Delante una flecha roja se acerca, zancada a zancada, a una marca imposible.

A ambos lados de Ben, el caos. Un caos de piernas moviéndose frenéticamente, de hombres exudando ácido láctico. Los cien metros son la prueba anaeróbica por excelencia. El dolor, intenso y concentrado, pocos segundos, toda una vida. Demoledora para tendones y músculos. Eso es lo que puede ver Ben Johnson. El gesto crispado de Linford Christie, que llegará a ser campeón olímpico antes de resultar cazado en un control en 1999 con nandrolona en su sangre. El evolucionar lento de Desai Williams, su compañero de entrenamientos, que será declarado culpable de consumo de esteroides a raíz de las confesiones de Jamis Astaphan. La sombra casi lejana del jamaicano Ray Stewart, que fue sorprendido con un montón de productos dopantes en sus manos en 2008, cuando era entrenador de muchos atletas de élite, y salió al paso diciendo que eran para consumo personal. Y Lewis, sobre todo Lewis.

Porque Carl Lewis está lejos de ser el bueno de la historia, aunque así haya quedado para el gran público. Ese mismo año, en los Trials estadounidenses ha resultado positivo por estimulantes. No importa: el Comité Olímpico norteamericano lo declara inocente y el asunto no trasciende a la opinión mundial. Sigue siendo el héroe. El que hoy va a perder.

Porque Lewis lo sabe. Sabe que, como mucho, quedará segundo. Lo sabe desde que consiguió enderezar su apolíneo cuerpo y vio allí, lejos, la estela rojiza de Johnson. Lo sabe, quizás, desde los Mundiales de Roma, aquellos en los que el canadiense hizo una marca extraterrestre de 9.83, una décima por debajo de la Lewis. Este récord también le será retirado posteriormente, pese a las opiniones en contra, pocas, de algunos como Laurent Fignon, que se mostraba escandalizado por esos juicios retroactivos que se hicieron con el canadiense. Aunque fuera culpable. Que lo era.

Johnson entra en meta, brazo en alto, imagen icónica con su máximo rival detrás, la decepción pintada en el rostro. Ben ha tardado únicamente 9.79 segundos en recorrer cien metros. Es, claro, nuevo récord del mundo. Todo es jolgorio en la delegación canadiense. Cuarto ha sido Calvin Smith, el otro finalista en esa histórica carrera que nunca ha sido relacionado con el dopaje. El vencedor moral, si quieren.

El primero va hacia el control antidopaje. Ningún problema. Según confesará más tarde, lleva años dopándose y jamás ha tenido altercado alguno. Sencillamente esas cosas, eso de los positivos, no ocurren. Pero aquel día es diferente. Un hombre desconocido está junto a los jueces del control antidopaje. Ben Johnson siempre sostendrá que ese misterioso personaje manipuló su orina. Que él se dopaba, pues claro que lo hacía, pero que era imposible que fuera declarado positivo. No aquel día. No en aquellos Juegos.

“Queríamos estar seguros de que todo era legal”, dice Joe Douglas, el entrenador de Lewis, “que todo fuera comprobado. Así que jugué mis cartas”. Aquel enigmático hombre, aquel al que Johnson acusa directamente, tiene nombre y apellidos. Es Andre Jackson, uno de los más importantes extractores de diamantes en Angola. Richard Moore le entrevistó años después. “Por supuesto que podría decirte que no lo hice, pero también, quizás, podría decir que lo hice. ¿Qué cambiaría eso?”.

Ben Johnson fue declarado positivo por estanolozol, un esteroide anabolizante. Le fueron retirados sus títulos y sus marcas dejaron de tener vigencia. El oro en aquella carrera fue a parar al cuello de Carl Lewis, el del dopaje encubierto en los Trials de ese mismo año. Hoy en día seis de los ocho componentes de aquella final han estado implicados en asuntos de dopaje. Se la conoce como La carrera más sucia de la Historia. Con todo, seguramente, la denominación es en exceso optimista…

Ben Johnson camina lentamente, brazos en jarra, adelante y atrás en su calle número seis. Intenta abstraerse de todo y de todos, del público, de sus rivales, de su propio pasado. Músculos tensos, pura roca, una fiera salvaje de potencia a punto de reventar. En un momento dado clava la mirada en la calle ocho, la...

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Marcos Pereda

Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).

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