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Tribuna / Tomando partido

De la democracia constitucional en España

No se trata de volver a empezar sino de seguir adelante en la discusión sobre las debilidades de las instituciones y de la sociedad civil, la clase política y el entramado democrático español

Juan Antonio Cordero 25/11/2015

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Hace unas semanas, se publicó en El País el manifiesto La legitimidad de nuestra democracia. Lo firmábamos personas de diversas ideologías y profesiones, con un rasgo común: todos nacimos entre 1978 y 1993, “hijos de la democracia”, si queremos ponernos un poco estupendos. La idea era simple: queríamos reconocer explícitamente el esfuerzo de las generaciones que nos precedieron en la construcción de una democracia constitucional y europea, imperfecta pero operativa, y reafirmar nuestro compromiso con su perfeccionamiento, que entendemos inseparable de su preservación. No sólo porque constituye el mejor legado político del accidentado --y en gran medida siniestro-- siglo XX español, sino porque es también el patrimonio más valioso con el que contamos para encarar el futuro.

¿Por qué era pertinente un manifiesto así? ¿Por qué había que insistir en consideraciones que en otros momentos habrían resultado innecesarias, por obvias y conocidas? Hay varias razones. Las más evidentes son generacionales: algunas de las causas generales que se han instruido últimamente contra el entramado institucional, al calor de las graves crisis que siguen sacudiendo España, han querido apoyarse en segmentos demográficos como el nuestro, que por razones biológicas no participó en su alumbramiento. Pero que no estuviéramos allí entonces no implica que no nos sintamos vinculados con sus valores ahora; la democracia constitucional no es un momento puntual al que se asiste o no se asiste, sino una dinámica cotidiana, constantemente renovada, a la que nos sumamos --y en la que tomamos parte-- desde que nos incorporamos a la vida social.

Otras razones son más personales. Las notas que siguen pertenecen a esta categoría; no vinculan ni pretenden representar a los demás firmantes, pero sí abordan algunos aspectos que me llevaron a considerar oportuna la iniciativa y sumarme a ella.

De la democracia como anomalía a la democracia como normalidad

La generación de la Transición triunfó allí donde las tentativas previas habían fracasado, poniendo a España en hora de Europa

La Transición de 1975 no fue el primer tránsito en España de un régimen autoritario a una promesa democrática. Pero ha sido el único que no ha tenido vuelta atrás. La última restauración democrática no se limitó a poner fin al franquismo; también consiguió sacar a España del bucle melancólico en que llevaba atrapada durante generaciones, bloqueada en una espiral de enfrentamientos cainitas, fanatismos varios y bandazos estériles que le impidieron tomar a tiempo ninguno de los trenes de la modernidad y el progreso europeos. En esa espiral habían naufragado ya las dos grandes tentativas democráticas precedentes, el Sexenio de la Gloriosa y la Segunda República, recordada pero breve, que sólo puede idealizarse porque no sobrevivió lo suficiente como para ser blanco de nuestras exigencias. La generación de la Transición triunfó allí donde las tentativas previas habían fracasado, poniendo a España en hora de Europa. Lo hizo rodeada de amenazas e incertidumbres, pero con un Pacto Constitucional --no sólo escrito, sino también ampliamente interiorizado-- democrático y no sectario, con el compromiso tácito de no rehacer la Guerra Civil, con la determinación silenciosa, probablemente más instintiva que reflexionada, de no seguir perdiendo el tiempo histórico.

Si España aborda hoy problemas comparables --todo lo agravados que se quiera-- a los que sufren nuestros vecinos, es en buena medida porque la Transición permitió encauzar los viejos conflictos enquistados en la llamada “singularidad española”. Ése fue el legado de unas generaciones que, lejos de acomodarse al papel apocado y sumiso que les prestan los nuevos impugnadores del "régimen del 78", supieron sobreponerse a la fatalidad y apartar a España de algunos de sus lastres históricos: el ruido ensordecedor de sables y sotanas, la tentación revanchista y fanática, el aislamiento internacional. Otros problemas siguen presentes o han aparecido recientemente, y algunos han adquirido dimensiones insoportables a lo largo de la crisis: la desigualdad social, las dificultades del proyecto europeo, el caciquismo que no deja de reinventarse, las tensiones ligadas a la globalización, la escasa calidad cívica y democrática, los rebrotes xenófobos, esencialistas e identitarios, las tensiones territoriales, el irregular desarrollo del país. No hay, por tanto, lugar para la complacencia o la idealización. Pero tampoco para el desdén ni el fatalismo: el salto social y cívico, político y económico que dio la generación de la Transición no es el de un país agarrotado sino el de una sociedad dinámica y ambiciosa.

La legitimidad no es ni épica ni estética

La observación no tiene sólo vocación de desagravio a las generaciones precedentes. Supone también una concepción de la legitimidad y la democracia distinta a la de los sectores que impugnan el “régimen del 78”. Para ilustrarla, es útil detenerse en el tipo de reproches que llueven desde esos sectores. No son, en general, críticas sustantivas, sino recriminaciones sobre la coyuntura histórica en la que el Estado constitucional vio la luz. No es que se considere deficiente, por ejemplo, la protección que éste brinda a los derechos y las libertades ciudadanas, equiparable a la de las grandes democracias europeas. Garantizadas éstas, las deficiencias --que las hay-- pueden abordarse con normalidad, sin rupturas.

Es distinto cuando los reproches a las instituciones son más metafísicos. Uno de los más recurrentes es la falta de épica en su génesis, su estética decepcionante para los aficionados a las grandes estampas históricas. Y puede entenderse la queja: no se tomó ninguna Bastilla, como en el París revolucionario; ningún Rey tuvo que tomar el camino del exilio mientras las calles se llenaban de banderas tricolores, como en abril de 1931. Pero la legitimidad de un régimen no la da ni la épica ni la estética. Se acusa al nuevo régimen constitucional de haber surgido de la transacción con los poderes existentes y no de la confrontación abierta con las viejas estructuras franquistas. Es una crítica llamativa, porque el hecho de que un proceso tan delicado como el alumbramiento de una democracia europea estable e inclusiva, homologable a otras más antiguas, se desarrollara sin traumas apreciables en un país aún partido, pese a verse rodeada de fuerzas hostiles y dotadas de notable capacidad de violencia, tanto dentro como fuera del perímetro del Estado, parece más un mérito mayor que un motivo de sonrojo.

El paso “de la ley a la ley”, de la ley de una dictadura surgida de una victoria militar a otra ley democrática, respaldada por la voluntad popular; tiene otra razón sobre la que asentar su legitimidad: fue también el paso de la paz a la paz. Algo que demostró no ser incompatible con la profundidad de los cambios operados, y que probablemente tiene algo que ver con su perdurabilidad: los descendientes de quienes pusieron en pie de nuevo el frágil edificio democrático en España pueden --podemos-- seguir disfrutando hoy de su cobertura, reclamando y materializando su mejora. Un privilegio que los republicanos de 1931 vieron rápida y trágicamente desvanecerse, sin que la épica del 14 de abril fuera entonces de ningún consuelo, cinco años después del aparente derrumbamiento --sin transacciones-- de la vieja Monarquía autoritaria.

El pecado original nos redime de los nuestros propios

El lamento por ese supuesto vicio de origen de la actual democracia española es recurrente de un tiempo a esta parte. Es comprensible, porque “el pecado original” presenta una importante ventaja, la de liberarnos de responsabilidad por los pecados propios. No por casualidad, el reproche ha ganado en intensidad desde que la crisis económica disolvió la “España que iba bien”, ese conjunto de perspectivas materiales con las que habíamos crecido y que nos habíamos acostumbrado a dar por supuestas. Mientras seguían en pie, las disquisiciones sobre la política y la calidad democrática española tenían un recorrido más bien limitado en la sociedad española. Las deficiencias que ahora se juzgan, con razón, inaceptables --la opacidad de los partidos, el amiguismo de las Administraciones, la tolerancia ante la corrupción, la escasa valoración del mérito-- ya estaban ahí y no eran secretas, pero no valía la pena prestarles demasiada atención. Parafraseando al Padrino de Coppola, la vida nos iba bien, la policía velaba nuestro sueño con la ley y no necesitábamos más. Fue cuando la crisis llamó a la puerta y quedó claro que venía para quedarse, que toda una generación --la mía-- pareció descubrir, escandalizada, que en el casino que era España, ¡oh!, se jugaba y se hacían trampas. Y, pese a que llevábamos ya treinta años de democracia, y por tanto de instituciones y políticas expuestas al escrutinio popular --al nuestro--, pareció más adecuado buscar las razones de su baja calidad cívica en algún otro lugar. En el origen sospechoso y vergonzante del “régimen del 78”, con el que por supuesto no tenemos nada que ver. En una conspiración de poderes para arrebatarnos un futuro al que se suponía que estábamos plácidamente destinados. En la insuficiente virilidad democrática de nuestros padres y abuelos, que dejaron a Franco morir en la cama y transigieron con una democracia de cartón-piedra. Que sólo tolerábamos, al parecer, mientras creíamos que podría mantener sus promesas de bienestar siempre creciente.

Es una caricatura, pero no más injusta que algunas de las simplificaciones sobre la Transición que han circulado profusamente en los últimos años. Desde luego, la democracia actual tiene deficiencias graves y son del todo saludables, incluso urgentes, los esfuerzos por construir una mejor democracia. Más robusta ante el abuso, más intransigente ante la corrupción, más militante en la defensa de derechos y libertades, más activa frente a las desigualdades. Esa fue la reclamación que resonó con fuerza el 15 de mayo de 2011, con la que muchos nos identificamos de inmediato, en un movimiento que quedará inscrito en la historia de las grandes movilizaciones cívicas españolas.

A mí me sorprendió residiendo en París, donde empezó con una concentración frente a la Embajada española, en el bulevar de Malesherbes. No recuerdo cómo llegó la convocatoria, pero sí que éramos --fue la primera sorpresa-- muchos más de los previstos. Las siguientes reuniones fueron, tras un paso por los Jardines de Trocadero, en la histórica plaza de la Bastilla; en el centro de la plaza al principio, en las escaleras de la Ópera después. Nos llegamos a congregar cerca de un millar de personas, entre la comunidad inicial de españoles y los franceses que se acercaron, primero por curiosidad y simpatía, más adelante por identificación con unas problemáticas y unas frustraciones que también sentían como propias. Las concentraciones y los debates fueron tolerados un tiempo por las autoridades francesas, hasta que --como ocurriría más lentamente en España-- sufrieron un proceso de declive y radicalización, en el que no faltaron ni episodios de entrismo ni choques con la policía. Pero para entonces las jornadas de mayo ya habían cambiado el paisaje.

La democracia es una responsabilidad compartida

El 15M no fue un programa de nada, ni siquiera de impugnación del régimen constitucional. Fue –y no es poco— una toma de conciencia colectiva como hacía tiempo se venía echando en falta en España

Algunas de las actuales narrativas de ruptura invocan el 15-M como origen de sus reclamaciones. No es descabellado: aquellas movilizaciones transformaron, por su alcance y su transversalidad, las dinámicas de la política española. Pero, precisamente por ese alcance amplio, no puede aceptarse sin más la apropiación. El 15-M no fue un programa de nada, ni siquiera de impugnación del régimen constitucional. Fue --y no es poco-- una toma de conciencia colectiva como hacía tiempo se venía echando en falta en España, con impacto en todos los partidos democráticos. Un ejercicio de republicanismo cívico en el sentido más propio del término, una toma en consideración sincera y preocupada de muchos de los problemas que aquejaban a la democracia española. No como espectadores más o menos descreídos, sino como ciudadanos partícipes.

Pero también fue el origen de algunas de las simplificaciones que mencionaba más arriba; en ese sentido, las narrativas rupturistas sí pueden legítimamente reivindicar un parentesco. Si “no nos representaban”, como coreábamos alegremente en las plazas, es obligado reconocer que nos habían representado hasta bien poco antes, o al menos habíamos hecho como si nos representaran. Teníamos razón en la denuncia de los defectos de la democracia, pero corremos el riesgo de perderla, y de arruinar el potencial transformador del 15-M, si pretendemos vestir de ruptura lo que no deja de ser una forma de desentenderse.

La democracia es, sobre todo, una responsabilidad compartida. Exigir más democracia es estar dispuesto a asumir mayores responsabilidades, sin dejar de ejercer las que ya se tienen

La democracia es, sobre todo, una responsabilidad compartida. Exigir más democracia es estar dispuesto a asumir mayores responsabilidades, sin dejar de ejercer las que ya se tienen. Pero declarar que tras 30 años de votar y votar y votar, la democracia no existe y hay que volver a inventarla, equivale a todo lo contrario: significa lavarse las manos de un balance del que se es corresponsable y proclamar que no se tiene nada que ver con sus desperfectos. Equivale a declararse en perpetua minoría de edad. Es un ejercicio de irresponsabilidad colectiva que no tiene que ver con la exigencia democrática sino con el puro y simple peterpanismo político. Y ese es el cuento --peligroso-- que se le está contando a una parte de los españoles. Se comprende su potencia, porque las promesas inaugurales (de un nuevo país o de un país en blanco, de un contador a cero, de un futuro sin límites y sin remordimientos) son más ilusionantes y atractivas que los áridos programas de balance crítico y discusión, mejora y gradual reforma. Permiten entretener la ficción de que los defectos son ajenos y las virtudes, siempre propias. Pero es una ficción incompatible con la democracia, que siempre supone un vínculo entre la política de los gobernantes y el consentimiento de los gobernados. Desconocer este vínculo es una forma de debilitarlo aún más, aunque la retórica de la ruptura, el nuevo comienzo, el derecho a decidirlo todo, la radicalidad democrática, etc., pueda sugerir exactamente lo contrario.

Contra todos los cuentos

Decía el socialista francés Jean Jaurès que la República era la sociedad en la que cada uno tenía el tiempo y la libertad de ser ciudadano. Al tiempo y a la libertad cabría añadir el ejercicio efectivo de esa libertad; esta responsabilidad, libre y espontáneamente ejercida por ciudadanos anónimos en las plazas, es el legado más valioso que dejaron las jornadas de mayo. Pero hacemos un flaco favor a la causa cívica, democrática y republicana de Jaurès si cedemos a las tentaciones de desentendernos rompiendo, de inaugurar como si hubiéramos vivido hasta ahora en un franquismo remozado. Esos atajos retóricos y narrativos, que ganaron proyección a partir de entonces y se han incorporado después al paisaje en forma de frames políticos más o menos explícitos, son radicales sólo en apariencia; en la práctica, reproducen algunos de los vicios que lastran la profundización democrática en España.

Por eso el manifiesto es oportuno y supone un punto de partida válido desde el que afrontar el necesario debate sobre la actualización y reforma de la democracia constitucional española. Se trata de un debate inaplazable, pero que se degrada si se aceptan simplificaciones maniqueas como la que opone a una generación valiente y estafada con otra acomodada y fracasada, a una “gente” de prístina inocencia contra una “casta” corrupta y mala. Por lo mismo, la Transición no puede ser un pararrayos: ésta no es más --ni menos-- que el punto de partida de una trayectoria democrática ya larga, y no cabe eludir en ella, sin engañarse, la responsabilidad por deficiencias que colectivamente hemos tolerado hasta mucho después de que culminara. Corregirlas requiere no buscar excusas y ensanchar, sin reinventar a cada paso, el espacio de derechos y libertades del que disfrutamos. No se trata de volver a empezar sino de seguir adelante, profundizando en la calidad del sistema de garantías, equilibrios, controles, contrapesos y participación que caracterizan una democracia avanzada. Pero ningún diseño institucional sobrevive si seguimos dispuestos a dormirnos con cuentos, por decirlo con el poeta León Felipe; si como sociedad renunciamos a desarrollar el compromiso republicano --que incluye tanto la participación informada en las decisiones como la asunción de sus consecuencias-- o abandonamos la constante exigencia y vigilancia cívica, para nosotros o para nuestros representantes.

La discusión sobre las debilidades de las instituciones y de la sociedad civil, la clase política y el entramado democrático español deberá tomar lugar en la España y en la Europa presente, con los instrumentos de que disponemos, en el mundo en el que vivimos y con el horizonte hacia el que queremos avanzar. Sin remontarse a supuestos pecados originales, sin refugiarse en revoluciones que pudieron ser pero no fueron, sin recurrir a juicios sumarísimos a generaciones pasadas, sin ceder a brotes de rabia y frustración colectiva que arrasan, pero no corrigen. No hay atajos. No hay democracia robusta sin sociedad atenta y crítica, y ésta es incompatible con relatos expiatorios, ficciones autoexculpatorias o rupturas milagrosas, trasuntos de redención. Para bien y para mal, la historia en democracia es terrenal y es nuestra. La hacemos nosotros.

Hace unas semanas, se publicó en El País el manifiesto La legitimidad de nuestra democracia. Lo firmábamos personas de diversas ideologías y profesiones, con un rasgo común: todos nacimos entre 1978 y 1993, “hijos de la...

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Autor >

Juan Antonio Cordero

Juan Antonio Cordero (Barcelona, 1984) es licenciado en Matemáticas, ingeniero de Telecomunicaciones (UPC) y Doctor en Telemática de la École Polytechnique (Francia). Ha investigado y dado clases en École Polytechnique (Francia), la Universidad de Lovaina (UCL, Bélgica) y actualmente es investigador en la Universidad Politécnica de Hong Kong (PolyU). Es autor del libro 'Socialdemocracia republicana' (Montesinos, 2008).

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