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Tribuna

Modales y discursos

La privatización del Parlamento como recinto doméstico sin antagonismos dramáticos ha generalizado un orden de valores más ajustado a un régimen autoritario que a una democracia

Santiago Alba Rico 3/03/2016

Pedripol

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No voy a entrar en el análisis de los discursos de la sesión de investidura del pasado martes ni a aventurar vaticinios sobre negociaciones y gobiernos futuros. Me interesa más --al menos a estas horas-- abordar los marcos simbólicos; es decir, preguntar qué ha pasado --si es que ha pasado algo-- en el nivel de la “representación”, que es el que define en realidad a un parlamento.

Recordemos de entrada que la representación no nace como un instrumento de las clases poderosas para someter a las clases populares sino, al revés, como una conquista de las clases populares a las que las clases poderosas se avienen --y pasan luego a manipular-- porque han sido relativamente derrotadas. Incluso con arreglo a la teoría liberal clásica, en el parlamento están virtualmente presentes “las armas” con las que el pueblo ha conquistado el sufragio universal: es lo que las constituciones llaman “soberanía popular”. El parlamento representa al mismo tiempo al “pueblo virtualmente en armas” y a las clases poderosas virtualmente vencidas, pero victoriosas de hecho a través de procedimientos ahora --digamos-- intrademocráticos: leyes electorales, monopolio del espacio público, erosión sistemática de la división de poderes. En todo caso el parlamento es el lugar a donde se han trasladado las “armas” y debería ser, por tanto, el lugar “natural” del conflicto en las sociedades democráticas: el lugar donde los conflictos deben expresarse y realizarse --más que resolverse definitivamente-- sin muertos ni sangre. En este sentido, el parlamento es estrictamente un teatro: el recinto donde se representa, no el Bien Común ni los intereses de los ciudadanos, sino el conflicto radical entre ellos. Su género es --debe ser-- el drama; o lo que los griegos llamaban la tragedia.

Es por eso que no tienen razón los que dicen que bajo el bipartidismo el Parlamento era “puro teatro” y que ahora Podemos y las confluencias lo han convertido en un “lugar real”. Es todo lo contrario. Bajo el bipartidismo el Parlamento no era “teatro de nada”, en él no se representaba a nadie porque no se representaba ningún conflicto. Desde luego no se representaba ningún drama. No es que no hubiera allí algunas voces sueltas y dignas que trataban de recordar al “pueblo en armas”; el problema es que --como señaló Pablo Iglesias en su discurso-- no tenían suficiente protagonismo como para ocupar la escena. La novedad del discurso de Pablo Iglesias no reside tanto en lo que dijo --pensemos en Julio Anguita o en Labordeta,  sí, pero también en Garzón, en Bildu o en ERC--, sino en que esta vez  había que escucharlo. Hasta ahora, como digo, el Parlamento no era un teatro o era apenas un entremés en el que se representaban pequeños enredos conyugales. Los diputados del régimen habían privatizado de tal manera ese espacio que en realidad era, sí, su casa: de ahí que estuvieran repantigados y adormecidos en los escaños, o jugando con el móvil, o haciendo negocios en el bar. Es eso a lo que llamaban “formas parlamentarias”. Después de los sobeteos y lametones que Sánchez propinó en sus intervenciones a la palabra “cambio” me cuesta seguir usándola, pero digamos que “las fuerzas de cambio” han devuelto ahora el drama al Parlamento y lo han hecho no gracias a sus discursos sino a sus votantes, que son los que nos obligan a prestar atención a las palabras.

Podrá gustar más o menos, y por distintos motivos, que el discurso de Pablo Iglesias, más allá de su innegable brillantez, fuera áspero, bronco, agresivo y hasta “identitario”, pero creo que era el único posible y no sólo por razones “tácticas”. Sobre todo por razones simbólicas. En ese marco, en ese contexto, con esos votos, su intervención tenía que implicar en sí misma una ruptura y una reconstitución; tenía que ser estrictamente “performativa”: una declaración mediante la cual se enunciase y se consumase públicamente el fin del bipartidismo. Tenía que ser una “apertura de hostilidades” que por eso mismo reabriese el espacio parlamentario como escenario dramático donde se representa de nuevo, o por primera vez, el conflicto entre el pueblo virtualmente en armas (origen mismo del parlamento) y las clases poderosas victoriosas de facto. El peligro cierto de que, al devolver al Parlamento su sentido, encerremos y agotemos en él todo conflicto, descuidando otros espacios de lucha, no debe hacernos olvidar, en cualquier caso, que la función real de la cámara legislativa se expresa en su dimensión teatral y en su escenografía dramática y que es esta recuperación precisamente la que ha soliviantado hasta la histeria a la vieja clase política y a sus medios ancilares, acostumbrados a operar no en el teatro sino en su propia casa.

Esta histeria --ahora bien-- no es sólo cálculo y estrategia política. Forma parte de eso que se ha llamado “batalla cultural”, en la que estamos todos atrapados, lo que implica reconocer y tratar de desmontar una constelación de evidencias estéticas y litúrgicas que fatalmente naturalizan la falsa ausencia de conflicto. Si mucha gente normal siente una indignación sincera frente a los “modales” y los discursos de los nuevos diputados es porque la privatización del Parlamento como recinto doméstico sin antagonismos dramáticos ha generalizado un orden de valores más ajustado a un régimen autoritario que a una democracia. Pensamos y juzgamos y sentimos como si estuviésemos preparándonos ya para aceptar una dictadura; ese entrenamiento cultural, coronado por masajes de los medios de comunicación y de un sector de la clase intelectual, es lo que hemos llamado “bipartidismo”.

La sesión de investidura del martes ofreció dos ejemplos inquietantes de esta inversión de valores, una en el campo de los modales y otro en el de los discursos. Respecto de los valores, ¿qué ha tenido que ocurrir para que la reapertura del dramatismo parlamentario se considere una infracción a las “formas parlamentarias” mientras que estas mismas “formas parlamentarias” consideran natural y hasta imperativo el cuchicheo, el desprecio del adversario, el abucheo y el abandono de la sala en plena sesión? Entre los muros de esta propiedad doméstica, cualquier gesto o conducta que reprima el drama es considerada legítima y hasta elegante. Sólo así puede entenderse la irrefrenable grosería de Patxi López, presidente del Congreso experimentado en ceremonias, y la escasa indignación que ha provocado. Su intempestivo tuteo a un Pablo Iglesias que solicitaba su amparo cuando se estaba cumpliendo su tiempo y la mentira palmaria con que despachó su turno (“has superado con creces los tres minutos”) son muy indicativos de la parlamentofobia de nuestros viejos políticos, pero también de la devastación mental de una parte de la población, por no hablar --mucho más responsables-- de algunos periodistas y algunos intelectuales.

La inversión de valores en el campo político es aún más grave. Probablemente no fue oportuna --en términos “tácticos”-- la segunda alusión de Pablo Iglesias a Felipe González y la “cal viva”. Que se lo reprochen, si acaso, los miembros de su partido. Pero, ¿qué ha tenido que pasar para que se considere “obviamente” más grave, agresiva, calumniosa y antiparlamentaria la verdad que la mentira? Seamos muy rotundos. ¿Qué es la cosa más radical que se puede hacer contra el lenguaje, nuestro marco de convivencia original? Mentir. En la sesión parlamentaria del martes hubo mentiras, mentirijillas, medias verdades y hasta algunas estadísticas, pero ninguna falsedad tan destructiva --tan radical, sí-- como la de querer asociar a Podemos con el repugnante asesinato de Isaías Carrasco y con ETA. En un país realmente democrático toda la clase política y todos los medios de comunicación habrían afeado de tal manera la conducta de Pedro Sánchez que la vergüenza le habría impedido volver a presentarse el viernes a la votación o, al menos, le habría obligado a pedir disculpas. Es, sin embargo, el PSOE el que, ofendido y cargado de razón, osa exigir a Pablo Iglesias una disculpa por recordar la incuestionable relación entre su partido, entonces dirigido por Felipe González, señor de los pantanos, y los crímenes de los GAL. La cúpula de su Ministerio del Interior --no lo olvidemos, no lo olvidamos-- acabó en la cárcel por ello.

Esta es la lógica, sin embargo, de la parlamentofobia dominante. La ética humana y parlamentaria más elemental debería llevarnos a considerar “radicales” a los que mienten en público para destruir a un adversario político (¡Kant no podría definir mejor la “radicalidad”!), salvo que nuestro sistema de valores esté tan “radicalmente” alterado que juzguemos “radical” todo lo que introduce el drama en el Parlamento y, al contrario, moderado y legítimo, y hasta decente, y hasta elegante, y hasta democrático, todo lo que lo reprime. Bajo ese esquema ocurre entonces que la verdad, que dramatiza el conflicto, es intolerable e incluso “terrorista” y la mentira, que lo reprime en favor de los poderosos, es un deber sagrado en defensa de la convivencia y la Constitución.

En definitiva, esta inversión de los valores no es nueva y de hecho viene siendo utilizada con éxito desde hace años en el País Vasco y en Catalunya, desde donde --colonización al revés-- llega ahora a la política nacional. Sus principios son muy simples: cualquiera que introduzca el conflicto político en el Parlamento, su lugar “natural”, es antidemocrático y radical; cualquiera que introduzca allí la verdad es malsonante, maleducado y desleal y debe pedir disculpas. O los periodistas y los intelectuales ayudan a los ciudadanos a restablecer sobre sus pies los valores democráticos o conviene que nos vayamos preparando para tiempos muy duros.

No voy a entrar en el análisis de los discursos de la sesión de investidura del pasado martes ni a aventurar vaticinios sobre negociaciones y gobiernos futuros. Me interesa más --al menos a estas horas-- abordar los marcos simbólicos; es decir, preguntar qué ha pasado --si es que ha pasado algo-- en el...

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Autor >

Santiago Alba Rico

Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España".

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7 comentario(s)

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  1. Gregorio C.

    Entonces como ahora no son dos jefes de partido sino cuatro los que controlan el parlamento y el voto de más de 300 diputados, ¿ya hay democracia y los españoles ya estamos representados en la cámara legislativa? A lo mejor no he entendido muy bien, pero me parece que el autor no busca más que confundir acerca de lo que es y no es democracia representativa.  Como si el único obstáculo para la democracia en España fuera el bipartidismo,  como si el régimen de partidos estatales fuera una democracia,  como si hubiera representación personal del elector,  como si cada diputado votará pensando en sus electores y no obligado por lo que dicta la cúpula de su partido,  como si algunos de esos mismos diputados del Legislativo no fueran a la vez los presidentes, vicepresidentes y ministros del Ejecutivo y los que nombran a los jueces del Judicial,  como si los votantes supieran que persona concreta es su representante en la cámara legislativa, como si la comisión que redactó en secreto la constitución y las Cortes que convocaron su referendum no fueran franquistas,  como si Franco no hubiera dejado todo atado y bien atado, como si España hubiera libertad política colectiva, como si ahora con Podemos en las Cortes neofranquistas tuvieramos democracia, como si un socialdemócrata pudiera ser demócrata.

    Hace 8 años

  2. Gregorio C.

    Entonces como ahora no son dos jefes de partido sino cuatro los que controlan el parlamento y el voto de más de 300 diputados, ¿ya hay democracia y los españoles ya estamos representados en la cámara legislativa? A lo mejor no he entendido muy bien, pero me parece que el autor no busca más que confundir acerca de lo que es y no es democracia representativa. Como si el único obstáculo para la democracia en España fuera el bipartidismo, como si el régimen de partidos estatales fuera una democracia, como si hubiera representación personal del elector, como si cada diputado votará pensando en sus electores y no obligado por lo que dicta la cúpula de su partido, como si algunos de esos mismos diputados del Legislativo no fueran a la vez los presidentes, vicepresidentes y ministros del Ejecutivo y los que nombran a los jueces del Judicial, como si los votantes supieran que persona concreta es su representante en la cámara legislativa, como si la comisión que redactó en secreto la constitución y las Cortes que convocaron su referendum no fueran franquistas, como si Franco no hubiera dejado todo atado y bien atado, como si España hubiera libertad política colectiva, como si ahora con Podemos en las Cortes neofranquistas tuvieramos democracia, como si un socialdemócrata pudiera ser demócrata.

    Hace 8 años

  3. Miguel Pasquau

    El parlamento como espacio para la representación del conflicto: una idea cabal. Pero ¿qué significa "conflicto"? Imagine que P. Iglesias en su intervención se hubiese ceñido a la parte de su brillante discurso que nadie le ha reprochado, en la que justificó las razones por las que Podemos no podía apoyar la investidura de Sánchez en los términos en que la pidió. En esa parte del discurso hubo conflicto, hubo explicaciones, hubo preguntas. Pero imagine, además, que Iglesias hubiese adornase su intervención con el reconocimiento al PSOE de lo mejor de sí mismo. Por ejemplo, que en vez de recordar la cal viva en la lucha antiterrorista (verdad y de la dura, ciertamente), aludiera a la dignidad de los gobiernos de Zapatero (mucho más recientes que los de González) en la lucha antiterrorista. Y que el "drama" lo hubiese expresado con la mayor habilidad dialéctica posible en la exploración de las formas más efectivas de resistencia frente a las "determinaciones" que marcan el actual modo de funcionamiento de la economía y del poder en el mundo globalizado. ¿No habría sido más eficaz -y más leal, y más pedagógica- esa representación del drama? El empeño de Podemos no debería ser "empujar" al grupo socialista hacia el barranco de C's/PP, sino más bien "sujetarlo" en el terreno donde teóricamente sería posible un gobierno de izquierda centrada (más que de centro con toques de izquierda). Incluso, por qué no, poner al PSOE un espejo para que revise sus contradicciones internas (en vez de ofrecerle un trampolín para que se unan en el agravio). Lo que quiero decir es que la invocación a hacer del Parlamento un espacio donde se represente el conflicto es perfectamente compatible con manifestar de manera nítida una discrepancia o una postura diferenciada, dejando margen de reconocimiento al adversario. Gracias por la reflexión.

    Hace 8 años

  4. Silvia

    Un artículo muy interesante, me ha gustado mucho. Una apreciación, creo que se mezcla en él lo moral y lo ético de tal forma que se hace difícil adoptar una postura crítica también hacia el tono de Pablo Iglesias, no para valorar su verdad, sino la idoneidad de su talante. Evidentemente, no es moral mentir, y menos en un Parlamento. Ahora bien, en el terreno de lo ético, podemos poner en cuestión; si levantar la voz, expresarse iracundo, agredir con el lenguaje (verbal y no) con términos despectivos (y no me refiero a la cal viva) o avivar a la bancada ajena, por no decir directamente aleccionarla, como hizo Pablo Iglesias; o bien ningunear (ya sea no mirando al interlocutor a la cara, ya sea con un bochornoso tuteo), o haciendo insinuaciones perniciosas, como hizo Sánchez y López, son posturas éticas. Y tampoco lo son. Pero ocurre que, siendo por ambas partes gestos agresivos, agresivos-pasivos o agresivos-activos, lo que hizo Iglesias, entra de lleno en el terreno de lo emocional. Creo que ahí está el nudo de la cuestión. Y cuando se hacen lecturas emocionales de la persona, se entra también en el terreno de la valoración moral de la misma; si la vemos débil, segura, equilibrada o atormentada, etc… Y este juicio, que no tendría por qué tener mayor trascendencia en otro tipo de cargo, cobra la máxima dimensión cuando hablamos de un político con opciones de tener el poder sobre un país o parte de él. Es ahí donde interviene la confianza. Confianza y liderazgo político son inseparables para llegar a buen puerto. No me deja de sorprender que habiendo en Podemos personas tan inteligentes y eficaces en temas de comunicación, no caigan en esta reflexión, más cuando tienen detrás a todo un ejército mediático dispuesto a sacarle rédito a todo gesto en este sentido, precisamente para debilitar la confianza en su líder. La pregunta que me haría, además del “qué es peor” (y es peor mentir, moral), es ¿así es mejor? (y no es mejor, eficaz)

    Hace 8 años

  5. Silvia

    Un artículo muy interesante, me ha gustado mucho. Una apreciación, creo que se mezcla en él lo moral y lo ético de tal forma que se hace difícil adoptar una postura crítica también hacia el tono de Pablo Iglesias, no para valorar su verdad, sino la idoneidad de su talante. Evidentemente, no es moral mentir, y menos en un Parlamento. Ahora bien, en el terreno de lo ético, podemos poner en cuestión; si levantar la voz, expresarse iracundo, agredir con el lenguaje (verbal y no) con términos despectivos (y no me refiero a la cal viva) o avivar a la bancada ajena, por no decir directamente aleccionarla, como hizo Pablo Iglesias; o bien ningunear (ya sea no mirando al interlocutor a la cara, ya sea con un bochornoso tuteo), o haciendo insinuaciones perniciosas, como hizo Sánchez y López, son posturas éticas. Y tampoco lo son. Pero ocurre que, siendo por ambas partes gestos agresivos, agresivos-pasivos o agresivos-activos, lo que hizo Iglesias, entra de lleno en el terreno de lo emocional. Creo que ahí está el nudo de la cuestión. Y cuando se hacen lecturas emocionales de la persona, se entra también en el terreno de la valoración moral de la misma; si la vemos débil, segura, equilibrada o atormentada, etc… Y este juicio, que no tendría por qué tener mayor trascendencia en otro tipo de cargo, cobra la máxima dimensión cuando hablamos de un político con opciones de tener el poder sobre un país o parte de él. Es ahí donde interviene la confianza. Confianza y liderazgo político son inseparables para llegar a buen puerto. No me deja de sorprender que habiendo en Podemos personas tan inteligentes y eficaces en temas de comunicación, no caigan en esta reflexión, más cuando tienen detrás a todo un ejército mediático dispuesto a sacarle rédito a todo gesto en este sentido, precisamente para debilitar la confianza en su líder. La pregunta que me haría, además del “qué es peor” (y es peor mentir, moral), es ¿así es mejor? (y no es mejor, eficaz)

    Hace 8 años

  6. itnas

    Un excelente artículo. Enhorabuena al autor que, desafortunadamente, es 'podemita'. Quiero decir que los 'antipodemitas' lo tendrán fácil para descalificarlo con solo leer el píe de página, y dicha descalificación es un índice del sistema de valores denunciado por Albar. Felicidades de nuevo.

    Hace 8 años

  7. Silvia

    Un artículo muy interesante, me ha gustado mucho. Una apreciación, creo que se mezcla en él lo moral y lo ético de tal forma que se hace difícil adoptar una postura crítica también hacia el tono de Pablo Iglesias, no para valorar su verdad, sino la idoneidad de su talante. Evidentemente, no es moral mentir, y menos en un Parlamento. Ahora bien, en el terreno de lo ético, podemos poner en cuestión; si levantar la voz, expresarse iracundo, agredir con el lenguaje (verbal y no) con términos despectivos (y no me refiero a la cal viva) o avivar a la bancada ajena, por no decir directamente aleccionarla, como hizo Pablo Iglesias; o bien ningunear (ya sea no mirando al interlocutor a la cara, ya sea con un bochornoso tuteo), o haciendo insinuaciones perniciosas, como hizo Sánchez y López, son posturas éticas. Y tampoco lo son. Pero ocurre que, siendo por ambas partes gestos agresivos, agresivos-pasivos o agresivos-activos, lo que hizo Iglesias, entra de lleno en el terreno de lo emocional. Creo que ahí está el nudo de la cuestión. Y cuando se hacen lecturas emocionales de la persona, se entra también en el terreno de la valoración moral de la misma; si la vemos débil, segura, equilibrada o atormentada, etc… Y este juicio, que no tendría por qué tener mayor trascendencia en otro tipo de cargo, cobra la máxima dimensión cuando hablamos de un político con opciones de tener el poder sobre un país o parte de él. Es ahí donde interviene la confianza. Confianza y liderazgo político son inseparables para llegar a buen puerto. No me deja de sorprender que habiendo en Podemos personas tan inteligentes y eficaces en temas de comunicación, no caigan en esta reflexión, más cuando tienen detrás a todo un ejército mediático dispuesto a sacarle rédito a todo gesto en este sentido, precisamente para debilitar la confianza en su líder. La pregunta que me haría, además del “qué es peor” (y es peor mentir, moral), es ¿así es mejor? (y no es mejor, eficaz)

    Hace 8 años

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