De Vlaeminck en el Tour de Flanders en 1978
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“Una carrera tan bonita… y tú tenías que arruinarla”. Roger apenas puede creer lo que sucede. Acaba de pasar la meta, aún está en éxtasis, el objetivo de tantos años al fin cumplido. Y entonces allí se planta aquel hombre, aquel tipo gigantesco que huele un poco a pescado y le habla a gritos, rojo su rostro, las venas a punto de partírsele en el cuello. “Sí”, dice, “lo sabes perfectamente, has arruinado esta carrera”. Roger, Roger de Vlaeminck, niega. Qué va a hacer. Se lo llevan al pódium. No olvidará el momento.
El domingo 3 de abril de 1977 hace frío y llueve en la Minderbroedersstraat de Brujas. Los ciclistas tienen que recorrer 256 kilómetros retorciendo los exigentes caminos flamencos antes de llegar a Oudenaarde, donde acaba ese año De Ronde van Vlaanderen. Entre medias muros, adoquines, nieve. Caídas, enganchones y pasión, mucha pasión, la de un pueblo que es más que un pueblo, que es todo un pueblo. La carrera más importante para los flamencos. Cerveza y gritos. De Ronde.
En 1977 Eddy Merckx es la sombra de una leyenda. Lleva diez años sometiendo a su cuerpo a tales cargas de exigencia, castigando a su organismo con una severidad tal que, al final, sus músculos han dicho basta. Son tres años sin ganar una Gran Vuelta, y sus apariciones en cabeza durante las Clásicas son cada vez menos frecuentes. Corre, de hecho, con un maillot extraño, ese azul y blanco de la Fiat que dirige Geminiani y que viste a un hombre cansado, a un rostro contraído por el esfuerzo, casi marcado por una vejez que no es tal. Pero los héroes que retan al tiempo ven cómo el tiempo acaba por tomarse su venganza antes en ellos que en el resto de los mortales. Merckx es, ese 3 de abril de 1977, una leyenda, sí. Pero una del pasado.
Con todo, es Eddy Merckx. Nada menos que Eddy Merckx. Sobre todo Eddy Merckx. El mejor ciclista de todos los tiempos. Aquel que ha dominado aquella carrera un par de años antes con una demostración titánica. Ya no gana casi nunca, vale, pero sigue siendo él. O Él. Por eso, cuando a falta de algo más de cien kilómetros a la meta, Eddy Merckx se marcha en solitario, todos los ases se miran. No se desprecia a quien venció batallas en solitario ante ejércitos enardecidos. No se toma en broma a quien dibujó versos en el barro. El pelotón se estremece. Eddy rueda solo. Todos sienten que algo está a punto de pasar. Los grandes capos pasan a las primeras posiciones del grupo. Entre ellos, claro, Maertens.
Freddy Maertens resulta tan icónico que, en ocasiones, parece un producto inventado. El chico rubio, alto, fuerte. El emblema de un pueblo, el flamenco de pura casta, el que corre para ese Flandria que es más que un equipo, que es más que un grupo, que es nada menos que el latir de una nación que se siente existir pero no contempla su existencia. Maertens es, además, un poquito bohemio, pero también ciclista. Uno de los mejores, si no el mejor del planeta por aquel entonces. Un devorador de victorias que viste el maillot de campeón del mundo. Y alguien que, además, odia a Eddy Merckx. Porque Merckx, flamenco de nacimiento como confiesa su apellido, cruzó con su familia la frontera lingüística siendo un niño. Y lo hizo con todas las consecuencias. Habla ambos idiomas, pero se expresa mejor en galo. Y, suprema osadía, pronunció sus votos matrimoniales en francés. A partir de entonces los flamencos, los ciclistas flamencos, han prometido odio eterno a Merckx. Desde el viejo y retirado Van Looy hasta Verbeeck o Monsere. Y, el que más de todos, Maertens. Maertens con su forma alocada de correr, con su velocidad final, con su manera de mandar en las carreras, siempre en cabeza, siempre al ataque. Estilo Merckx, le dicen los periodistas. Y él replica, airado. “Estilo Maertens, siempre estilo Maertens”. Ambas estrellas tienen un enfrentamiento personal desde el Mundial de 1973, el que debió ser para Eddy, el que casi gana Freddy, el que se llevó Gimondi en un caluroso Montjuic. Si depende de Maertens, Merckx no ganará. Por eso a nadie sorprende que el joven salte del grupo. Y que a su rueda se suelde Roger de Vlaeminck.
Ambos recuperan rápidamente terreno sobre un Merckx que, con todo, sigue ampliando diferencias sobre los demás. La batalla es intensa, cruenta, y se reproduce en ocasiones bajo la nieve, siempre con un frío glaciar por paisaje. Los rostros de los protagonistas están contraídos, manchados por el barro, enmuecados de dolor. La pareja se va acercando a Eddy que, a su vez, avanza de forma decidida hacia el gran muro. El Koppenberg.
La organización ha sido clara, no permitirá cambio alguno de máquina antes o durante el Koppenberg. La razón es que este berg es tan empinado, son tan irregulares sus adoquines (kinderkopje los llaman en flamenco, cabezas de niño, por su disposición totalmente anárquica) que llevar el desarrollo necesario para superarlo puede cambiar por completo la mecánica de la bicicleta. En otras palabras, si pones un piñón lo suficientemente grande para pasar con soltura el Koppenberg quizá estés sacrificando uno lo suficientemente pequeño como para rodar con velocidad en el llano. De ahí la prohibición. De ahí la transgresión de Maertens. Porque Freddy ha cambiado de montura. Ha sido una avería mecánica, dice. Pero los jueces van al coche de Driessens, el director del Flandria, y ven que no hay tal, que la bici está perfecta. Así que, en mitad de la carrera, mientras dos persiguen a uno, se acercan a Maertens. Estás descalificado, puedes continuar corriendo pero no contarás para la victoria. Freddy Maertens no puede creer su desgracia. Y su compañero de escapada, Roger de Vlaeminck, no puede creer su suerte.
Porque Roger de Vlaeminck, el hombre con mentalidad de vagabundo, el que siempre sabe sacar partido de cualquier situación, está buscando completar los Cinco Monumentos, algo que solamente dos corredores antes que él han conseguido. Uno es el gran ídolo histórico de flamencos como de Vlaeminck: Rik van Looy. El otro, el enemigo impío: Eddy Merckx, quien va ahora por delante de ellos dos. El francófono al que persiguen dos flamencos. Y Roger habla con Maertens. “Tú ya no cuentas, he escuchado al juez, pero, si desfalleces ahora, la carrera va para ese perro de Eddy Merckx. Ayúdame, tira de mí todo el tiempo, y conseguiremos que él no gane. Además, te recompensaré generosamente”, dice sonriendo. Y Maertens acepta, no por el dinero, sino por perseguir a Merckx, por seguir realizando lo que será una constante en su vida.
Y ambos, claro, alcanzan al viejo campeón. Y lo superan en plena subida al Koppenberg, a ese lugar sagrado que ha decidido la victoria con su influencia muchos kilómetros antes de afrontarse. Y siguen así hasta la meta, siempre el joven Maertens por delante, siempre el zorro de Vlaeminck a su rueda. En la línea de meta no hay sprint. De Vlaeminck entra vencedor, el quinto Monumento diferente, el quinto círculo de Dante, el de la Ira y la Pereza, el del Leteo. Maertens entra sin pedalear, sonándose la nariz, con una gestualidad física que deja bien a las claras que no ha podido o querido disputar esa llegada. Todos han ganado. Roger tiene su quinto monumento, Freddy un buen premio económico y la no victoria de Merckx, y Eddy ha mantenido alto su orgullo de campeón irreductible. Pero el público no está contento. Hay acusaciones de fraude, hay intentos de agresión a de Vlaeminck. Los jueces se acercan a Maertens y le dicen que está readmitido, que podía haber disputado la victoria. El flamenco monta en cólera, grita, amenaza a todos y a todo. Más tarde reculan, vuelven a descalificarle. Hoy en día el segundo clasificado de aquella carrera aparece nominado con una “X”. En el Museo de la prueba, en Oudenaarde, allí donde se exponen adoquines con todos los nombres de cada una de las ediciones de De Ronde van Vlaanderen, la edición de 1977 tiene la particularidad de protagonizar dos kinderkopje. En la primera de ellas aparece el nombre del ganador, Roger de Vlaeminck. En la segunda se puede leer: Freddy Maertens, ganador moral.
Fue la más recordada de todas De Ronde van Vlaanderen. La más polémica, simbólica y competida. La más tenaz. La de mayor orgullo. Orgullo flamenco. De Ronde.
Por cierto, ¿recuerdan al airado espectador del primer párrafo? Dos años después aquel hombre enorme que olía a mar (era pescadero) llamó a la casa de Roger de Vlaeminck para disculparse. Era un fan acérrimo de Maertens y no podía entender cómo había acabado aquella carrera. ¿Podría, quizá, reunirse con Roger para acabar de arreglar las cosas? De Vlaeminck se niega, recuerda a aquel tipejo gigantesco. Hable usted mejor con mi hermano Eric. Al final Eric de Vlaeminck y el comerciante se reúnen. “Quizás esto pueda hacer olvidar mi mal comportamiento”. Y 20.000 francos cambian de manos. “Así se resuelven estas cosas”, recordaban años después los de Vlaeminck, “con dinero de por medio”. Y se miraban, pícaros, hablando de más por hablar de menos. Geniales.
“Una carrera tan bonita… y tú tenías que arruinarla”. Roger apenas puede creer lo que sucede. Acaba de pasar la meta, aún está en éxtasis, el objetivo de tantos años al fin cumplido. Y entonces allí se planta aquel hombre, aquel tipo gigantesco que huele un poco a pescado y le habla a gritos, rojo su...
Autor >
Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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