RELATO
Luis Iriondo, memoria viva del bombardeo de Gernika
El nonagenario autor de una novela autobiográfica hace un llamamiento para la acogida de quienes huyen de Siria
Isabel Camacho 6/05/2016
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El 26 abril de 1937, Luis Iriondo (Gernika, Bizkaia, 1922) hizo por vez primera algo que llevaba tiempo anhelando: llevar pantalones largos. El símbolo del paso de la niñez a la madurez se convirtió en una profecía cuando horas después, al caer la tarde, junto a un amigo, intentó estrenarse con el tabaco y se dijo a sí mismo “hoy nos hemos convertido en hombres”. No llegaron a encender los pitillos porque a pesar del fuego que devoraba Gernika, los dos chavales no tenían con qué encenderlos.
Iriondo es uno de los pocos supervivientes del bombardeo. Con el eco aún reciente del 79 aniversario de la barbarie, su voz incansable va narrando con detalle cada instante de aquel día en que para él y para la historia cambió el mundo: “Fue un acto terrorista contra la población civil. Un banco de pruebas que [el general] Mola y Franco pusieron en bandeja a la Legión Cóndor para que ensayase la guerra total, los bombardeos masivos de la Segunda Guerra Mundial”.
Era un lunes de mercado y Gernika, una fiesta. La guerra civil pasaba de largo por la villa hasta que, a las 15.45, unos 55 aviones alemanes e italianos lanzaron cinco mil bombas sobre la población y causaron alrededor de 200 muertos. Los historiadores no han podido determinar el número. La ciudad carecía de defensa. Solo había cuatro aviones en Bizkaia y en Gernika, una ametralladora, que se encasquilló en cuanto empezaron a disparar.
En El chico de Guernica (Ttarttalo, 2011), una novela autobiográfica que Luis Iriondo escribió con más de 80 años, el último párrafo del prólogo reza: “No hace falta dar más explicaciones. Empiezo a contar mi historia”. Y esto es lo que hace, a escasos metros de una sala abarrotada de cuadros, donde imparte clases gratis de pintura a más de 70 alumnos. Entre las pinturas, una copia del Guernica de Picasso, la imagen del terror de la guerra en el siglo XX, la muestra imperecedera del horror. Y cuenta:
Gernika es la ciudad santa de los vascos. Hay un árbol bajo el cual se reunían los representantes de los pueblos para tratar sus asuntos. Al comienzo de la guerra, vivíamos allí 5.000 habitantes. La ciudad era antigua. Calles estrechas y casas con armazón de madera. Aquí nací yo. Tenía tres hermanos, Rafael, el mayor, que tenía 17 años y después llegaría a ser una leyenda del fútbol formando la imbatible delantera del Athletic junto a Venancio, Zarra, Panizo y Gainza; Patxi, de nueve, que murió muy joven, y Mari Cruz, de cinco. Mis padres, Juan y Elvira, tenían un comercio de muebles y una carbonería. Además, vivía con nosotros Dámasa, quien acompañaba a mi padre en el reparto del carbón y era una más de la familia. También estaban la perrita Perla y el burro Perico, que era pequeño y simpático, y tiraba del carro mientras Perla contemplaba todo desde el alto de los cestos.
Sentía el aire caliente de las explosiones. Un aire con un calor templado, repulsivo, que a mí me parecía que tenía el sabor de la muerte
La primera vez que tuve noticias de la guerra fue en la playa. Tumbado al sol, mi padre y un amigo hablaban de cómo en el norte de África se habían sublevado los militares. Pero África estaba muy lejos.
Habían tomado San Sebastián y nos dejaron aislados del resto de España. Solo por mar podían entrar las cosas. Nosotros conocíamos la guerra por las películas pero ahora la veíamos al natural. El frente estaba lejos y no hacíamos mucho caso. Al principio fue diferente, en cualquier casa se ponían sacos delante de la fachada y ya pensaban que eso era un refugio.
Llevábamos ocho meses de guerra y no pasaba nada. Nos metíamos en los refugios cuando nos aburríamos. No veíamos peligro. Los aviones pasaban por Gernika todos los días de camino al frente. El 26 de abril fui al trabajo en una sucursal bancaria. El instituto se había convertido en un cuartel y mi madre me buscó un trabajillo para que no anduviera todo el día por ahí. Era lunes, día de mercado en Gernika, y había mucha gente. Esos días siempre había partido de pelota pero los mayores debieron ver algo raro porque lo suspendieron.
Y fui a la oficina y estaba uno que era de Lekeitio y trabajaba allí. Sonaron las campanas. En lo alto del monte había un destacamento y cuando veían asomar los aviones, agitaban una bandera y en la torre de la iglesia otros tocaban las campanas. Eso, casi todos los días. Mi compañero me preguntó por qué tañían a esas horas. Es la alarma –le respondí–, y él se asustó.
Cuando llegamos al mercado se oyeron las primeras bombas a lo lejos. Y eso creo yo que salvó a mucha gente que estaba cerca y se protegió en los refugios. Yo también me metí, hasta el fondo, empujado. Luego, me contaron que eran las tres y media de la tarde. Había humedades en las paredes. No había luz ni sistema de ventilación. No se podía respirar. Estábamos todos apretujados. Yo tenía un miedo terrible a que cayera una bomba y muriera allí enterrado vivo.
Después de unos 15 minutos, nos dijeron que ya había terminado y salimos. Me encontré con un amigo y volvió a sonar la alarma. Esta vez esperé a que todo el mundo estuviera dentro y me quedé a la entrada del refugio para poder respirar. Delante tenía unos sacos de arena. Yo no sabía lo que aguantarían. No tenía experiencia en bombas.
Nos arrojaron más de tres mil bombas incendiarias, además de otros 50.000 kilos de bombas explosivas. Eché a correr, fui a la carretera, iba solo. Y, entonces, me acordé de mis padres
Y empezó el bombardeo de verdad. Sentía el aire caliente de las explosiones. Un aire con un calor templado, repulsivo, que a mí me parecía que tenía el sabor de la muerte. Me aterraba morir allí enterrado. Me acordaba de que en la escuela rezábamos pero no me salía ninguna oración. Solo podía pensar en los estampidos y en el calor que me llegaba de fuera. Me prometía que si salía de aquello, nunca más me volvería a meter en un refugio, sino que correría al campo. A mi lado había un miliciano y pensé que tendría experiencia de la guerra, así que le pregunté si faltaba mucho para que aquello terminara. No me contestó. Después nos dijeron que ya había acabado y cuando salí, me detuve aterrado. Vi que todo el pueblo estaba ardiendo. Una nube de humo cubría el cielo. Según leí años después, nos arrojaron más de tres mil bombas incendiarias, además de otros 50.000 kilos de bombas explosivas. Eché a correr, fui a la carretera, iba solo. Y, entonces, me acordé de mis padres.
Estaba ardiendo Gernika. Pasé por el refugio donde había mandado a mi amigo. Se amontonaban los cadáveres pero no me dejaron mirar. Después me encontré con otro amigo y nos sentamos en la ladera del monte a ver cómo ardía el pueblo.
Estábamos allí y vimos cómo se derrumbaba su casa. “Allí estaban mi tía y mi abuela, una sorda y la otra paralítica”, me dijo sin ninguna emoción. Ya podía pasar cualquier cosa.
Cayó la noche y teníamos que ir a algún sitio para dormir. Vimos un caserío con la puerta medio abierta, asomé la cabeza y alguien dijo: “Este es el hijo de Elvira, la mueblera, que pase”. Nos dieron un tazón de leche lleno de nata. Tenía la sensación de tragar telarañas pero me la tuve que tomar. Nos entregaron unos sacos y dormimos en la cuadra con las vacas y los burros. Se estaba muy bien y me dormí enseguida.
No había imaginado nunca que podría pasar algo así. Ni en la peor de las pesadillas. Había comido en casa y a la tarde, pensaba ir al cine. Creíamos que Gernika no sería bombardeada. Al otro lado estaban los requetés vascos, teníamos el árbol de Gernika, nuestras tradiciones. No permitirían que se destruyera.
Estábamos durmiendo cuando a media noche me despertó una voz que gritaba mi nombre. En la cuadra había una puerta que daba a la plaza y… me estoy emocionando al recordarlo. Allí vi a mi madre. Le habían dicho que me habían visto subir a Lumo, no sabían a qué caserío y se puso a gritar mi nombre.
Nos abrazamos y me fui con ella. Me dijo que había un ertzaina amigo de la familia que nos llevaría a Bilbao. Por el camino, me fue explicando que mi hermano Patxi, de 11 años, era el que peor lo había pasado. Estaba jugando delante del cuartel comunista cuando empezó el bombardeo. El centinela de guardia lo llevó a un campo cercano. “Ven, chaval”, le dijo para protegerlo. Se echaron al suelo y una bomba cayó junto a ellos. Mi hermano decía que solo vio el brazo del hombre saliendo de la tierra que les enterró. Le entró el terror y corrió por la calle en pleno bombardeo, le gritaban los que estaban en los portales “ven aquí, ven aquí”, pero tenía metido en la cabeza llegar a un refugio que se había construido en un chalé y cuando llegó, cayó otra bomba y se desmayó. Dio la casualidad de que mi padre estaba allí. Le cogió y empezó a arder la casa. Los aviones se fueron a cargar más bombas y aprovecharon ese momento para correr hasta el ayuntamiento donde había un refugio. Pero allí también les bombardearon.
Me llamó la atención un letrero que decía: si eres español, habla español. Creía que estaba dirigido para quienes venían de Francia, pero se refería a nuestra lengua, el euskera
De mayor, a mi hermano Patxi el estruendo de los truenos le ponía como loco los días de tormenta. “No puedo, no puedo, es superior a mí”, nos decía. Murió con 28 años de una enfermedad rara de tipo cancerígeno. Siempre he creído que aquel 26 de abril algo se rompió dentro de él por todo el horror que pasó y años después surgió en forma de aquella enfermedad. Todos somos muy longevos menos él.
Nos fuimos a Bilbao y allí empezó la siguiente odisea. No había terminado la guerra para nosotros. Nos pasaban las balas y los obuses por encima. Una noche salimos y, con las luces apagadas para evitar los barcos franquistas, nos fuimos a Santander, la madre y tres hijos. Yo era el mayor, 14 años. Pero de allí también escapamos. Había mucha hambre y cada vez más gente. Llegar al segundo piso donde nos albergaron nos costaba mucho por la debilidad.
Mi madre se enteró de que había un barco carbonero y de noche, y con las luces apagadas, huimos a Francia. Y estuvimos hasta que el padre nos dijo que volviéramos, que estaba solo porque mi hermano Rafa había sido hecho prisionero.
Estuvimos poco tiempo en Francia. Yo era el intérprete de la colonia. Recuerdo que había autoridades y gente esperándonos por muchos de los sitios donde pasábamos. Incluso, en algunos lugares, salía la banda de música. Nos daban comida. Nos recibían con pancartas y guirnaldas, como si llegáramos victoriosos, cuando en realidad estábamos rotos y derrotados.
Ya en España, la guerra seguía y lo que encontramos era muy distinto a lo que dejamos. Al entrar a desayunar en un bar de Irún, me llamó la atención un letrero que decía “si eres español, habla español”. Creía que estaba dirigido para quienes venían de Francia, pero se refería a nuestra lengua, el euskera.
Viniendo de San Sebastián, conocimos a un señor de Bilbao. Le contamos que habíamos salido por el bombardeo. “No digáis bombardeo”, nos susurró llevándose el dedo a la boca. ”¿Por qué? Pero, si nosotros estuvimos allí y lo vimos todo”, le respondimos. “Porque hay que decir que fue quemada por los rojos”. Esa fue la primera vez que lo oímos.
Una de las falsas pruebas que usaron fue una fotografía de la iglesia de San Juan, quemada y con unos bidones al lado. Esa foto recorrió el mundo buscando demostrar que el ejército rojo había sido el autor. Nosotros sabíamos que los bidones eran del surtidor de gasolina que estaba cerca de la iglesia ya que al no haber camiones aljibes se transportaba en aquellos envases. En una ocasión, vi en un periódico de Madrid una imagen de la iglesia de Santa María con un pie que decía: Iglesia de Santa María destruida por los separatistas en su retirada y reconstruida por la España de Franco. Y la iglesia que aparecía en la foto tenía ¡seis siglos!
No digáis bombardeo, nos susurró llevándose el dedo a la boca. Hay que decir que fue quemada por los rojos
Hoy en Gernika quedan recuerdos visibles de la destrucción. El Gobierno alemán prometió como desagravio construir una escuela de altos estudios técnicos pero se limitó a donar tres millones de marcos como ayuda para la construcción de un polideportivo. Gernika es llamada la Ciudad de la Paz y hay una oficina permanente dedicada a difundir modos de reconciliación. Gernika Gogoratuz. Recuerda Gernika.
Hasta aquí su historia. Como Gernika, también Luis Iriondo se ha convertido en un símbolo de la paz. Ni la edad le impide seguir portando la antorcha de la lucha contra las guerras allí donde se produzcan. Dresde, Hiroshima, Nagasaki o Irak. No dudó en enviar una carta al presidente Obama para que cesaran los bombardeos de castigo contra Siria. Le pedía que no atacara a víctimas inocentes. Le recordaba que las bombas matan a seres vivos. Le pedía que invirtiera el presupuesto en ayudar a la población sufriente. Nunca le respondió.
Ahora, su causa son los miles de sirios que, huyendo de la muerte, son machacados. “Yo también fui en barco huyendo pero a nosotros nos acogieron con los brazos abiertos. A estos pueblos, la guerra les echa de sus casas. Están buscando la paz, quieren llegar a Europa y les cerramos las puertas. Les ponemos hasta alambradas. Son seres humanos como nosotros. Hay que ayudarles. Tengo un hijo voluntario en Lesbos y nos dice que están en unas condiciones terribles. Y solo hacen lo que nosotros hicimos, escapar de la guerra. La población civil es igual en todos los lugares”.
Las guerras embrutecen. La guerra vuelve fiera al hombre: “La guerra es el fracaso del hombre. Nunca se logra lo que se busca con su estallido. Al final, hay que volver a buscar la paz”.
En la última página del libro, Luis Iriondo incluye un mensaje que leyó en el 60 aniversario del bombardeo al entonces embajador de Alemania en España, Roman Herzog. Habló entonces en nombre de los supervivientes.
Le dije que gente que no nos conocía nos lanzó una lluvia de fuego, metralla y muerte y que aquella noche no pudimos volver a cenar en nuestra casa. No teníamos hogar. Si nos hubieran visto, se habrían dado cuenta de que éramos niños como los de sus pueblos, como sus hijos. Y que las mujeres eran como las suyas. Como sus madres, esposas o novias. Gernika simboliza el sufrimiento de la población indefensa y eso sigue existiendo 79 años después.
Hay muchos niños que nunca estrenarán pantalones largos.
El 26 abril de 1937, Luis Iriondo (Gernika, Bizkaia, 1922) hizo por vez primera algo que llevaba tiempo anhelando: llevar pantalones largos. El símbolo del paso de la niñez a la madurez se convirtió en una profecía cuando horas después, al caer la tarde, junto a un amigo, intentó estrenarse con el...
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