Cosmópolis
El Brexit llega a Taipei
Los británicos, como el resto de Europa, llevan ocho años sufriendo los efectos de las políticas de austeridad implantadas tras la crisis de 2008 y los políticos partidarios de la salida han canalizado estupendamente miedos y frustraciones
Barbara Celis Taipei , 25/06/2016
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Esta columna lleva en silencio más de un mes. Después de tres años en Londres me he mudado a Taipei (Taiwán) y, por lo que veo, lo hice justo a tiempo porque si no los británicos me hubieran dado una patada hoy mismo. Hasta ahora no he sido capaz de escribir una línea desde Asia porque me siento ignorante, analfabeta (no hablo ni leo mandarín y ellos apenas hablan inglés), no sé absolutamente nada sobre esta parte del mundo que jamás había pisado y no me gusta escribir ni opinar sobre lo que no comprendo. No me gusta el periodismo de paracaidista. Es necesario digerir un poco antes de sentarse al teclado. Pero hoy, desde la otra parte de un planeta demasiado globalizado como para ignorar lo que ocurre a miles de kilómetros de distancia, no puedo evitar escribir sobre el Brexit.
En la tele de aquí me lo cuentan en chino, y no les entiendo, y a pesar de que enseñan pizarras con números que caen a toda velocidad, lo cierto es que las teles taiwanesas no parecen muy preocupadas, enseguida regresan a sus habituales telediarios con cámaras ocultas grabando a un señor que ha aparcado mal o a una niña muy mona que camina disfrazada por la calle. Sí, la palabra ‘noticia’ tiene un margen de interpretación muy amplio. Hago zapping en la tele coreana y ahí parecen bastante más preocupados, por no hablar de la japonesa, en la que incluso sale un ministro hablando para calmar el desplome de sus mercados. Incluso han parado la cotización un rato para que respiren los brókeres, o el mundo, o yo.
Estoy preocupada porque sufriré los efectos colaterales del Brexit. Sí, la libra cae y con ella también mis ahorros. Por no hablar de mi vida futura en Taiwán, que fundamentalmente depende de ingresos que llegan directamente desde Londres y que mientras el mundo financiero supera el shock (una enfermedad cuya duración se desconoce) encogerán considerablemente debido a la caída de la libra. Eso mismo les ocurrirá a 4.5 millones de británicos que viven fuera de su país, entre ellos 1.3 millones que viven en Europa. Estos últimos además dejarán de moverse por ese continente alegremente y jubilándose como reyes en la Costa del Sol. Su (mi) moneda era hasta ayer fuerte y hoy se disuelve en el enigmático éter de los mercados y las divisas, algo que al 51.9% de británicos que han votado a favor del divorcio de Europa no debe de importarles en absoluto porque no hacía falta ser Einstein para saber que la primera consecuencia de su voto sería ésta: la libra cayendo por un precipicio, inflación, inyecciones de muchos miles de millones (¡de dinero europeo!) a sus bancos para evitar dramas mayores, y un futuro incierto para el mercado de trabajo británico puesto que se anuncian bajas, como mínimo, en el sector finanzas, turismo y automoción.
“Los inmigrantes nos quitan el trabajo y se aprovechan de nuestro sistema sanitario”. Lo leíamos, lo escuchábamos: no están tan locos como para irse de Europa con la excusa de que sus salarios depauperados y sus recortes sociales los provoca la inmigración. Pero resulta que los británicos, como el resto de Europa, llevan ocho años sufriendo los efectos de las políticas de austeridad implantadas tras la crisis de 2008 y los políticos partidarios del Brexit han canalizado estupendamente miedos y frustraciones a través de la xenofobia para defender la salida de Europa. Y ha colado.
Su situación ha sido mucho menos dramática que la española, la italiana o la griega: el paro nunca ha llegado ni a rozar el 10% en estos años pero les han recortado muchas prestaciones sociales, sus salarios han caído en picado, el coste de la vida se ha disparado, el precio de la vivienda inglesa provocaría un grito de pánico en una película de terror y su famosa sanidad pública atraviesa una grave crisis. Además, ellos, en muchos casos hijos o nietos de inmigrantes, han visto con horror (qué ironía) la llegada de cientos de miles de polacos o rumanos que hoy sirven como mano de obra en la construcción y en la agricultura –trabajos que el británico ya no quiere--, pero también en puestos más especializados como el de enfermero, donde literalmente falta mano de obra y Gran Bretaña no puede aportarla. Todos ellos pagan (pagamos) impuestos, contribuyendo con más de 25.000 millones de euros a su economía en la última década. Pero da igual, culpar al ‘otro’ de nuestros problemas es un deporte universal que por lo general la extrema derecha sabe capitalizar muy bien y las urnas han demostrado que el discurso del miedo y el odio sigue funcionando tan bien como hace casi un siglo, cuando allá por 1933 un señor bajito y con bigote ganó las elecciones en Alemania.
No es el uso político de la xenofobia la única razón que explica la decisión británica: el nacionalismo inglés siempre ha estado ahí, basta con mirar en qué términos estaban dentro de la UE: no firmaron Schëngen, rechazaron el euro para mantener su querida esterlina (y sus decisiones monetarias) y siempre renegaron de una unión política. Sólo les interesaba tirar abajo aranceles y beneficiarse de las ventajas comerciales de un gran mercado capaz además de negociar en bloque con otros grandes. Pero vistos los efectos de la globalización, que ha impulsado la desaparición de millones de puestos de trabajo europeos hacia… ¿Bangladesh? ¿China? ¿India?, pues resulta que ser europeo cada vez es menos chollo --aunque vaya usted a contárselo a los 65 millones de refugiados que viven entre charcos y tiendas de campaña por el mundo--. Pero como ha demostrado Europa desde que sirios, iraquíes o somalíes empezaron a desembarcar en sus costas y decidimos pagar a Turquía para que nos los quiten de en medio, defender los derechos humanos ya no es parte del ideario europeo, como tampoco lo es luchar contra la desigualdad y la exclusión social, que se ha multiplicado en todos los países de la UE a raíz de las políticas de austeridad que ha dictado Bruselas.
Ante esa situación una mayoría de británicos ha pensado que mejor irse de aquí, total ya no hay ventajas y encima 26 países pueden enviar gente al nuestro y robarnos el trabajo. Pinches europeos, que diría un mexicano. Al menos 200.000 españoles, casi medio millón de italianos, cerca de un millón de polacos, y un total de tres millones de europeos trabajan actualmente en el Reino Unido. Obviamente todos ellos tiemblan, porque a corto plazo su dinero valdrá menos, y muchos envían divisas a su país. Y a medio plazo tendrán que irse o regularizar su situación, una tarea que se antoja compleja y que dependerá de los tratados que los británicos firmen con cada Estado (¡viva la multiplicación de la inútil burocracia!).
Y ahí entramos en las arenas movedizas de la negociación, que se presenta guerrera. Europa le ha dicho a los ingleses que se pongan manos a la obra y se larguen cuanto antes porque su referéndum ha provocado un terremoto financiero cuyas consecuencias aún son difíciles de predecir y quieren que las aguas se calmen cuanto antes. Los ingleses en cambio han dicho que lo de firmar el artículo 50 del Tratado de Lisboa, que regula ambiguamente la salida de sus miembros, se lo van a tomar con calma. La batalla UK-UE acaba de empezar.
David Cameron ha dimitido (será efectivo en octubre) y por lo tanto se lava las manos. El instigador del desastre, el que nos metió a todos en este lío para garantizarse el liderazgo de su partido ante la revuelta de los euroescépticos y utilizó también la excusa del referéndum para arañar votos en las pasadas elecciones, es consciente de que ha metido la pata y deja abierta la disputa por la sucesión (quizás si Rajoy y los suyos supieran inglés podrían aprender algo de su homólogo británico, por ejemplo, la palabra dimisión). Boris Johnson, el impertinente y ambicioso exalcalde de Londres que ha liderado la campaña del Brexit y que aspira a suceder a Cameron, también ha dicho que poquito a poco. Claro, debe ser que ni ellos se creían que podría ganar el Brexit y no tienen ni idea de por dónde empezar.
Todo el proceso durará entre dos y cinco años pero por el camino pueden suceder muchas cosas, entre ellas que el Reino Unido deje de estar unido porque Escocia, que votó abrumadoramente a favor de la permanencia, convoque un segundo referéndum sobre su independencia y solicite su entrada en la UE y su salida de UK. Irlanda del Norte también quiere, ya veremos en qué se traducen sus deseos en ese fragilísimo territorio donde hace menos de una década aún llovían las bombas del terrorismo independentista. Además otros países, como Holanda o Francia, donde la extrema derecha cada vez tiene más fuerza, ya claman por su propio referéndum de salida.
Cuando me mudé a Taiwán hace un mes me avisaron de que aquí hay terremotos y tifones. Lo que nunca pensé es que la primera catástrofe que viviría se produciría a miles de kilómetros de distancia y no movería el suelo bajo mis pies sino que haría temblar mi presente y mi futuro. El domingo hay elecciones en España. Sólo espero que esta vez el tsunami de los votos no me vuelva a hacer temblar y se limite a provocar el tan necesario PPexit.
Esta columna lleva en silencio más de un mes. Después de tres años en Londres me he mudado a Taipei (Taiwán) y, por lo que veo, lo hice justo a tiempo porque si no los británicos me hubieran dado una patada hoy mismo. Hasta ahora no he sido capaz de escribir una línea desde Asia porque me siento...
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Barbara Celis
Vive en Roma, donde trabaja como consultora en comunicación. Ha sido corresponsal freelance en Nueva York, Londres y Taipei para Ctxt, El Pais, El Confidencial y otros. Es directora del documental Surviving Amina. Ha recibido cuatro premios de periodismo.Su pasión es la cultura, su nueva batalla el cambio climático..
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