
Balcón de Europa, Nerja.
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Cuarto día en Nerja. Hoy hace un sol más severo, más rotundo, basta con apoyarse en la barandilla del balcón para comprobarlo. No entiendo por qué Juliette está contenta, ella dice que es porque el mar tan azul le recuerda a sus veranos en Niza, pero yo creo que es una cuestión de rayos ultravioleta y de verse de cuerpo entero en el espejo al final de la tarde.
El hotel Portofino tiene vistas al mar. No nos engañaron en la agencia turística, como otras veces. Insistimos mucho en lo de las vistas: queríamos que el mar llenase las ventanas, y no que apareciese un trocito azul al fondo, como pintado entre otras torres de apartamentos. En realidad "vistas al mar" significa que por las noches puedes pasar un rato tranquilo, antes de acostarte, en el balcón, delante de esa oscuridad que es el mar, que no se ve (más que en el reflejo de algunas luces de la costa) pero se oye. Olas mezcladas con grillos. Su sonido insistente va impregnando la habitación (sin que Juliette llegue a enterarse, dejo siempre abierta una rendija de la ventana), se introduce en el sueño en forma de caracolas y arrullos, y cuando te despiertas por la mañana y descorres las cortinas te lesiona los ojos un latigazo de luz azul brillante. Esto es lo que significa "vistas al mar", y la chica de la agencia lo entendió bien.
La mañana se me hace larga. A las ocho y media ya estamos levantados. Juliette se deprime si pierde los pocos días de verano en la cama. Subimos a desayunar a la terraza alta del hotel: zumo de naranja, tostadas, un vistazo a los periódicos; lástima que a Juliette le deprima también perder las mañanas en el hotel y que enseguida haya que doblar el periódico, incorporarse, saludar a Madame Blonsard, la regenta del hotel, y, sin más trámites, enfilar el caminito entre las rocas hasta encontrar una cala que tenga poca gente y que sea del agrado de Juliette. Nada más escoger el rincón apropiado, ella despliega la silleta, las esterillas, las toallas, los botes de crema, se instala en la orientación exacta según la posición del sol (aunque esto le obligue a adoptar planos inclinados, casi acrobáticos, porque las calas tienen una pendiente muy pronunciada), se recoge el pelo con el pañuelo de lunares azules, se desprende de la parte de arriba del bañador y se despide de mí: "ahí tienes la crema -me dice, como con prisa por dedicarse ya al sol-, extiéndetela bien, si no te quejarás por la noche; sobre todo la nariz y los hombros, ya sabes". Sí, ya sé, lo sé de sobra, pero ella tiene que decírmelo. En todo ese tiempo, yo apenas he logrado quitarme los calcetines o el reloj. Entonces lo primero que hago, antes incluso de embadurnarme con la crema, es acercarme a la orilla. Debe ser una costumbre de la infancia, de cuando íbamos a una playa de Cataluña y en cuanto mi madre se descuidaba ya estábamos fuera del alcance de sus recomendaciones sobre la digestión, las quemaduras o las rocas. El primer contacto con el agua es hostil, como si al mar le molestasen los intrusos: hace falta flirtear, jugar un poco con la espuma de las olas antes de mojarse la cintura; aunque en la adolescencia, sobre todo si íbamos con chicas, era obligatoria la carrera directa, el salto espectacular, la zambullida, las brazadas compulsivas y el saludo jovial desde alta mar dando el parte de lo fría o lo buena que estaba el agua a los que aún titubeaban en la orilla. Ahora no, ahora me mojo los pies y voy dando un paseo de un extremo a otro de la cala, mirando a las morenas de bañador rojo, las rubias de bañador verde, las pelirrojas de bañador amarillo, las quinceañeras en bikini y en grupos de cinco, las veinteañeras en bañador completo y de dos en dos, las treintañeras en topless y solas. A veces también miro a Juliette, y me imagino que es una desconocida que está tomando el sol. Entonces es cuando más me gusta: sus formas bonitas no me recuerdan sus regímenes vegetarianos estrictos, sus piernas suaves y brillantes no son las mismas que otras veces ha escondido con las sábanas por haberlas descuidado una temporada, su pelo negro es bonito y no tengo por qué saber la marca del suavizante que utiliza, su boca es perfecta y nunca ha pronunciado un reproche, y ni siquiera tiene por qué llamarse Juliette: podría ser también Martine, Carmen, Carla, Corinne. Una mujer de en torno a los treinta, tan atractiva como ella. Los otros hombres también la miran. Algunos de los que pasan por el camino que recorre las calitas incluso se paran, se apartan el sol colocando la mano como una visera y se quedan un buen rato fisgándola, se creen que está sola y se preguntan si alguna vez ellos podrían estar a su lado, o simplemente alimentan imágenes para sus fantasías de soledad. También entonces me gusta más Juliette, cuando noto que otros la desean, aunque sean hombres feos y gordos que pasan con una camisa sucia y unos pantalones vaqueros apretados por debajo de la panza.
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Cuarto día en Nerja. Hoy hace un sol más severo, más rotundo, basta con apoyarse en la barandilla del balcón para comprobarlo. No entiendo por qué Juliette está contenta, ella dice que es porque el mar tan azul le recuerda a sus veranos en Niza, pero yo creo que es una cuestión de rayos...
Autor >
Miguel Pasquau Liaño
(Úbeda, 1959) Es magistrado, profesor de Derecho y novelista. Jurista de oficio y escritor por afición, ha firmado más de un centenar de artículos de prensa y es autor del blog "Es peligroso asomarse". http://www.migueldeesponera.blogspot.com/
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