Brontëlandia, el sueño deformado del turismo literario
Restaurantes, tiendas y hasta un Bröntebus con WiFi gratis. Haworth, el pueblo en el que vivieron y murieron las hermanas Brontë, es toda una explotación turística al norte de Inglaterra
Raquel C. Pico Haworth , 7/09/2016

Los restaurantes prometen cocina decimonónica en una de las calles de Haworth.
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Keighley es, a primera vista, una pequeña ciudad adormecida del norte de Inglaterra, una parada más en una de las líneas de trenes regionales que recorren Yorkshire y, posiblemente, un lugar al que nadie iría si no tuviese para ello ciertos motivos. En las páginas oficiales de turismo de la zona es posible descargarse un trayecto turístico para hacer un recorrido por sus calles y ver los edificios más destacables en, prometen, unos 45 minutos.
La localidad, que vivió tiempos de esplendor en la época victoriana y eduardiana gracias al boom de la industria textil, tiene un par de calles con la arquitectura de esa era y el regusto de la Belle Époque, pero lo que importa al turista sobre Keighley y lo que hace que uno acabe allí tras dejar atrás el tren que viene de Leeds es que la ciudad es el punto de partida para el peregrinaje a la casa de las hermanas Brontë.
De la estación de autobuses de Keighley parte el oficialmente llamado Brontëbus (el nombre está bien visible en la carrocería exterior y en varias partes del interior, donde también opera la Brontëbus Free Wifi, para navegar por la red del siglo XXI cortesía de Anne, Charlotte y Emily), que recorre las serpenteantes carreteras y deja al turista en Haworth, el pueblo en el que crecieron y murieron (salvo Anne) las hermanas, antes de seguir camino hasta otros pueblos (o al menos eso prometen en la oficina de turismo de Leeds) bonitos y pintorescos.
Quien no quiera ir en autobús puede tomar un tren de vapor, que hace un recorrido semejante, pero con un toque mucho más vintage que un autobús de línea y sin WiFi gratis bronteniano. En el tren de vapor un revisor va anunciando las paradas a gritos, como en los trenes del pasado, para dar color. En el Brontëbus, el conductor (que posiblemente esté muy acostumbrado a los turistas brontënianos) indica amablemente cuál es la mejor parada para quedar lo más cerca posible de la rectoría en la que se criaron las hermanas.
La parada en cuestión hace que se entre al pueblo por el parking de un centro de salud, lo que no es muy emocionante literariamente hablando (aunque lo primero que verá quien escoja esa ruta será una señal de una calle en honor a Heathcliff) pero es eficiente en cuestiones de tiempo y espacio. Solo habrá que subir unas escaleritas, una cuesta y se llegará a la oficina de turismo de Haworth y se podrá uno sumergir directamente y sin esperar mucho más en la experiencia Brontë. El turista ha llegado, al fin, a Brontëlandia.
Cuesta abajo se suceden las tiendas con nombres inspirados en las obras de las hermanas (que si el café Bronte, que si el salón de té Villette) y los productos de aires vintage para tener una experiencia auténticamente victoriana. Se pueden comprar boinas con nombres de la familia, pinturas de colores que estaban de moda en el pasado o sales de baño hechas en Haworth en botellas vintage.
Cerca de donde empieza el desvío que lleva a la iglesia y a la casa de las hermanas hay una tienda de golosinas y caramelos que parece sacada de una serie de época de la BBC y, en el lugar en el que "Branwell Brontë compró el opio que sería la causa indirecta de una muerte temprana", hay una tienda que recrea los ultramarinos del pasado. Una placa de aires antiguos (de donde sale el entrecomillado) recuerda lo que el infeliz de Branwell compraba en el pasado. Y, por supuesto, los dos pubs en los que Branwell se emborrachaba (y que estaban muy cerca de la iglesia) siguen estando donde estaban y siguen sirviendo a quienes visitan la zona.
La casa de las hermanas Brontë no está en medio de la calle principal, como tampoco lo estaba en su época. Hay que desviarse, pasando por delante de uno de los pubs favoritos de Branwell, y recorrer un pequeño camino, dejando al otro lado la iglesia y el cementerio lleno de tumbas irregulares (se estima que hay más de 40.000 personas enterradas allí) que ahora los turistas aman por sus aires románticos (y porque era una de las cosas que se veían desde las ventanas de la rectoría, lo que da el plus de escalofrío literario).
Cualquiera es libre de poner un nombre basado en las Brontë a su negocio, ya sea una firma de taxis o un take away, si es lo que quiere
El museo, que intenta recrear minuciosamente cómo habría sido la casa en la época de las hermanas Brontë, está lleno de gente, o al menos lo estaba este agosto si se compara con cómo estaba de lleno el museo de Jane Austen (otra escritora que mueve peregrinos) hace unos años y con cómo está cualquier museo literario de España en un día corriente. Además de la fama de las hermanas, este año está considerado Año Brontë, ya que se cumplen 200 años del nacimiento de Charlotte, lo que hace que encontrar una excusa para peregrinar a Yorkshire sea más fácil que nunca.
Según datos que facilitan desde el propio museo, cada año lo visitan unas 70.000 personas, cifra que esperan superar este año gracias a las celebraciones del bicentenario. "De forma anecdótica, un tercio de nuestros visitantes son de otros países, un tercio de Yorkshire y otro tercio de otros lugares de Reino Unido", apuntan por email. "Nos visitan más mujeres que hombres y sabemos, gracias al libro de visitantes y al feedback en redes sociales, que para mucha gente visitar la rectoría es una suerte de peregrinaje o la ambición de una vida", añaden.
Turistas en Brontëlandia, desde 1858
Lo que no es, es el ser algo nuevo. Los turistas ya empezaron a aparecer en Haworth en vida de la propia Charlotte Brontë, una vez que se supo, tras la muerte de Emily y Anne, que el misterioso Currer Bell no era otro que la hija de un clérigo. A la escritora esos primeros turistas le parecían molestos. El gran boom del turismo literario a la tierra de las Brontë no llegó sin embargo hasta un poco más tarde y tiene como gran ‘culpable’ a la misma persona que es responsable de una gran parte de la leyenda sobre Charlotte y sus hermanas, la escritora Elizabeth Gaskell. Gaskell escribió y publicó poco después de la muerte de Charlotte Brontë una biografía sobre la autora, de la que había sido amiga en sus últimos años de vida.
Las guías de viaje especializadas en la tierra de las Brontë habían aparecido entre el final del XIX y el principio del XX
Como bien cuenta Lucasta Miller en The Brontë Myth, la biógrafa convirtió la vida de la autora en lo que ella creía que tendría que haber sido y reajustó aquí y allá y magnificó allí y allá ciertos elementos para que todo encajase con su visión de los hechos. Leyendo a Miller, no se puede evitar pensar que Gaskell, en el presente, habría tenido una gran carrera escribiendo en la prensa amarilla o produciendo textos en la era del clickbating. En su presente, Gaskell ayudó a crear el mito de Charlotte Brontë como ángel del hogar victoriano (esa pobre y sacrificada señorita Brontë) y metió a Haworth en la ruta de lo turístico creando la imagen de un pueblo apartado, aislado, salvaje, en el que las hermanas escritoras vivían en medio de los brutales elementos. Haworth era como un subidón de escabroso encanto romántico.
La biografía apareció en 1857 y en 1858, como apunta Miller, la afluencia de peregrinos (que se autodenominaban así y no turistas) era tal que los lugareños ya habían empezado a hacer negocio. A lo largo de los años siguientes ya no solo se podían comprar los libros de las hermanas en cualquier rincón del pueblo, sino que además el visitante se podía hacer con souvenirs como postales y similares. Quienes no se conformaban con lo producido en masa, que los había, se afanaban en hacerse con reliquias, como el marco de la ventana de la habitación de Charlotte Brontë al que un turista estadounidense arrancó un trozo y como cualquier palabra escrita por la escritora (sus cartas eran cortadas en trocitos para satisfacer la demanda y repartidas por palabras).
En 1895, la localidad tenía ya un flujo de 10.000 visitantes anuales. Un periodista local había impulsado la creación de un museo dedicado a las hermanas y había dado un nuevo empujón al turismo. Cuando en los años 20 el museo pasó a la casa rectoral, la inauguración (cualquiera que vaya hoy al museo puede ver las fotos) logró atraer a riadas de personas. Entre el final del XIX y el principio del XX habían aparecido, además, las guías de viaje especializadas en la tierra de las Brontë.
Los primeros turistas se quejaban, además, de que no se les dejaba ver el lugar en el que había vivido y muerto Charlotte Brontë
Muchos de esos turistas se sentían un tanto defraudados de que la experiencia no fuese tan extrema como Gaskell había hecho pensar y como el discurso de los años siguientes había apuntalado. La casa rectoral estaba demasiado cerca del pueblo y el pueblo era demasiado poco pobre (no era El Dorado, cierto es, ya que la esperanza de vida era durante la época de las hermanas era de 25 años, pero tampoco era un lugar tan digno de novela gótica como el turista podía esperar y estaba rodeado por la industria textil). Los primeros turistas se quejaban, además, de que quienes vivían entonces en la casa rectoral no les dejaban entrar a ver el lugar en el que había vivido y muerto Charlotte Brontë (el entusiasmo por Emily es del siglo XX y la curiosidad hacia Anne aún no ha llegado).
Pero claro; quién va a plantear su decepción con la experiencia gótica de un pueblo al que ha llegado, al fin y al cabo, en un Brontëbus con WiFi gratis. Uno no puede esperar encontrarse a Heathcliff y a Cathy recorriendo los páramos a petición del viajero. Pero la visión romántica de las tres hermanas, que se criaron en el remoto medio de la nada salido de una novela gótica, sigue. Incluso ahora que el trabajo de feministas, biógrafos e historiadores ha puesto más en contexto quiénes eran las hermanas Brontë y cómo vivieron, influyendo las expectativas de los viajeros.
Quizás, llegar y encontrarse un pequeño pueblo inglés de la campiña no cumpla con la cuota de exotismo que uno espera. Quizás, probar a adentrarse un poco en los páramos haga que la imagen arrastrada de la lectura adolescente de Cumbres borrascosas quede un tanto desbaratada. “Si cambias las ovejas por vacas, esto podría ser un campo cualquiera de Galicia”, puede una tener que escuchar si viaja con quien no tiene por sagrados a los mitos literarios. Y que todo sea como al lado de casa hace que pierda un poco de misticismo literario.
El peligroso —¿o no?— efecto de la Brontëmanía
Tras visitar la casa, conocer los páramos (la ruta al completo son ocho kilómetros de caminata) y recorrer el cementerio buscando las tumbas de las dos criadas de la familia (los Brontë están dentro de la iglesia, también visitable y a la que se puede hasta seguir en Facebook), al viajero no le queda más remedio que volver a la calle principal, empedrada y llena de tiendas para comer. Los turistas del XIX iban a algunos de los pubs que frecuentaba Branwell y, con suerte, podían comer en una bandeja ligada a la familia. Los viajeros del XXI tienen más opciones para escoger y pueden ser captados en alguna puerta con promesas de comida típica y sabrosa, el punto cumbre del turismo de masas.
Los viajeros del XXI pueden ser captados en alguna puerta con promesas de comida típica y sabrosa
Puede que las opciones de merchandising de las Brontë sean más limitadas que las que se pueden encontrar en los puntos de turismo ligados a Jane Austen (que tiene hasta protector labial, de marca I Love Darcy), pero la pasión por las hermanas y por todo lo ligado a ellas no ha disminuido a lo largo del tiempo y sigue haciendo que se compre prácticamente cualquier cosa que se haya ligado a las hermanas. Charlotte, Emily y en menor grado Anne despiertan pasiones y convierten muchas veces a quienes se interesan por ellas en una suerte de adolescentes hablando de su ídolo, como comenta la protagonista de The Madwoman Upstairs, la muy irónica y metaliteraria novela que Catherine Lowell ha dedicado a la fiebre por las Brontë y que es, claro está, uno más de los productos asociados a las hermanas que inundan el mercado.
Cuando se pregunta por números a los responsables del museo (serio y literario) es inevitable preguntar también por el (comercial y no tan literario) efecto de la Brontëmanía. Ellos recuerdan que su misión, la de la Brontë Society, es "llevar a las Brontë al mundo y al mundo a Yorkshire" con actividades y acciones de preservación de fondos y materiales pero que no son quienes controlan a las hermanas y su memoria. "No poseemos a las Brontë y cualquiera es libre de poner un nombre basado en las Brontë a su negocio —ya sea una firma de taxis o un take away—, si es lo que quiere", apuntan. "No nos importa realmente", reconocen, "¡muchas veces presenta a las Brontë y su trabajo a nuevas audiencias!".
Y, en el fondo, quizás todo forme parte de la experiencia del turismo literario. El comprar el imán con la cara del escritor mientras se lamenta la banalización de la literatura es, al final, una parte más de la experiencia de peregrinar a la casa del autor favorito.
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Raquel C. Pico
Periodista, especializada en tecnología por casualidad, y en literatura por pasión.
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