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I
El viejo sigue yendo cada jueves a la biblioteca. Allí rastrea los catálogos digitales y las fichas. Antes escogía al azar, ahora selecciona un país y un siglo y durante varios meses explora tanto terreno como puede. Quince, veinte, treinta novelas inglesas del XIX y luego pasa al XVIII italiano o lo que haya traducido del siglo XX holandés. A veces puede enlazar varias elecciones tediosas; por carácter, le fastidia abandonar un libro a medias, pero si tuviese que recorrer la novela hasta el final invertiría demasiado tiempo. Los temas no le ayudan demasiado, envidia a los amigos que se han especializado en algún género, a quienes basta con que aparezcan París o el campo para sentirse satisfechos; le recuerdan a esos comensales a los que basta con una vajilla brillante para disfrutar del menú, con relativa independencia de la comida. No sabe muy bien cómo explicarlo, pero los libros que le gustan no se parecen en la ambientación ni en el tema ni en el estilo ni en los personajes ni en la época ni en el género: desprenden cierta radiación de fondo, una mirada compleja e intensa que por rutas imprevisibles termina remitiendo al mundo donde vive; leerlos se parece a sentarse en la mesa de los adultos, algo así, no sabe cómo explicarlo de otra manera. ¿Cómo reconocerlos? ¿Por qué no llevarán un distintivo? ¿No podría existir un circuito de menciones entre autores? ¿Libros que remitiesen a otros libros, listas, guías, orientaciones? Pero sabe que todo eso está fuera de lugar. A veces tiene la impresión de que parte de este legado está bajo su responsabilidad, atribuye esta vanidad (que se sacude con un golpe de cabeza) a las dificultades de encontrar a otro lector que haya seguido una ruta de lecturas parecida; a veces fantasea (incluso sueña) con una serie de coincidencias fantásticas que faciliten la conversación. Sabe que mucha gente cuida de la biblioteca, que todo queda registrado; pero esta idea tranquilizadora se precipita hacia la misma inquietud: si la clasificación neutra y el caos están recorridos por la misma ausencia de rutas, ¿cómo distinguirlos?
II
Al cumplir los cuarenta años la mujer advirtió (no como una idea vaporosa, sino con la imposición de un síntoma físico) que iba a morir sin haber leído todos los libros. Con la sana economía sentimental que la caracterizaba no tardó en sumergir su situación personal en perspectivas más amplias: ¿qué significaba aquello de «todos los libros»? No tenía el menor interés en los libros escritos por idiotas, ni por la erudición, ni por la cocina ni la jardinería ni la estrategia militar, ni por los romanos ni los chinos (con los chinos es que no podía). Lo que ella quería leer era «toda la poesía». «Toda la poesía» era al principio una selección en un libro de texto, aquellas páginas remitían a otras selecciones, listas y nuevos libros, comentarios... Se había acostumbrado a ver todos estos consejos jerárquicos como una disposición natural, como piedras o troncos que ayudan a ir de una orilla a otra del lago sin mojarse los pies. Era una mirada perezosa, ¿cómo había podido ser tan ingenua como para no reconocer que aquella cuidada disposición exigía una mano (o un ojo o un cerebro o un corazón) intencionado? La mujer se preguntó por qué motivo iba a tomarse nadie aquel trabajo. ¿Por generosidad? El altruismo era tan escaso que le parecía una respuesta complaciente. Claro que podían estar protegiéndola de algo, pero proteger también supone privar, alejar, negar. ¿Y si «toda la poesía» le interesaba por defecto, porque la habían distanciado de los textos que más podían conmoverla, interpelarla, invitarla a moverse o asociarse? Solo había una manera de comprobarlo, desentenderse de la amenaza del tiempo menguante e ir a por el bañador.
III
Los jóvenes sabían que podían volverse insoportables, era un precio que estaban dispuestos a pagar a cambio de ampliar los límites del lenguaje y de la sensibilidad, llegar dónde nunca había ido nadie. En este estado de euforia les tensaba recordar la parábola del pozo: "Había un brocal y había un foso, los dos se delimitaban mutuamente. Se sabía de criaturas que se habían instalado a vivir al filo del brocal, pero escapar lo que se dice escapar suponía arrojarse al foso. ¿Pero no era el brocal la única defensa contra el abismo? Y si uno se arrojaba por el foso (donde todo terminaba por perderse), ¿quién iba a enterarse de su valentía?”.
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Gonzalo Torné (Barcelona, 1976) ha escrito tres novelas, Hilos de sangre (2010), Divorcio en el aire (2013) y Años felices (2017). Escribe casi semanalmente sobre la Red en El cultural.
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Autor >
Gonzalo Torné
Es escritor. Ha publicado las novelas "Hilos de sangre" (2010); "Divorcio en el aire" (2013); "Años felices" (2017) y "El corazón de la fiesta" (2020).
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Carlos Brayda
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