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Historias del pellizco

La playa que fue Carmen Amaya

Esteban Ordóñez 4/03/2017

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El 19 de noviembre de 1963, en  Montjuïc, un grupo de camareros y artistas de la capital catalana jugaba un partido de fútbol. Todos corrían con esos pantalones cortísimos y gayumberos que se enfundaban los deportistas de la época. A uno de ellos lo llamó alguien desde la banda. El aludido se volteó y esperó tieso, con ese cuadrarse de palmípedo que se gastan los bailaores, hasta que aquel lo alcanzó y soltó la noticia: “Ha muerto Carmen Amaya”.

Una noche densa, el salitre asfixiaba la luz de las farolas. Inmediatamente, el joven canceló la actuación que tenía programada para más tarde y salió a recorrer Barcelona. Enfilaba las calles como si le golpearan tarantos dentro de la cabeza (el taranto, para quien no lo sepa, es una música siempre a punto de vestir de luto). Iba obcecado, endemoniado, con ese mirar a lo lejos retador por el que toda España empezaba a conocerle. Vio luz en el tablao de Bella Dorita. Oyó las palmas y la música e irrumpió en el jolgorio: “¡No tenéis vergüenza! ¡Que esté Carmen Amaya de cuerpo presente y haya un tablao flamenco abierto!”. La gente reconoció enseguida los pómulos tirantes, las piernas de bambú: era Antonio Gades... Hoy sabemos que él también se convirtió en un mito, que sus cenizas acabaron en el Caribe, rodeadas de revolucionarios cubanos. Pero el Gades de aquel noviembre tenía sólo 27 años y no dejaba de recordar. Estaba roto.

Aquella muerte exigía silencio, eso no era discutible. Carmen Amaya La Capitana, la única española desde el siglo XVIII que da nombre a uno de los cráteres de Venus, yacía en ese momento sobre una cama de su masía de Begur. Le habían enredado un rosario entre los dedos. Cuando la enterraron, un grupo de gitanos desvalijó la casa. No se trataba de un expolio, sólo querían guardarse alguna reliquia de la santa. No quedó nada. En el fondo, Carmen nunca tuvo nada.

Carmen Amaya La Capitana, la única española desde el siglo XVIII que da nombre a uno de los cráteres de Venus, yacía en ese momento sobre una cama de su masía de Begur

La mujer que sin parir un solo hijo iba a dejar huérfano a Antonio Gades y a cientos como él nació durante una noche violenta en el Somorrostro, un poblado de chabolas de la playa de Barcelona. Ocurrió también en noviembre. Era 1913. Desde el aire, el asentamiento conformaba una masa de escombros. Una montonera de caparazones viejos o restos de algún naufragio. Dentro: gitanos, gente descalza. Había también fogatas inclinadas y redes de pesca secándose.

Aquella noche, el mar y el viento golpeaban las casuchas. Micaela, la madre, tuvo que cambiarse de barraca para que el Mediterráneo no se llevara a Carmen Amaya nada más salir del útero. “Mi primera idea del movimiento y de la danza me vino del ritmo de las olas”, dejó dicho la bailaora.

Para hacerse una idea de la furia de la borrasca de aquel día basta con ver cómo La Capitana percutía con los nudillos en las mesas por bulerías: golpeaba, soltaba los dedos, rápido, uno tras otro, como una carraca, y acababa descerrajando unas palmotadas brutales. Lo hizo durante toda su vida: parecía estar  llamando a una puerta que nunca consiguió abrir. En la película Los Tarantos, aunque a su enfermedad le quedaba poco para terminar de matarla, España vio cómo abofeteaba la madera hasta levantar la mesa del suelo. Se dice que no hizo otra cosa en su vida que acordarse de la tormenta que la vio nacer. El escritor Jean Cocteau la definió así: “Es el granizo contra los cristales”.

Carmen era Amaya por parte de padre y de madre, y decía que todos los Amaya del mundo eran sus primos. Su padre José El Chino era esquilador y recorría las tabernas tocando la guitarra para ganarse el pan. Cuando Carmen tenía cuatro años, decidió llevársela por establecimientos como La Paz, la Taberna de El Manquet o el Cangrejo Flamenco. El padre tocaba y la pequeña, con el pelo hecho un borrón, bailaba y levantaba el polvo. Por Barcelona se hablaba de que una criatura indígena, con un aire como de cromo colonial, estaba inventando el baile.  

Hay crónicas que relatan la conmoción de quienes se enfrentaban a su salvajismo. Las escribió gente sobrepasada que caía con facilidad en el tópico del exotismo: sentimiento hecho carne, conocimiento desde antes de nacer, alma pura... No obstante, esos pasajes ofrecen una biopsia que permite imaginar con nitidez escenas de cómo el mundo descubrió a Carmen Amaya. Sabemos, por ejemplo, que actuó para el rey Alfonso XIII. La avisaron de que debía llamarlo “Majestad”, pero ella fue hacia él, le dijo “zeñó rey”, levantó los brazos, dio un par de giros y le tiró el bigote al suelo.

Detrás de sus contorsiones no se escondían esas providencias gitanas que tanto gustan. Era imposible explicar cómo bailaba, y recurrir a la raza regalaba un discurso atractivo. La razón de la genialidad quizás anide en terrenos más prosaicos. Desde bien pequeña, a Carmen le daba pena que su madre no tuviera con qué hacer fuego en casa. Aprendió a colarse entre decenas de piernas en las calderas de gas del Somorrostro, a escurrirse entre el tumulto para agarrar pedazos de carbón y llevarse un saquito para casa. Los hombres la adelantaban, cómodamente, con sus carretillas llenas mientras ella arrastraba el carbón mojado por la arena, inflando los músculos de los hombros, los tríceps, los gemelos. En la arena blanda uno pesa el doble de lo que pesa. En esa misma tierra, la ponía su padre a bailar durante horas, vigilándola, corrigiendo las posturas. La vestía con pantalones en lugar de falda para captar cualquier mínimo fallo y afinar la técnica (bailar con pantalones sería uno de sus desafíos).

Por si no practicaba suficiente, cuando salía a hacer algún mandado, La Capitana corría sola zapateando y girando y dándose jaleos. Ella explicaba que la culpa de su prodigio la tenía esa arena. Aquello era como entrenarse en una cámara hiperbárica. Luego en el escenario, por contraste, parecía que flotaba; todavía más cuando escapó a América. En aquel continente todo se sentía más ligero que en la España nefasta de los años 30.

En 1935 debutó en el Teatro Coliseum de Madrid. Fue casi una despedida. Un año después estalló la guerra y decidió huir con toda su familia. A las personas con pistola de este país le molestaban los gitanos y se daba la circunstancia de que cada vez más gente tenía pistola. Poco importaba que media península soñara despierta con su película María de la O.

En 1935 debutó en el Teatro Coliseum de Madrid. Fue casi una despedida. Un año después estalló la guerra y decidió huir con toda su familia. A las personas con pistola de este país le molestaban los gitanos

Carmen podría haber cruzado el charco años antes porque le propusieron trabajar allí, pero no entendía que sólo se pudiera viajar en barco: “¿Por qué no harán un túnel de Sevilla a Nueva York? ¿No dicen que los yanquis lo pueden too?”. El sonido de los tiros no dejó otra opción. En el Campo de la Bota, pegado al Somorrostro, empezarían pronto los fusilamientos.

En esa tierra iba a forjar su leyenda universal. Pasó años de gira por Latinoamérica (Argentina, Uruguay, Bolivia, Brasil…). Conquistaba grandes teatros y luego se paraba a la orilla de los caminos para bailar en los pueblos desvencijados. Los campesinos veían aterrizar un tumulto de 25 personas liderado por una mujer con mirada de galope: un tornado humano que se marchaba rápido y sólo dejaba un recuerdo y mucha polvareda.

Cuando tocó a la puerta de Estados Unidos le pusieron un papel delante, pero no sabía firmar y la mandaron a Cuba para que aprendiera por lo menos a echar un garabato. Una vez en Manhattan, debutó en el Carnegie Hall, uno de los mayores templos mundiales del espectáculo. Se corrió la voz, las entradas volaban. Había que aumentar los contratos. Carmen Amaya concitaba más público que Frank Sinatra. Un cartel del Hollywood Bowl anunciaba dos días de la catalana y uno sólo para el crooner. También la contrataron para aparecer en diferentes películas. Podría haber atesorado una fortuna, pero siempre repartía las ganancias entre los veinte familiares y amigos de su tribu. Le irritaba el tacto del dinero: “Si lo tengo, al primero que me lo pide se lo doy. Y si no me lo pide nadie, pago por un paquete de cigarros 10 veces más de lo que vale. Así, me voy sin una perra en el bolsillo y duermo a gusto”, dijo.

Franklin D. Roosevelt, para quitarse a los nazis de la cabeza, la mandó llamar. La Capitana acudió a la Casa Blanca. Al presidente casi se le despiertan las piernas cuando la vio. Ella se negó a cobrar y él le envió una chaquetilla de torero cosida de oro y brillantes. La bailaora se acordó del carbón mojado del Somorrostro, sacó unas tijeras y desprendió las piedras preciosas para repartirlas entre sus bereberes. En otra ocasión compró 25 relojes de oro, les dijo que así llegarían puntuales a los ensayos. Probablemente no lo cumplieron. Dicen que si un flamenco, de pronto, se convierte en un tipo puntual, significa que está perdiendo el compás.

Franklin D. Roosevelt, para quitarse a los nazis de la cabeza, la mandó llamar. La Capitana acudió a la Casa Blanca. Al presidente casi se le despiertan las piernas cuando la vio

Una historia circulaba por América. Un día, en el Waldorf Astoria, hotel de lujo de Nueva York, la clientela empezó a arrugar el hocico. El ambiente se cargó de un humo pestilente. Es de suponer que se rompió algún monóculo de puro sofoco y que varias sirvientas corrieron a dar aire con un pañuelo a sus señoronas... Sucedía que le habían regalado un buen canasto de sardinas a La Capitana y las estaba asando en la habitación. La tribu Amaya inauguró el género punk arrancando las maderas del parquet y prendiendo una fogata. Otra versión cuenta que destrozaron dos sillas de 900 dólares y las usaron de leña. El caso es que la leyenda cruzó el Atlántico y alcanzó los mercados y las calles de la España claustrofóbica de la dictadura: una gitana catalana estaba enseñándole cuatro cosas a los yanquis.

Hay una imagen de la Capitana descendiendo la escalinata de un avión abrigada hasta la nariz en 1963. Iba tocada de muerte. Arrastraba una insuficiencia renal gravísima desde hacía muchos años. Seguía viva gracias a las toxinas que eliminaba al bailar, pero ahora el baile la abandonaba. Uno de sus últimos órdagos a la muerte quedó grabado. La película Los Tarantos, la versión calé de Romeo y Julieta, recogió un testimonio histórico. La historia se grabó en el Somorrostro. A las chabolas le quedaban tres años para desaparecer; a Carmen, unos meses: no llegó a asistir al estreno de la cinta.

En aquella playa, su baile demostraba su auténtica proporción de pureza. Sin luces, sin ecos teatrales; sólo la arena y el Mediterráneo. Carmen zapatea, espalda rigidísima, quijadas tensas. En los escenarios no se adivinaba el misterio de la inclinación de su cuerpo, en la playa sí. En el film quedó claro que siempre tuvo en cuenta el viento del Somorrostro. Fuera adonde fuera, aquel aire fatal le empujaba por la espalda. El taconeo era una estrategia, un no dejarse vencer; con él trituraba el aire, despedazaba el dolor y la amenaza del tiempo. Era un juego arriesgado en el que aplicaba una fuerza titánica. Un análisis científico diría que, según la física y la anatomía, su cuerpo debía haberse descoyuntado, que ningún esqueleto puede aguantar tanto. Su potencia rompía las cadenas del género. Carmen miraba con ojos de mujer y mandíbula de hombre; golpeaba las tablas con rodilla de hombre y las surcaba con cadera de mujer. Ni una cosa ni la otra: lo suyo era un estado primigenio. Si su danza se tradujera a palabras, saldría algo parecido a Trilce de César Vallejo. Ella compartía los ingredientes de aquella sublimación literaria: esa forma de lamer el corazón a través de romper todos los códigos gramaticales, ese llegar al animal mediante una rebeldía humanísima.

***

Antonio Gades llegó roto aquel 19 de noviembre al tablao de Bella Dorita. Sospechaba que parte de su camino de genio necesitaba de la huella temperamental de la que acababa de morir. La primera vez que el maestro la vio se quedó paralizado. Al final de la actuación, se fue llorando hacia su camerino, siguió llorando dentro, mirando a la diosa, dejándose abrazar por ella, sin enhebrar palabra, y con las mismas salió llorando. A Carmen no le gustaba hablar de baile, “hablaba de cosas más simples, siempre con un paquete de tabaco rubio, el mechero en la mano izquierda y una taza de café”, contaba Antonio.

El entierro de La Capitana fue multitudinario. Una mañana su tumba apareció vacía y se dijo que su marido se la había llevado a Santander. El único punto de peregrinaje que queda es la fuente que lleva su nombre en Barcelona. Se esculpió en su honor sobre los restos del caño viejo. Sólo los niños se mojan toda la cara cuando beben, y eso hace más patria que cualquier ideología. Ella tenía siete años cuando llevaron el agua al Somorrostro. Siempre se acordó de ese día. Entró un vecino cojo en su cabaña y la despertó: “Levántate, que tú eres nuestra artista y tienes que bautizar la fuente”. Ella se levantó, su padre cogió la guitarra. En el camino la gente se fue uniendo a esa gitanilla que apenas levantaba unos cuantos palmos del suelo. Compraron una botella de anís barato. Alrededor del chorro de agua pajareaban los chiquillos del barrio. La Capitana agarró la botella y los miró a todos. Su gente esperaba. Rompió el casco contra la piedra de la fuente y salpicó por los aires una mezcla de anís y vidrio. El Chino tocó la guitarra y ella bailó por bulerías. Más tarde le preguntarían por el momento:

- ¿Y no os bebisteis el anís?

- Se lo bebió la fuente.

 

BIBLIOGRAFÍA

 

Carmen Amaya. La biografía. Francisco Hidalgo Gómez. Carena

Historia social del flamenco. Alfredo Grimaldos. Península.

Carmen Amaya. 1963. Ana María Moix, Colita y Ubiña. Libros del silencio.

La voz de los flamencos. Miguel Mora. Siruela.

¡Carmen!, La Capitana. Marcel.lí Parés. Documental de RTVE: 

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Autor >

Esteban Ordóñez

Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.

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