Elecciones en Países Bajos: los límites del sentido común
Según indican los ‘pactómetros’, se tendrán que juntar cinco o más formaciones para llegar a una mayoría de 76 escaños que no incluya el Partido por la Libertad de Geert Wilders
Sebastiaan Faber 12/03/2017
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A una semana de sus elecciones nacionales, Holanda está confusa y preocupada. El 15 de marzo, los neerlandeses votarán para dividir los 150 escaños de su Segunda Cámara entre los 28 partidos que compiten por su apoyo. Es un reto que se presenta “más difícil que nunca”, según el moderador del debate televisivo entre ocho líderes de partido que se celebró el 5 de marzo. Tres cuartos de los votantes todavía no están seguros de a quién apoyar en estos comicios, cuyo objetivo es permitir la formación de un nuevo gobierno. Nadie sabe si va a ser posible lograr tal cosa.
Que ningún partido obtendrá una mayoría absoluta está fuera de duda. Nada es más normal: desde la Segunda Guerra Mundial, el país –que consta de una sola circunscripción rigurosamente proporcional– ha tenido únicamente gobiernos de coalición. Aun así, estas elecciones se anuncian históricas. Puede ser la primera vez que la formación que más votos gane sea el Partido por la Libertad de Geert Wilders: un partido cuyo líder es su único afiliado y cuyas propuestas violan los principios fundamentales de la Constitución neerlandesa. Entre otras cosas, Wilders se propone prohibir el Corán y cerrar las mezquitas; negar la entrada al país a todo refugiado y todo inmigrante musulmán; abandonar la Unión Europea; reducir la ayuda internacional; y subir el presupuesto de Defensa. Las últimas encuestas indican un empate virtual entre el PVV de Wilders y el Partido Liberal (VVD), liderado por el actual primer ministro, Mark Rutte. Según la página web Peilingwijzer, que recoge todas las encuestas principales, ambas formaciones sacarían entre un 16% y un 17%. La mayoría de los partidos ya ha indicado que no formará gobierno con Wilders.
Wilders se propone prohibir el Corán; negar la entrada al país a todo refugiado y todo inmigrante musulmán; abandonar la UE; reducir la ayuda internacional; y subir el presupuesto de Defensa
El auge de la derecha xenófoba ha sumido al país en una profunda crisis moral que contrasta con sus cifras macroeconómicas relativamente esperanzadoras. A pesar de que ha aumentado la desigualdad social desde 2008 —un 3,3% de las familias llevan más de 4 años viviendo bajo el nivel de la pobreza— Holanda sigue siendo uno de los países menos desiguales de la UE. Según Eurostat, en enero Holanda era el sexto país de la Unión Europea con menos desempleo; un 5,3% de la población activa está sin trabajo, cifra que a comienzos de 2014 todavía se aproximaba al 8%. Y, aunque la inmigración produce cada vez más ansiedad, la verdad es que en los últimos 15 años el número de inmigrantes y solicitantes de asilo ha bajado.
A pesar de todo, las elecciones están marcadas por un alto nivel de preocupación. Los que se sienten atraídos por Wilders han perdido toda fe en la política convencional. Temen –o creen que ya han experimentado– una pérdida de estatus, bienestar e identidad nacional. Pero los que se oponen a Wilders, incluida la mayor parte de los grandes medios y la clase intelectual, también se enfrentan a una crisis de identidad. El éxito de la derecha populista les obliga a revisar la imagen positiva que siempre han tenido de su propio país. Una Holanda donde una quinta parte de la población apoya a un partido xenófobo ya no puede ufanarse de ser referencia internacional de la tolerancia progresista. Al mismo tiempo, les está costando encajar las acusaciones de elitismo e hipocresía que les lanzan Wilders y los suyos.
Mientras tanto, el terremoto que se anuncia para el 15 de marzo promete recomponer la correlación de fuerzas dentro de la izquierda neerlandesa. El partido socialdemócrata (PvdA), una de las tres grandes formaciones tradicionales, lleva gobernando desde 2012 en coalición con los liberales de Rutte. Pero su obediente adopción de la austeridad impuesta, desde Bruselas, por su propio ministro de Finanzas, Jeroen Dijsselbloem, no ha sentado nada bien entre las bases. Tampoco ven con buenos ojos que Holanda se haya convertido en paraíso fiscal para corporaciones multinacionales mientras que los servicios sociales han sufrido recortes brutales –entre 2011 y 2017 se han recortado 30.000 millones de euros en los gastos del Estado mientras que se han recaudado 16.000 millones más en impuestos, con el fin principal de reducir el déficit– y se han abolido las becas estatales para los estudios universitarios. Según las encuestas, los socialdemócratas pueden perder más de la mitad de sus votos, quedándose en un raquítico 8%: el peor resultado electoral desde su fundación en 1946. Por otra parte, la Izquierda Verde (GroenLinks), encabezada por Jesse Klaver, hijo treintañero de padre marroquí y madre de ascendencia indonesia, podrá cuadruplicar su representación parlamentaria (le predicen un 11%, con lo que subiría de 4 a 16 escaños). Mientras tanto, el Partido Socialista (SP), que representa una izquierda más tradicional, sacaría un 9% (unos 14 escaños).
El terremoto que se anuncia para el 15 de marzo promete recomponer la correlación de fuerzas dentro de la izquierda neerlandesa. El partido socialdemócrata (PvdA) lleva gobernando desde 2012, pero su obediente adopción de la austeridad no ha sentado bien entre las bases
Es probable que al menos una de estas formaciones progresistas entre en el siguiente gobierno. Según indican los pactómetros, se tendrán que juntar cinco o más partidos para llegar a una mayoría de 76 escaños que no incluya el partido de Wilders. En Holanda, los procesos de negociación para formar gobierno suelen durar varios meses. En este caso –con un parlamento sumamente fragmentado y el PVV en cuarentena– es posible que tarden bastante más. Para complicar las cosas, los partidos están divididos por grandes desacuerdos sobre los temas que más preocupan a la ciudadanía holandesa: la sanidad, la inmigración, el sistema fiscal, el sistema de pensiones, la eutanasia y el medio ambiente.
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Las campañas electorales holandesas, como las españolas, tienen un regusto casero que produce vergüenza ajena al mismo tiempo que inspira confianza. El modelo estético y operacional es, como en todas partes, Estados Unidos, el ápice de la política profesional. Hace tiempo que los políticos neerlandeses contratan a asesores de imagen y gerentes de campaña, que se dedican con esmero a construir mensajes convincentes y buscar el ángulo que más favorezca a su candidato. Y, sin embargo, el resultado tiene un inconfundible deje chapucero. Se ve la buena voluntad, pero los valores de producción no pasan del nivel amateur. Pocos holandeses, en todo caso, se van a dejar convencer por los malabarismos discursivos o escénicos inventados por los expertos de comunicación. Tienen una profunda alergia cultural a toda conducta forzada; en la cultura neerlandesa, la torpe autenticidad se precia más que la aparente fluidez. Los carismas interesan menos que los programas. Mala suerte para los asesores, pero la democracia sale ganando.
De hecho, fueron los holandeses los que, con su peculiar combinación de creatividad y sentido práctico, introdujeron el concepto del dispositivo de consejo electoral: la stemwijzer, o guía del voto, difundida por primera vez, en papel, en 1989. Se trata de una sofisticada encuesta –hoy electrónica– que le permite a cualquier votante contestar una serie de preguntas en torno a convicciones ideológicas y medidas concretas para ver qué partido representa mejor su visión. En años recientes el dispositivo se ha adoptado en muchos países, pero en ninguno se usa tanto como en Países Bajos. En 2002, una cuarta parte del electorado se servía de la guía; para 2007, era un 40%, porcentaje que se mantiene hoy. La política, en Holanda –nación de comerciantes– es una labor de sentido común.
Ahora bien, uno de los rasgos más llamativos del PVV es su rechazo radical de esa cultura política nacional. Wilders se ha negado en redondo a participar en la mayoría de los debates electorales. Alega riesgos de seguridad (lleva doce años bajo protección policial permanente) para limitar su presencia pública a sus comunicaciones en Twitter. Y su partido tampoco ha proporcionado las respuestas necesarias a las preguntas de las diferentes guías electorales en uso. La verdad es que le costaría darlas; su programa electoral, como el de Esperanza Aguirre, consta de una sola página.
No sorprende que Wilders y los suyos rompan con las costumbres y convenciones de la política holandesa, basada en la seriedad, el compromiso y la confianza mutua. Lo que sorprende es que le dé réditos. ¿Significa que una quinta parte del electorado holandés da por perdido el sentido común? No necesariamente. De los muchos estudios científicos y periodísticos que ha suscitado el fenómeno Wilders se desprende que muchos de sus votantes no lo son, ni mucho menos, de forma incondicional. Es más, no están de acuerdo con todo lo que dice el oxigenado parlamentario xenófobo. Eso sí, la gran mayoría de sus votantes están convencidos de que la clase política convencional –su consenso y sentido común incluidos– no están interesados en ellos y sus problemas y que, si lo estuvieran, no serían capaces de encontrarles soluciones.
A finales de enero, las encuestas profetizaban un 20% para Wilders y su ‘movimiento’, más que a ningún otro partido. Por esas mismas fechas, Rutte y su partido liberal (VVD) desplegaron un doble ataque. Por un lado, el primer ministro fue a por el voto útil. Prometió que nunca formaría un gobierno con Wilders, indicando que un voto al PVV sería, pensando en la constitución de un gobierno, un voto perdido; y que la mejor forma de parar a Wilders sería votar al VVD. (De hecho, hay votantes izquierdistas que están dispuestos a votar a la derecha sólo para evitar una victoria de Wilders.) Al mismo tiempo, Rutte moldeó su discurso para apelar al orgullo nacionalista y xenófobo que mueve a los votantes de Wilders. En una carta abierta a la ciudadanía publicada en una página entera en todos los grandes periódicos decía que, si fuera por él, todos los inmigrantes que no eran capaces de comportarse de forma “normal” —es decir, culturalmente holandesa— era mejor que se largaran. El pasaje más interesante del texto caracterizaba a los “anormales” como personas que “acosan a los gays, gritan a las mujeres que llevan faldas cortas o llaman racistas a holandeses normales”. En una hábil maniobra retórica, Rutte absolvía a todo holandés “normal” de ser racista. También de ser homófobo y machista. La táctica parece haber surtido efecto. En las últimas encuestas ha bajado el partido de Wilders, mientras que Partido Liberal le va ganando. Rutte no es el único que busca aprovecharse del caudal sentimental del patriotismo. Sybrand Buma, líder del partido cristianodemócrata (CDA), propone que todos los colegios holandeses enseñen el himno nacional, “el himno más antiguo y hermoso del mundo”.
A finales de enero, las encuestas profetizaban un 20% para Wilders y su ‘movimiento’, más que a ningún otro partido. Por esas mismas fechas, Rutte y su partido liberal (VVD) desplegaron un doble ataque
La izquierda, por su parte, intenta apelar a otro instinto patriótico: el orgullo por los valores tradicionalmente holandeses de la tolerancia y la solidaridad. “Estoy de acuerdo en que nuestra cultura nacional no está lo bastante protegida”, decía Jesse Klaver, el joven líder de la Izquierda Verde, en el debate televisado del 5 de marzo. “Nunca me acostumbraré a que la gente me escupa: ‘A ti no te voto porque eres marroquí. Lárgate a tu propio país…’ Pero es lo que les ocurre a tantos que, como yo, tienen una historia migratoria. Y no debería ser así. En este país no deberíamos juzgar a nadie por su linaje”.
El éxito de Geert Wilders ha inspirado un nivel inaudito de inseguridad e introspección colectivas en un país que, durante décadas, se distinguía por su autoconfianza cultural y política. Quizás los sentimientos más compartidos hoy, por todo el espectro político, sean la frustración y la impotencia. Son los que mueven a los votantes de Wilders que se sienten excluidos, olvidados y amenazados y han dejado de creer en la política parlamentaria. Pero también los comparten los políticos, que se ven abocados a retos –el rompecabezas de la economía europea, los flujos migratorios, el cambio climático– que sobrepasan su órbita de poder y pericia.
Incluso si el PVV saliera como el partido más votado la semana que viene, no es probable que Wilders llegue a formar gobierno. A pesar de ello, Wilders ha conseguido cambiar su país. “Ningún líder político de la pasada década ha tenido un mayor impacto sobre la política holandesa”, escribía el periodista Tom-Jan Meeus en Politico en febrero. Y los resultados electorales de Wilders se leerán como augurio del éxito electoral de los partidos políticos europeos con los que más afinidad tiene, como el Frente Nacional francés de Marine Le Pen o Alternativa para Alemania (AfD) de Frauke Petry. Francia elige a su presidente en abril y mayo; las elecciones parlamentarias alemanas se celebran en septiembre.
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Sebastiaan Faber
Profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College. Es autor de numerosos libros, el último de ellos 'Exhuming Franco: Spain's second transition'
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