Cultura y precariedad
Beyoncé, el réquiem de Mozart y la muerte del autor
Puede que la precariedad sea, en sí misma, la esencia de la música. Los casos del compositor austriaco y la cantante estadounidense pueden ayudar a comprenderlo
Carlos García de la Vega 29/03/2017
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Me piden los de arriba que prepare un informe sobre la precariedad en la música. Ha sido una sorpresa que se hayan acordado de este pequeño negociado por fin. En cualquier caso, no tengo muy claro si lo han pedido para ridiculizar al departamento. Cultura y precariedad en este país son prácticamente sinónimos: en El Ministerio tenemos que lidiar con ella a diario. Pero hablando de música ya suena a recochineo. O a pleonasmo. Quizá quieran saber si somos necesarios o no. A lo mejor pretenden recolocarnos.
Es curioso, porque si algo es precario en la música es el propio sonido. Nunca he acabado de asimilar el concepto de onda sonora y sus parámetros de periodo, frecuencia, amplitud, longitud y forma. Además, al parecer, el sonido solo se propaga por fluidos elásticos, nunca por el vacío. Pero no hace falta recurrir a la física para no entender el funcionamiento del sonido. Basta con pensar en que, si frotas el arco de un violín contra una de sus cuerdas, de repente suena. Y es inexplicable. Pero supongo que no quieren que hable de eso.
Tampoco querrán que les recuerde la precariedad laboral de los músicos en este país, sobre todo de los freelance, a los que, para contratarlos, hay que pagar una Seguridad Social sospechosamente alta (33% del salario bruto), que contrasta con unas prestaciones sociales prácticamente inexistentes. Seguramente estén ocupándose ya de estos temas en la subcomisión del Congreso de los Diputados que algún día redactará el Estatuto del Artista.
También podrían querer informarse de lo precario que es para los programadores de música españoles hacer su trabajo, y de qué manera sus proyectos artísticos tienen que desarrollarse siempre a cortísimo plazo, siempre vinculados a la aprobación anual de presupuestos de las diferentes administraciones. La incertidumbre y la permanente sensación de que los políticos van a dejarles desamparados ante la profesión o la industria, como les gusta llamarlo ahora, es constante.
La incertidumbre y la permanente sensación de que los políticos van a dejarles desamparados ante la profesión o la industria es constante
Supongo, en realidad, que los de arriba quieren que hable de otras cosas más generales, o menos urgentes, para hacerles pensar un poco, o simplemente entretenerles.
Se me ocurre que si alguien ha tenido que sentirse en precario para hacer música últimamente ha sido Beyoncé (1981). Como se suele decir: más dura será la caída. El problema que tiene ser prácticamente perfecta (guapa, rica, talentosa) es que tienes mucho que perder. Como reacción a la infidelidad de su marido —“I was sent lemons, but i made...”—, Lemonade (2016) es el producto de alguien que se ha visto demasiado en la cuerda floja como para conformarse con pedir el divorcio o montar un escándalo. Beyoncé no hizo lo que cualquier otra persona despechada haría: ella se reinventó. Hay que imaginar el nivel de precariedad emocional para querer volverse otra persona ante la traición.
Otro grande que tuvo que vivir mucha más precariedad de la que seguramente le correspondía por su talento fue el pobre Mozart (1756-1791). Me lo imagino en Viena cambiando de casa en casa, escapando de los acreedores, viviendo a crédito y retorciendo al máximo el sistema, como si fuese un personaje de Vanity Fair (1848), de W.M. Thackeray. No sé si es problema mío, pero cada vez que hablo de Mozart tengo la necesidad de recordarme que el histrión que creó Tom Hulce para la película de Milos Forman es solo una ficción. No se sabe cuán impertinente era el compositor en realidad, pero sí se sabe que el encargo de hacer una misa de réquiem, por parte del conde Franz von Walsegg-Stuppach, para homenajear secretamente a su recién difunta esposa, le debió de suponer un alivio económico considerable.
Si se parecen en algo Beyoncé y Mozart es en que no podemos hablar con ninguno de los dos. Ella ya sólo se manifiesta no artísticamente –leyendo- cuando recibe un premio. Está a un nivel de estrellato en el que no le hace falta hacer promoción. De Mozart tenemos acceso a sus pensamientos íntimos a través de su correspondencia, lo cual es mucho más de lo que sabremos nunca de los pensamientos íntimos de Beyoncé, en realidad.
El caso es que a mucha gente se le llena la boca al hablar del réquiem de Mozart. Seguro que alguno de los de arriba se estremece con el Lacrimosa en la intimidad, y lo cuenta muy en público, para que se note que es melómano. Pero lo que realmente poca gente sabe es que en realidad el réquiem de Mozart no es de Mozart. Al menos no del todo. A pesar de la alegría que le supuso el encargo del conde, durante su composición le sobrevino a Mozart un ataque que resultaría fatal. No está del todo claro qué pudo ser la causa: la medicina forense en 1791 no estaba muy desarrollada. Pero el caso es que, cuando murió, en sus papeles solo dejó completo y orquestado el primer movimiento: Requiem aeternam, del introito. Del Kyrie al Confutatis sólo estaban escritas las partes vocales y el bajo continuo. Del resto de números nada más nos han llegado anotaciones autógrafas muy parciales del Lacrimosa de la secuencia y del Domine Jesu y el Hostias del ofertorio. Así que cuando vamos hoy en día a escuchar interpretar a una orquesta importante, con un director despeinado y un cuarteto vocal de tul y frac, el réquiem de Mozart, estamos escuchando una obra de creación colectiva.
Circulan memes en las redes sociales en las que comparan a los grandes nombres del rock clásico, que eran autores de la letra, compositores de la música, arreglistas e intérpretes de sus propias canciones, con las artistas pop de hoy en día, entre ellas Beyoncé. Es cierto que si uno revisa los créditos de Lemonade se encuentra con una lista interminable de autores de cada canción, de los autores de los samples utilizados, de los productores, y un apartado de “producción vocal” omnipresente que siempre firma la propia Beyoncé, que querrá asegurar una porción más de royalties por cada track. Lejos de parecerme mal, me parece asombroso y admirable que tanta gente se haya podido llegar a poner de acuerdo. Sobre todo cuando el producto es tan bueno musicalmente y susceptible, además, de presentarse en tres formatos: audio, vídeo y un impresionante directo.
Fue Constanze, la viuda de Mozart, la que se empeñó en honrar los últimos esfuerzos de su marido, y no paró hasta que consiguió que el compositor Franz Xaver Süssmayr (1766-1803), que hoy en día nadie conoce, accediera a completar el réquiem a partir de los manuscritos que quedaron bajo su custodia, para cobrar todo el encargo. Esto me recuerda a la historia de otra viuda, Helene Nahowski (1885-1976), la de Alban Berg (1885-1935). Este murió dejando sin completar el tercer acto de su ópera Lulu, y la historia, similar en un principio a la de Constanze y Mozart, acabó de una manera muy distinta y muy tozuda. Aunque eso lo explicaré en otro informe.
Los sistemas de trabajo de los autores del réquiem de Mozart y de Lemonade son completamente distintos, unos trabajaron en grupos, los otros sucesivamente. Pero eso da igual. Si uno lanza una mirada de reojo, se da cuenta de que la muerte del autor, que proponía Barthes en 1968 aplicándola a la literatura, es propia de la música prácticamente desde el origen de los tiempos. Que Dios a través de sus apoderados de la Iglesia de Roma fije la letra del propio de la misa de réquiem, que Mozart esboce la música, y que Süssmayr la complete, es tan posmoderno como que Hold up, tema de Beyoncé incluido en Lemonade, que dura tres minutos y cuarenta y un segundos, tenga al menos veinte autores.
Sé que los de arriba me pueden objetar que Barthes, en realidad, no estaba queriendo decir que los autores de literatura debieran escribir en grupo, y que toda su argumentación era metafórica: sólo matando el autor se le podía dar vida, presencia y relevancia al lector, y a su percepción/recepción múltiple del texto. Lo que pasa es que a este funcionario le gusta ser tanto literal como metafórico. Y antes de que me puedan decir que estoy pervirtiendo el sentido de las palabras de Barthes, tengo preparado el argumento de que no hay manifestación artística que conceda más relevancia al receptor que la música, incluso a pesar de los propios compositores. Cada oyente rellena la música de los significados que quiere o puede: no hay forma de atajar el proceso mental por el que unas músicas emocionan, otras animan e incluso las hay que ponen de mal humor. Tampoco hay arte que tenga más capacidad de evocación de otras músicas previas. Muchas veces los compositores de música académica colocan en sus partituras recuerdos musicales hasta de forma inconsciente. Precisamente por la precariedad en su capacidad significante: ésta es en sí misma la esencia de la música. Una misma canción, un mismo movimiento de sinfonía pueden cobrar un sentido completamente antagónico en la misma persona, en momentos vitales distintos. Es por esta precariedad por lo que los pesados de los musicólogos han dedicado mucho tiempo a analizar la música como si las sextas napolitanas generasen significado en sí mismas. La respuesta la tiene en realidad Barthes: el significado está en el oyente.
La música, además, es precaria porque la mayor parte del tiempo nadie se da cuenta de que está sonando. Su función retórica en el mundo audiovisual es impactante, y habría que intentar imaginar películas o programas de televisión sin efectos musicales enfáticos. Nos parecería que estamos viendo una pieza de teatro del absurdo. Pero que no se note no significa que no esté. Me llama la atención no haber leído nada acerca de la música en Moonlight, de Barry Jenkins. Mientras el guión, el operador de cámara,y la fotografía saturan al espectador, casi lo sofocan, la música creada ex novo para la película, al margen de los temas negros interpretados por Erykah Badu, Aretha Franklin, Barbara Lewis, etc., está escrita por el compositor blanco Nicholas Britell (1980), y retóricamente habla de todo lo contrario de lo que cuenta la película. Es una música arcaizante, que nos devuelve, con dúos de piano y violín y levísimos toques de electrónica, a la segunda mitad del siglo XIX, y a su peor versión: la del virtuosismo a lo Paganini. El propio Brittel ha soltado la perla de que pretendía “bring the arthouse to the hood”, lo que parece un tanto despectivo. Pero esta música, que podía haberse utilizado perfectamente para Master & Commander (Peter Weir, 2003), es la que seguramente haya hecho que los académicos tolerasen mejor esta película que aquella otra en la que Emma Stone y el chico triste no paran de cantar exasperantemente a distancia de tercera. Usa Brittel, además, una pieza litúrgica de Mozart de 1780, el Laudate Dominum de las Vísperas Solemnes de confessore, para elevar un poquito más el tono, tan barriobajero, de la película.
La precariedad económica y de salud, en el caso del réquiem de Mozart, dio lugar a que, al tener que completarlo Süssmayr, acabara echando en falta cierto sentido de la dramaturgia, incluso de sentido del humor. El resultado final apunta más al romanticismo del bel canto que al clasicismo intemporal en el que Mozart trazó el círculo de su influencia. Del mismo modo, en Lemonade toda esa gente aportando su granito de arena a cada canción está puesta al servicio de convertir a Beyoncé en una mujer distinta a la esposa engañada. El resultado fue que aflorase la negra que la industria había tratado de aclarar durante todos los años previos. Lo mejor en este caso, al contrario que en Moonlight, es que la negritud ha prevalecido tanto en lo musical como en lo visual, sin pretender disimularse. Pero no por esto a Beyoncé le ha dejado de salir disco antiguo, en el sentido de que en realidad parece hilado por el libreto de una ópera verista. Atentos a la historia de Manon Lescaut (1893) de Giacomo Puccini: un personaje femenino que vive el lujo en su matrimonio, es repudiada, cae la prostitución y muere “en una vasta llanura a las afueras de Nueva Orleans”. Beyoncé, como heroína de este disco-opera, es una mujer engañada, rota, al borde de la locura y la histeria, con pensamientos suicidas, que, mientras avanza la trama, consigue encauzar su vida, recuperar a su marido, y redimirse con una canción protesta, Formation, cuyo vídeo musical está grabado también en Nueva Orleans.
Tan protesta (los creadores blancos no han tenido demasiada suerte este año en las Academias de las Artes norteamericanas) que Adele (1988), al recibir el Grammy a mejor disco del año por 25 (2016), renunció simbólicamente a la votación de la Academia al interpelar directamente a Beyoncé, que acababa de perder, con este discurso de agradecimiento: “La artista de mi vida eres tú, Beyoncé, y tu álbum Lemonade es tan monumental, tan bien pensado, tan hermoso y tan relevante, que nos ha permitido ver otra parte de ti que no nos dejas ver siempre, y lo agradecemos tanto: nuestra alma está ahí, ¡joder!, te adoramos, y eres nuestra luz, y la forma que tú me haces sentir a mí y a mis amigos: a mis amigos negros; les ha reforzado, y les hace luchar por ellos mismos, y te quiero, siempre lo he hecho y siempre lo haré”. Tal es el poder del oyente de interpretar íntimamente cualquier tipo de música, sea cual sea su circunstancia.
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Carlos García de la Vega (Málaga, 1977). Se gana la vida haciendo que la música suceda, y a veces le gusta pensar sobre ella.
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Carlos García de la Vega
Carlos García de la Vega (Málaga, 1977) es gestor cultural y musicólogo. Desde siempre se ha dedicado a hacer posible que la música suceda y a repensar la forma de contar su historia. En CTXT también le interesan los temas LGTBI+ y de la gestión cultural de lo común.
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