LECTURA/HOMENAJE
Medio siglo contando el cuento en que sucede todo
Volvemos a ‘Cien años de soledad’, obra cumbre de Gabriel García Márquez y de la literatura de todos los tiempos, cuando se cumplen 50 años de su aparición
Miguel Ángel Ortega Lucas 17/05/2017

El escritor colombiano Gabriel García Márquez
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Entonces entraron al cuarto de José Arcadio Buendía, lo sacudieron con todas sus fuerzas, le gritaron al oído, le pusieron un espejo frente a las fosas nasales, pero no pudieron despertarlo. Poco después, cuando el carpintero le tomaba las medidas para el ataúd, vieron a través de la ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas. Cayeron toda la noche sobre el pueblo en una tormenta silenciosa, y cubrieron los techos y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que durmieron a la intemperie. Tantas flores cayeron del cielo que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro.
(No hay, adrede, comillas o cursivas en esa voz que habla más arriba: la mejor lectora de ese delirio, según el autor de ese delirio, fue una señora rusa que lo transcribió de principio a fin, de su puño y letra, palabra por palabra, con el fin de averiguar “quién es el loco, si él o yo”.)
¿De quién es esa voz; de qué alucinación es hija? Cuál es el pasillo arcano de la conciencia, de la casa oscurecida de la memoria del mundo, por el que va esa voz abriéndose paso como la letanía de niebla de una abuela, como la niebla repetida de un sueño; ¿cuándo empezó esa voz?: “El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”.
Hay que abrir ese libro como se consulta un oráculo, como se escucha un río, como se escribirán los mejores poemas: un ojo en el papel, el otro en el otro mundo (¿pero cuál mundo, en este caso, si todos parecen superpuestos en un mismo acorde de Tiempo que se desvanece sin dejar nunca de empezar, continuamente comenzando para siempre?): “Muchos años después” (¿después de qué, de cuándo en realidad?), “frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre le llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. (...¿Quién es el loco: esa voz, esa voz desde ninguna parte, o nosotros?)
Hay que abrir ese libro como se consulta un oráculo, como se escucha un río, como se escribirán los mejores poemas
Hay que leer ese libro como si uno mismo lo estuviera efectivamente escribiendo, como esa lectora rusa; porque uno mismo lo escribe mientras lo lee (mientras lo sueña), porque en realidad no está leyendo sino exhumando un recuerdo que lo está recordando a uno mismo mientras lo lee, mientras lo escribe, mientras lo recuerda al soñarlo de nuevo, descubriéndose.
En ese libro sucede todo, pero ¿desde cuándo viene sucediendo en realidad? Muchos años antes (¿de cuándo?), antes de la lluvia de flores amarillas de su entierro y mucho antes de morir también como un espectro bajo el castaño al que quedaría amarrado en la muerte, tras enloquecer de lucidez, José Arcadio Buendía estuvo varios días como hechizado, repitiéndose a sí mismo en voz baja un sartal de asombrosas conjeturas, sin dar crédito a su propio entendimiento. Por fin, un martes de diciembre, a la hora del almuerzo, soltó de un golpe toda la carga de su tormento. Los niños habían de recordar por el resto de su vida la augusta solemnidad con que su padre se sentó a la cabecera de la mesa, temblando de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y por el encono de su imaginación, y les reveló su descubrimiento.
–La tierra es redonda como una naranja.
Del amor y otros milagros
Ese libro comienza (el verbo comenzar miente aquí, igual que su contrario) con un éxodo que comienza por un remordimiento que comienza por un crimen. Está bien, Prudencio, le dice José Arcadio Buendía al fantasma de Prudencio Aguilar. Nos iremos de este pueblo, lo más lejos que podamos, y no regresaremos jamás. Ahora vete tranquilo. Fue así como emprendieron la travesía de la sierra, saliendo desde Riohacha. Fue así como fundaron Macondo, en un claro entre ninguna parte y el fin del mundo, cuando en realidad buscaban el mar, para descubrir su propia civilización en el lugar en que José Arcadio Buendía soñó que se levantaba una ciudad ruidosa con casas de paredes de espejo. Había de ser, durante años, una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie había muerto.
Y el tiempo pasa, el Tiempo gira en su espiral, y debe ser el calendario el que ponga orden en la sucesión de acontecimientos necesarios para que el propio Tiempo pueda cumplirse (¿por qué esa fijación inapelable y a la vez inaprehensible de días, de fechas, de cifras?): Amaranta nace un jueves de enero, a las dos de la madrugada. Aureliano clava en Úrsula su mirada que traspasa sin saberlo la naturaleza de las cosas y advierte: “Alguien va a venir”. (El domingo, en efecto, llegó Rebeca: cualquier domingo de este mundo). El día en que lo van a fusilar, Arcadio ve despuntar en el horizonte un miércoles radiante. Una noche, por la época en que se curó del vicio de comer tierra, Rebeca es sorprendida “con los ojos alumbrados como los de un gato en la oscuridad” por la india Visitación, que reconoce en ella los síntomas de la peste del insomnio, por cuyos efectos se sueña despierto y se ven también las imágenes de los sueños soñados por los otros, y cuya última estación podría ser, de no remediarse, el olvido absoluto de todo.
Y el tiempo pasa, el Tiempo gira en su espiral, y debe ser el calendario el que ponga orden en la sucesión de acontecimientos necesarios para que el propio Tiempo pueda cumplirse
¿Qué es este libro, en que parecen pasar todas las cosas que pudiera recordar el Tiempo? ¿Por qué retumba en la conciencia como el estrépito festivo y ancestral de la familia de gitanos desarrapados que llega a Macondo todos los años, por el mes de marzo, para dar a conocer con un grande alboroto de pitos y timbales los nuevos inventos? “Las cosas tienen vida propia”, pregonaba (pregona, pregonará) el gitano Melquíades; “todo es cuestión de despertarles el ánima”. Y José Arcadio Buendía, por supuesto, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza –la ambición de los hombres corre siempre más rápido que la ley natural que nos gobierna–, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil, un imán, para desentrañar el oro de la tierra.
Para eso no sirve, le reconviene Melquíades: y existe una fulguración, ahora, leído tantas veces después de tantos años de infancia en esa casa (iba a llamarse, este delirio, La casa, porque todo o casi todo transcurre en ella; como símbolo de un espacio sagrado, de la historia de un continente, de la leyenda de la especie humana), ahora, leídas tantas veces estas páginas en algún rincón del cuarto de alquimia al que volvería siempre Melquíades –muriendo mientras tanto de fiebre en los médanos de Singapur–, parece contener desde la primera página alguna clave ancestral: ese gitano sabio que asegura que todo tiene ánima, que es cuestión de despertar ese ánima, y ese atolondrado y quimérico animal de carga que es el primer hombre de la saga Buendía, intentando desenterrar (despertar) el oro de la tierra: no el oro del ánima, sino el oro metálico que sirve de moneda de cambio en el mercadillo de la calle de los Turcos. Desde la primera página, el hombre Buendía recibe quizás las señales para romper con la alquimia la cáscara de su soledad, encontrar el sentido, pero no las ve, no puede verlas, y sigue buscando.
(¿Cuenta eso esta voz, o tenemos que resignarnos a que sólo sea un delirio –el nuestro–?: ¿Cuenta el delirio, la voz de esta historia, secretos inmemoriales que sólo algunos chamanes de la tribu son capaces de exhumar, con la alquimia del lenguaje, contados como anécdotas sin importancia y sin saber ellos mismos, en el fondo, lo que están contando?)
Los hombres de este libro buscan, buscan, no dejan de buscar, como niños o héroes dementes, otros mundos: en las mujeres-madres, en las madres-diosas, en las diosas-tías, en descubrimientos improbables, en las guerras; las mujeres sostienen el mundo, todos los mundos, velando por que no se desbarate la argamasa sutil que mantiene todo unido ni la cal de las paredes que protege del sol de la canícula: Úrsula Iguarán (“Pero no olviden que mientras Dios nos dé vida, nosotras seguiremos siendo madres, y por muy revolucionarios que sean tenemos derecho de bajarles los pantalones y darles una cueriza a la primera falta de respeto”) manda construir, cocinar, levantar, plantar, destruir para luego rehacer, gobernando el mundo a su alrededor como un navío en una fiebre alucinante no menor que la de su esposo, pero con una brújula instintiva que la lleva a alumbrar la casa más grande que habría nunca en el pueblo, la más hospitalaria y fresca que hubo jamás en el ámbito de la ciénaga. En el corazón de la decadencia, se echa la vida sobre los hombros para levantar la casa de sus cenizas de luto (“Ahora van a ver quién soy yo”). Cuando ella misma muere, por convencimiento (tuvo que hacer un grande esfuerzo para morirse cuando escampara), empieza el derrumbe sin retorno de todo el cuento de esa casa.
Cuando el jovencísimo Aureliano le pregunta (mucho antes de ser el coronel Aureliano Buendía) a su hermano mayor José Arcadio (mucho antes de convertirse en apátrida de fortuna) ¿qué se siente?, éste responde:
–Es como un temblor de tierra.
Hablan, por supuesto, del “amor”, descubierto en los brazos, el olor a lumbre y la risa de estrépito de Pilar Ternera; pero la voz que cuenta este cuento casi nunca habla en realidad de ese amor que sería la única salvación posible a su desamparo, sino del amor como pulsión sexual, como voracidad, como sed que no se apaga, sea ésta más cercana al erotismo sublimado de una ansiedad antigua o a la pura fornicación: siempre de una ansiedad a otra ansiedad, de una voracidad a otra, de una sed a otra sed, los hombres de este cuento se pierden una y otra vez en el muladar de un amor que sólo multiplica su soledad, precisamente por no poder conjurarla a través de él: es como un temblor de tierra pero también el ansia atolondrada de huir y al mismo tiempo de quedarse para siempre en aquel silencio exasperado y aquella soledad espantosa.
Mauricio Babilonia cae de un disparo al tratar de volver de nuevo al baño de rosas de Meme, pero a pesar de la fiebre mutua y de una ternura que va más allá (él no es un Buendía), es probable que todo hubiese acabado de forma similar (ella sí lo es). La obsesión de Arcadio por Amaranta nace de una fascinación infantil que confunde el enamoramiento con el deseo sin tregua y la comprobación noche tras noche de que ella, a pesar de la prohibición del incesto, de rechazar su asedio extenuante, no pasa la aldaba a la puerta. Una jauría de machos en celo persigue a través de las plantaciones de bananos a Remedios, la bella, y sus amigas, atraídos como bestias por su influjo sobrenatural; un soldado le declara su amor y ella lo rechaza por lo simple que es (“Dice que se está muriendo por mí, como si yo fuera un cólico miserere”), y efectivamente amanece muerto de amor junto a su ventana. “Ya ven. Era completamente simple”.
“Esperando que pase mi entierro”
Aureliano José estaba destinado a conocer con Carmelita Montiel la felicidad que le negó Amaranta, a tener siete hijos y a morirse de viejo en sus brazos, pero la bala de fusil que le entró por la espalda y le despedazó el pecho estaba dirigida por una mala interpretación de las barajas. Acaso Amaranta debía conocer una felicidad similar con Pietro Crespi, quizá más bien con Gerineldo Márquez, pero las siete llaves de su corazón insondable, “incapaz para el amor”, como el de todo Buendía, no permiten que entre nadie en la alcoba de una soledad que ni siquiera se comprende a sí misma, que se retira a llorar a oscuras por un orgullo remoto –terror en realidad– cada vez que un hombre trata noblemente de ofrecerse a ella (“No seas ingenuo, Crespi –sonrió–, ni muerta me casaré contigo”: cuando ya todo parecía consumado). Los hombres Buendía huyen de su soledad hacia afuera; las mujeres Buendía lo hacen hacia adentro de sí mismas, con una determinación tranquila al saber, mejor que ellos, que las cosas son como son y es mejor mirarlas de frente cuanto antes, madrugar lo antes posible para ver venir lo que haya de traer el día.
Hay una fatalidad esencial en este cuento que es hija natural de la soledad; de la soledad que produce esa incapacidad para el amor: el coronel Aureliano Buendía se convierte en realidad en el coronel Aureliano Buendía al morírsele la niña-novia Remedios. No hay indicios de ello, la voz que cuenta el cuento no apunta hacia allí (no le produjo la conmoción que temía. Fue más bien un sordo sentimiento de rabia que paulatinamente se disolvió en una frustración solitaria y pasiva), pero se sabe: la única oportunidad que tuvo en su larga vida se desvanece con ese crimen sin culpables (acaso él se sienta el culpable secreto: la esposa apenas púber muere al tratar de dar a luz), y es probable que sea eso, esa rabia sorda y triste tras verse en el centro de una existencia sin amarres, y no las trampas de los conservadores en las elecciones, lo que le convierte en el hombre que promueve treinta y dos levantamientos armados y los pierde todos, que tiene diecisiete hijos de diecisiete mujeres distintas, exterminados uno tras otro en una sola noche antes de que el mayor cumpla treinta y cinco años, que escapa a catorce atentados, setenta y tres emboscadas y un pelotón de fusilamiento, que se erige a la vez en caudillo popular y en un hombre capaz de todo que interpone tres metros entre él y el resto del mundo, aterido bajo una manta y temblando de un frío que viene de adentro; que sólo encuentra la paz a la vuelta de veinte años de guerras civiles, en el taller de orfebrería donde talla pescaditos de oro para fundirlos y luego volverlos a alumbrar en el recodo de una vejez sin gloria ni pensión ni recuerdos.
–¿Cómo está, coronel?
–Aquí. Esperando que pase mi entierro.
Ese libro puede abrirse por cualquier lugar, da lo mismo: es un cuento que se cuenta continuamente, que gira y gira sobre sí mismo, y cuyo hilo no puede perderse porque es todo hijo de una misma ley que hace que la historia se repita y vuelva a repetirse en nombres casi iguales y en rostros y deseos como fidelidades soterradas a todo un estigma irreparable. El tiempo pasa pero no pasa; por eso enloquece José Arcadio Buendía (“De pronto me he dado cuenta de que sigue siendo lunes, como ayer. Mira el cielo, miras las paredes, mira las begonias. También hoy es lunes”): por lo que Úrsula decreta mucho antes de que vayan a cumplirse los cien años de soledad que en realidad no son cien pero sí son un siglo (quizás el Siglo de las escrituras herméticas): que el tiempo da vueltas en redondo, que todo vuelve a suceder una y otra vez, que todo es una siniestra repetición de pasiones y tragedias, mas contado sin embargo como si fuera una broma colosal. La de un demiurgo que se aburriese y barajase una y otra vez la baraja de arcanos, construyendo el mandala del mundo para destruirlo una vez culminado, y vuelta a empezar.
Hay parrandas descomunales, profecías casi exactas en la leche hirviendo del fogón, ríos de sangre que lleva la muerte desde la cabeza del hijo muerto, cruzando todo el pueblo, hasta la puerta misma de la madre del hijo muerto; hay una muchacha de belleza inverosímil que sube al cielo en cuerpo y alma mientras pone a tender las sábanas en el patio, hay gemelos confundidos en la infancia y vueltos a confundir (es decir, reordenados sin saberlo) en la tumba, hay aguaceros que duran cuatro años, once meses y dos días, con el último fin de que el gobierno no cumpla lo prometido; hay una clarividencia sobre los deseos y (t)errores de la especie humana que parece anterior o posterior a la especie humana, como si la voz que cuenta el cuento estuviera muy lejos, mirando el mapa por el catalejo de un galeón que surcara el tiempo por encima de la historia de esta especie.
Tras una matanza en la plaza del pueblo de la que es el único superviviente, José Arcadio Segundo comprueba estupefacto que la tragedia sólo ha existido para él (“Aquí no ha habido muertos. Desde los tiempos de tu tío, el coronel, no ha pasado nada en Macondo”.) Algunos años después, muchos dudarán ya en Macondo de que el tal coronel Aureliano Buendía hubiera llegado a existir jamás.
Hay que abrir ese libro para respirar el cofre del tesoro de la infancia, enterrado en algún rincón de la casa que ya no existe; atestado de las leyendas que siguen existiendo, sin nosotros saberlo, en otra parte ya del Tiempo. Porque nosotros somos también esa bisabuela que delira confundiendo el tiempo actual con recuerdos perdidos hace mucho, que cree ver en los rostros de ahora los de sus antepasados muertos –quizá de los futuros– mientras surcan el cielo nocturno unos incomprensibles discos anaranjados. Está también, toda nuestra historia, escrita desde siempre y para siempre en los manuscritos de Melquíades, en el silencio último y atónito de Aureliano Babilonia y en el viento bíblico que borrará (está borrando, ya borró) nuestra existencia en este juego de espejismos en el acorde único que es el Tiempo.
Y sin embargo por eso, precisamente por ser nosotros la voz que cuenta el cuento, las estirpes condenadas a cien años de soledad volvemos a tener, a cada segundo, a cada instante sobre esta tierra de locos, una nueva oportunidad para conjurarla: se trata de contarnos de nuevo el cuento desde el principio.
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Cien años de soledad fue publicado en mayo de 1967 por la Editorial Sudamericana de Buenos Aires. En estos cincuenta años ha vendido más de 50 millones de ejemplares en todo el mundo.
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Autor >
Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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