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Adelanto editorial

Sobre la muerte y la dignidad

CTXT ofrece un fragmento del ensayo Crónicas de Vida y de Muerte (Editorial Gradiva, 2017), memorias del neurocirujano portugués João Lobo Antunes.

João Lobo Antunes 21/06/2017

<p>La muerte de Socrates.</p>

La muerte de Socrates.

Jacques-Louis David

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[…] La forma  en que cada uno ve la dignidad en la vida y en la muerte es inevitablemente tan personal, que hacer una disertación sobre el tema ofende un poco el pudor de quien escribe y, lo que todavía es peor, el de quien lee.

Por supuesto que después de haber sido educado, como muchos de mi generación, en la tradición católica me ha costado renegar del modelo que propone el Génesis de tratar el tema “Dios creó al hombre a su imagen”, y todo lo demás que hay por detrás de eso. Pero no me pesó abrazar la perspectiva tomista que considera a la persona como un ente sustancial, único y completo, estructuralmente dotado de razón y libertad, porque hay en este concepto algo profundamente biológico, yo incluso diría que es darwiniano. Como ha señalado Frei Bernardo Domingues en un texto sencillo pero profundo sobre la dignidad de la persona humana a la luz de la teología católica, la dignidad es intrínseca a la propia estructura metafísica e independiente del desempeño temporal de sus virtudes, debido a errores genéticos, accidentes o circunstancias desfavorables, en el recorrido de ese mismo desempeño temporal. En mi opinión, hay siempre y necesariamente una dignidad complementaria en el acto de tratar, y quiero con esto decir que donde falta, complementamos.

El hombre siempre será un sujeto último e irreductible a un número y a la clasificación en serie. En su perversa sabiduría, los nazis trataron de destruirlo con una innoble matrícula, registrada en el brazo de las víctimas, que las marcaba como ganado. No escondo la emoción que sentí cuando en mi hospital de Nueva York, que estaba cerca de un barrio de emigrantes supervivientes del Holocausto, me encontré por primera vez con uno de estos tatuajes.

En la práctica de esta profesión a mí me resulta más fácil identificarme con quien sufre como un hermano en el destino, que encontrar en él la imagen de un creador que es, en mi opinión, una abstracción puramente metafísica. Y sin embargo, no estoy tan lejos de otros creyentes si acepto, como Manuel Silverio Marques, que la supuesta fundamentación de la dignidad humana, es la base de donde parece surgir el respeto, el reconocimiento y el compromiso, es la emoción, la afectividad, la sympatheia. Seré quemado como un hereje si afirmo en secreto con Jean Guitton, confesor laico de un Mitterrand casi moribundo: “No creo en absoluto que Dios nos haya creado para sufrir”, y sí espero que Hans Küng no se haya equivocado cuando dijo en una asamblea de neurocirujanos en que yo estaba presente, sobre el tema del suicidio: “¿Nos amará tanto Dios que no le importa que nos reunamos con él más pronto?”. A este propósito recordemos que Tayllerand, político que sobrevivió a la Revolución Francesa y al imperio Napoleónico, dijo que el principal trabajo de Dios era el perdón.

Para mí, cuidar de una persona que muere obliga a mantener, y si es posible mejorar, la dignidad de alguien que vive todavía, como preparándole para un “gran final"; no olvidemos que el ars moriendi tiene lugar en el ars vivendi. Y esta actitud tiene que reflejarse, por ejemplo, en el cuidado del cuerpo, en la higiene, en la cura de las heridas, en la prevención de escaras, como si el cuerpo estuviese destinado a llegar, incorrupto y perfecto, a la eternidad.

Si se piensa bien en ello, tal vez uno de los actos que más perjudica a la dignidad de una persona sea la pérdida de autonomía que implica el aceptar que otros nos laven. Realizar nuestra higiene, con sus rituales secretos y únicos, es un acto profundamente íntimo. Se describe magistralmente en La muerte de Iván Ilich y en la novela de Philip Roth Patrimony. En su libro, Roth describe una escena real, de una ternura conmovedora: el padre aparece junto a su hijo cubierto de heces, diciendo simplemente que se ha ensuciado y suplicando con los ojos llenos de lágrimas: “No se lo digas a nadie”. Y Roth añade: “Limpiamos las heces a nuestro padre, porque hay que limpiarlas, pero después de eso, lo que se siente nunca vuelve a ser como antes. [...] Pero, una vez pasados el asco y la nausea, y después de superar las habituales fobias que tienen el poder de verdaderos tabúes, todavía nos queda un enorme pedazo de vida para celebrar”. A menudo veo que hacen la higiene a los pacientes como si estuvieran lavando un coche: un frote mecánico, sin delicadeza y sin alma. Por eso Sócrates no quiso delegar esa tarea en los demás, incluso en la hora de su muerte.

Tengo siempre la precaución de vigilar la preservación de la  memoria de un cuerpo que fue saludable, es decir, el legado de una memoria cuya dignidad se extiende más allá de la muerte, para que por mi mano no disminuya ni se limite el reflejo de los valores físicos o estéticos que tan apreciados fueron en vida. Doy como ejemplo una de mis experiencias clínicas más tristes. Fui yo quien sin esperanza, operé a quien entonces era el héroe de muchos portugueses: el ciclista Joaquim Agostinho. Ya después de la cirugía, mientras esperaba la muerte en una unidad de cuidados intensivos, alguien me pidió permiso para hacer una foto al campeón en su lecho de muerte, para el museo del club. Lo prohibí indignado, con el argumento de que sólo debía ser recordado pedaleando por la carretera, camino de la victoria. De alguna manera, esto se relaciona con un determinado concepto estético de la dignidad, que se describe en perfecta construcción, en el ensayo de Schiller sobre la gracia y la dignidad: “Del mismo modo que la gracia es la expresión de un alma bella, así la dignidad es la expresión de una forma de elevación.”

Para mí, la dignidad se compone de múltiples moléculas, de las cuales unas irradian su propia luz, y por lo tanto son fácilmente reconocibles; otras son inherentes a nuestra condición humana; por último, hay una parte que sólo se revela cuando sobre ellas incide la luz de nuestra propia dignidad. Me acerco así al modelo topológico de Cassel, que me parece muy útil: apenas difiero en la idea de que los diversos componentes que nos dan una identidad única se articulan de modo impredecible, caótico tal vez, y de este caos emergen las propiedades nuevas que nos hacen únicos. También de este caos emerge la razón de ser de cada uno y surge la dignidad sentida o expresada, de forma declarada o muda. El dolor, el sufrimiento físico y moral, la pérdida de un horizonte de futuro, o sea la esperanza, desorganizan el caos y crean un nuevo orden que amenaza paradójicamente la estabilidad de cada uno. De repente, la sinfonía discordante de ideas y emociones que nos conmueve y hace de cada día una experiencia única, se transforma en una canción monótona y aterradora.

La dignidad en la vida se basa por supuesto en la personalidad y en el carácter y se alimenta, en gran medida, de una dieta inagotable de recuerdos, experiencias de vida, éxitos y fracasos, y recrearlos en la clínica es la clave para una intimidad operativa de poderoso valor heurístico y terapéutico. La dignidad de lo que ya fui se prolonga para siempre, no termina con el episodio de la enfermedad, sino que este reconocimiento, esta interpretación o lectura, depende en gran medida de la sensibilidad y de la cultura del médico. Por eso hace unos años me atreví a escribir que “es otra la medicina que practican los médicos cultos”.

De la dignidad también forma parte el patrimonio cultural de cada uno, pintado por colores étnicos riquísimos que requieren un análisis antropológico vigilante. La dignidad que observamos en un alentejano es diferente de la de un ciudadano de la Lisboa urbana, como en Nueva York era imperdonable no darse cuenta de lo diferente que tenía que ser el diálogo con un judío ortodoxo o con un emigrante italiano.

La dignidad recibe su propia fuerza de los lazos que se tejen en la familia. No soy tan pesimista como otros acerca de la decadencia moral en la sociedad de nuestro tiempo, porque cada día me enfrento con el acero inquebrantable del amor templado por la fuerza de la sangre.

La dignidad también depende en gran medida de la capacidad de ejercer el control sobre uno mismo, es decir, de la capacidad de preservación de la autonomía. La dignidad se basa en el orgullo, en grandes hazañas o en habilidades que nos parecen infantiles, pequeños conocimientos secretos aprendidos durante la vida. Recuerdo el entusiasmo con que alguien, que ciertamente no sabía leer y apenas sabía hablar, me describió las extraordinarias hazañas de las abejas que criaba, cuya inteligencia según él dijo, era mayor que la de cualquier ser humano.

La dignidad tiene una expresión corpórea, no solo narcisista sino también deseosa de proteger una vida secreta o un defecto insoportable. Un diplomático distinguido ocultó a todos y sólo me lo reveló a mí en su hora decisiva, que todos sus dientes eran falsos.

Por último, la dignidad se proyecta en el futuro, en la esperanza, y este es el gran drama de la muerte. Porque las afrentas a la dignidad en el proceso de morir tienen mucho que ver con la cuestión del tiempo y de la esperanza.

Porque he señalado los matices culturales de cada pueblo como un factor pasado por alto a menudo por los bioeticistas practicantes, vale la pena señalar que nuestra cultura es una cultura de la esperanza y se expresa en proverbios como “mientras hay vida hay esperanza” o “la esperanza es lo último que se pierde”. Y la esperanza no es algo individual, sino que tiene con frecuencia un sentido colectivo, una especie de incienso que perfuma las situaciones más insólitas. Recuerdo a una mujer que exigía que hiciésemos todo lo posible por su marido, lo cual es siempre una petición dramática por la ambigüedad que regularmente encierra, y argumentaba convencida: “Sabe usted, es que además yo me llamo Esperanza."

Por supuesto que la cuestión es mucho más pacífica para los creyentes. Rebuscando entre las funciones que heredé de Miller Guerra, mi primer maestro en la reflexión ética, encontré copiado en su caligrafía única, un extracto de una carta de Pascal: “Ne considérons donc pas la mort comme des païens, plus comme des chrétiens, c'est-à-dire avec l'espérance... puisque 'est le privilège spécial des chrétiens” (“No consideremos la muerte como gentiles sino como cristianos, es decir, con esperanza... ya que esta es un privilegio especial de los cristianos”).

La forma en que se trata la esperanza es una de las tareas más delicadas en el tiempo de morir, que conduce a veces a situaciones ofensivas de la dignidad de médicos y pacientes, cuando se manipula el pronóstico y se huye de la realidad en un absurdo prolongar de la agonía, con cuidados intensivos irrazonables y en una especie de “extremaunción mecánica” como alguien lo llamó. De ahí la gran cuestión de la incertidumbre médica, que se sale del alcance de esta reflexión.

El filósofo Thomas Nagel disertando acerca de la muerte, recuerda el problema de la asimetría temporal que ya refirió Lucrecio. Este señaló que si a nadie le perturba la contemplación de la eternidad que precede al nacimiento, es irracional temer a la muerte, ya que ésta simplemente es la imagen en el espejo de un abismo anterior. Pero la muerte, no importa cuán inevitable sea, representa la cancelación abrupta de “... indefinitely extensive possible goods” (“Posibles bienes, indefinidamente extensos“).

Ya dura mucho esta reflexión y sin embargo queda tanto por decir, especialmente sobre la ofensa a la dignidad y en particular sobre lo que muchos condenan como otro pecado de la medicina de nuestro tiempo. Me refiero a la obstinación terapéutica y al concepto de futilidad. Para entenderlo es necesario encontrar un equilibrio entre la visión borrosa, por demasiado próxima, de quien escoge una biomedicina que puede apagar la realidad moral del sufrimiento y la visión distante de los que no quieren admitir con Dworkin  que “...para la mayoría de la gente, la muerte tiene una importancia simbólica especial; pretenden, si posible, que sus muertes expresen los valores que hayan sido importantes en su vida y esto puede implicar el derecho a elegir la forma en que esa vida debe llegar a su fin”.

Ustedes se preguntarán si estoy defendiendo algo que se considera normalmente como inadmisible. Acepten que, como subrayó Callahan, nadie está dispuesto a rechazar la medicina sólo porque ésta no puede eliminar la incertidumbre. La bioética está en sí misma llena de incertidumbres y no reconocerlo lleva apenas a una huida de los dilemas de la práctica cotidiana y a una rigidez tan intolerable en los conceptos, que en última instancia, acaba por apartarla de aquellos que la necesitan.

Empecé recordando la muerte de Sócrates y la lección que encerraba. Acabo contando la historia de una mujer joven, muy bella, a quien operé por primera vez de un tumor cerebral que comenzaba a afectar a la zona cortical de la visión. La llamaba “Princesa” por su porte real, por su tranquilidad majestuosa, que me recordaba la imagen de una pintura prerrafaelita. La radioterapia le hizo perder su largo cabello rubio, y su cabeza se transformó en un campo desnudo que se escondía en amplios y románticos sombreros de ala ancha. Después de un período de calma, que anticipaba claramente la tempestad, el tumor continuó su marcha inexorable. Ya no podía leer, y las propias palabras se le atropellaban, obstaculizándole el lenguaje y la escritura. Antes de una segunda operación, un intento desesperado de contener un enemigo implacable, partió con su admirable marido a un largo viaje por Italia —¿cómo iba a morirse sin conocer Florencia? —. Unos meses más tarde, recibí la siguiente carta:

Estimado profesor:

La princesa voló. El día nueve, al atardecer, a la hora en que los bomberos comenzaron a extinguir las llamas en el devastado bosque en Guincho, L. ya no intentó respirar más. Adoraba aquel bosque, amo a aquella mujer y no consigo separar las dos pérdidas.

Murió aquí, en nuestra habitación, en mis brazos, como yo siempre quise y ella deseaba, sin la ciencia casi fría de los hospitales, tan sólo custodiada por dos centinelas de oxígeno. Fue olímpica hasta el final, vivió con paz y aceptación profunda los últimos y terribles meses, y ahora, ya sólo consigo imaginarla profundamente rodeada de luz y de la más absoluta gracia y belleza.

Siempre le recordó con cariño, incluso después de darse cuenta de que todo “sería en vano”, cuando hace cuatro años tuvo la misericordia de ocultarnos este resultado claramente predecible. Me pidió que le entregase los textos de su investigación sobre Sintra, el Palacio de Monserrate y sus jardines, cosa que haré en breve.

Después de hojearlos y conocer la rica y cuidada escritura de L., después de leer los pasajes sobre la penumbra y la luminosidad de los jardines románticos, tal vez pueda, como yo, imaginarla ahora en un pequeño bosque, tranquilamente sentada con su gracia de princesa y bailarina en las escaleras de un pequeño pabellón griego, blanco y circular, etérea, sonriendo y mirándole con cariño.

Un hasta pronto y un hasta siempre de M. R. que le admira y le desea lo mejor.

A su memoria dedico esta reflexión.

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João Lobo Antunes (Lisboa 1944 – 2016) fue catedrático de Neurocirugía de la Facultad de Medicina de la Universidad de Lisboa y presidente del Instituto de Medicina Molecular. Publicó seis libros de ensayos, entre ellos Memória de Nova Iorque e Outros Ensaios o A Nova Medicina.

Traducción de Mercedes Stoffel.

 

 

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