Cuarenta años de Orgullo
Chueca se resiste a morir
El barrio se transforma y el colectivo LGTB madrileño busca su hueco
Miguel Ezquiaga Madrid , 27/06/2017
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Durante la tarde del sábado Chueca fue un paisaje desértico. Desde sus calles vacías alcanzaba a oírse un siseo retirado; el rumor del Orgullo 2016 que llegaba a su final con el desfile. Al ponerse el sol, la multitud que abarrotaba el trayecto comprendido entre Atocha y la plaza de Colón comenzó a diluirse poco a poco. Quedaba, aun así, el rastro inequívoco de un millón de personas que marchó sobre el asfalto de Madrid. Entre la muchedumbre en retirada Diego Maeso miró el móvil. Sus amigos le proponían terminar la jornada de celebración en Bearbie, la discoteca para osos –una subcultura de hombres gais que ensalza el vello y la robustez– situada en la plaza de Pedro Zerolo. Allí, tras esperar en la fila, un portero examinó su apariencia de arriba a abajo. Diego se presentó como un chico transgénero. Por entonces comenzaba el tratamiento con testosterona y su aspecto resultaba más andrógino que en la actualidad. Vestía, además, restos de purpurina en el rostro tras la manifestación, donde son habituales los adornos. “No puedes entrar, este es un club exclusivamente de hombres.”
“El reclamante en su DNI queda reflejado como de sexo femenino, siendo la sala de ambiente completamente masculino”, escribió Guillermo Alonso, el director de Bearbie, como alegación en la hoja de reclamaciones firmada por Diego, quien adjuntó su carné para rellenar el impreso, aunque en la puerta del local, denuncia, nunca se lo pidieron. La prohibición, dice, tuvo que ver con su físico: “Lo sucedido fue transfobia”. Alonso edulcora el tono para explicar que no fue por capricho. “Los clientes no se sienten cómodos cuando hay mujeres y mi trabajo consiste en defender el interés general frente al particular”. En la discoteca, algunos viernes hay fiestas donde el acceso femenino está permitido. No fue el caso.
Federico Armenteros, presidente de la Fundación 26 de Diciembre, dedicada al apoyo a mayores LGTB, intuye en Chueca unos patrones excluyentes. “Por supuesto que existen discriminaciones dentro del colectivo: a personas trans, también por clase y por edad”, anota. Antes, quizá, la clandestinidad les hermanaba. Este educador jubilado acudió al primer Orgullo en la capital; fue en 1978, cuando unas siete mil personas pidieron derogar la Ley de Peligrosidad Social. En medio del recorrido, la manifestación se detuvo para homenajear con un minuto de silencio a Esmeralda La Francesa que, detenida por ser transexual, había acabado con su vida arrojándose desde un quinto piso en la cárcel de Carabanchel.
Tras años de estigma, Armenteros cree que muchos homosexuales buscaron su integración por la vía de la ostentación, la capacidad económica y el consumo. “Por ser maricón, en Chueca pagas a tres euros y medio la cerveza”, ironiza. Además, la oferta limitada y una demanda ascendente incrementaron los precios de la vivienda en la zona, sobre todo con la llegada del nuevo siglo. Un encarecimiento que aún no se ha detenido, como descubre el último informe publicado por Idealista. Según su dossier, el precio de los alquileres aumentó casi un 16% en el centro de la capital el año pasado. “Pese a que otras zonas comienzan a revalorizarse, dentro del distrito, Chueca continúa a la cabeza”, señalan desde el portal inmobiliario.
Tanto es así que la fundación dirigida por Armenteros no pudo hacerse un hueco allí. Tras meses de búsqueda infructuosa en Chueca, el centro social para mayores LGTB se situó, finalmente, en Lavapiés. “Nos pedían siete mil euros por locales de cien metros cuadrados”. Era 2010, muchos negocios echaban el cierre, pero ni siquiera la crisis abarató el barrio. “Necesitábamos un lugar de encuentro, para programar actividades, donde favorecer la vecindad y el apoyo mutuo”, explica Armenteros. “Chueca siempre ha sido una zona de hacer dinero, un motor económico para Madrid. Cada vez lo percibo más como un lugar de ocio, en un sentido amplio, y menos como un espacio propio del colectivo”, prosigue.
Con todo, Chueca tiene importancia más allá del espacio físico. “Es un ideario”, dice Armenteros, “un embrión que ha eclosionado influyendo a toda la ciudad”. En Lavapiés se nota especialmente. “Aquí se ha ido afincando mucha gente. Es otro tipo de colectivo, más de barrio, menos elitista”. Se acerca la hora de comer y a la entrada del local ya hay preparada una larga mesa para ello. “Todos los días nos juntamos aquí unos cuantos”. El centro, ubicado en la empinada calle Amparo, tiene vistas a la plaza que sirve como punto de reunión para los senegaleses. Al costado, desde hace meses, hay una escalinata de piedra pintada con la gama de colores gay.
En la Fundación 26 de Diciembre intentan restaurar los lazos, construir puentes para salvar el aislamiento. “El único momento en que hubo comunidad fue durante la época de la pandemia”, anota Armenteros, “ahí el colectivo se remangó para ayudar y acompañar a la gente que moría diariamente de SIDA”. Algunos no fallecieron. Bien porque no se infectaron, bien porque lo hicieron más tarde y aguantaron hasta la llegada del tratamiento antirretroviral triple, que marcó un punto de inflexión en la lucha contra la enfermedad. “Ahora, en la tercera edad, están solos, viviendo una situación de abandono. Su entorno quedó destruido”. La peor parte se la llevan aquellos con menos recursos. “No tienen espacios de socialización propios. Terminan en los baños de las estaciones de autobús o en la parte oscura de las saunas”.
Chueca siempre ha sido una zona de hacer dinero, un motor económico para Madrid. Cada vez lo percibo más como un lugar de ocio
“No sé si a eso se le puede llamar comunidad, pero había mucho empuje, un derroche de energía colectiva”. Mili Hernández recuerda así el “empoderamiento” surgido tras la ley de matrimonio igualitario. En la España de Zapatero Chueca se convirtió en “un foco de reivindicación y movilización”. Ahora no encuentra ese espíritu por ningún sitio. Por eso, su labor al frente de la librería Berkana –de temática gay y lesbiana– continúa siendo importante. Por eso no abandona. Además, la militancia llevó a Hernández a presidir la Federación Estatal de Lesbianas, Gais Transexuales y Bisexuales, puesto del que le relevó Pedro Zerolo. “Ahora el mundo asociativo va como pollo sin cabeza”, dice. La mayoría de los partidos políticos tienen su propia área LGTB y las agrupaciones han quedado desplazadas. “Ya no hay objetivos comunes ni unidad”.
Berkana se inauguró en 1993, cuando Chueca era “un barrio gris, sucio, castigado por la droga y abandonado por la administración”, evoca Hernández. Ya existían algunos locales nocturnos para un público homosexual, pero el suyo fue pionero: abría en horario comercial, durante el día. “Al principio, más que una librería éramos un punto informativo. Incluso elaboramos un mapa con todos los comercios y bares de ambiente en la zona”. Pagaban cien mil pesetas mensuales por un espacio privilegiado en la plaza que da nombre al barrio. “Nadie quería venir aquí. Los propietarios nos daban las gracias cuando firmábamos un contrato de alquiler”. Después, sin embargo, tuvo que mudarse dos veces a espacios menores cuyo precio pudiera pagar. A comienzos de 2017, Hernández consiguió reflotar el negocio a través de una campaña de micromecenazgo que dejó 13.500 euros.
Llega el fin de semana y en la calle San Marcos una pareja de travestis sujeta carteles que anuncian una discoteca. Subidos sobre grandes plataformas y con un tocado de plumas, reparten octavillas y lanzan piropos y bromas ácidas a los viandantes. “Nuestro trabajo es ser deslenguadas”. A sus espaldas hay muchas horas en la calle promocionando eventos. “Las aplicaciones móviles lo han cambiado todo, ya no tienes que ir a un bar para conocer a alguien”, cuentan. “Un marica puede abrir Gindr en cualquier sitio rancio y encontrarse a un montón de tíos en su radio. Si no es imprescindible venir a esta zona para ligar, pues vienes menos”.
Un tiempo atrás Chueca fue una necesidad para gays, lesbianas o transexuales
Un tiempo atrás Chueca fue una necesidad para gays, lesbianas o transexuales. “Es lo que llamo el síndrome de Cenicienta. Gente que tenía una vida normativa y venía a pasar el fin de semana o las vacaciones para experimentar su sexualidad en libertad. No salían de la zona. Comían, cenaban e iban de copas por aquí para después retornar a su cotidiano”, explica Hernández. Admite que todavía sucede, fundamentalmente a quienes viven en poblaciones menores. “El mayor gesto político sigue siendo salir del armario”. No obstante, en una gran ciudad como Madrid, se respira cierto cambio: “El otro día me sorprendí viendo a dos chicas jóvenes plantándose un beso en plena Gran Vía. Eso, antes, solo podía hacerse en nuestro barrio”. Chueca ya no es la muleta del colectivo LGTB. Lo cual, en realidad, supone una conquista.
El McDonalds situado en la calle Montera ya ha colgado banderolas de arcoíris. Interrumpiendo su paseo, un grupo de hombres alemanes se detiene para un selfi con aquellas insignias como fondo. Tras varios disparos con distinto encuadre, entre ellos surgen risas, abrazos y carantoñas cruzadas. Jorge Barrado los mira. El año pasado, por estas fechas, contempló escenas similares tras los cristales de aquella franquicia donde trabajó para costearse el grado en Antropología. Sin haber cumplido la veintena ni experiencia laboral anterior, no tuvo otra opción. Un chico gay de clase obrera que sirvió comida a los miles de turistas atraídos por el Orgullo.
“Me encanta ver simbología que reconozca la diversidad sexual”, asegura, “pero quisiera que esos colores significaran algo más, que encarnaran toda injusticia”. Se dio cuenta de ello al calor de los fuegos. El sudor que le empapaba la frente no era distinto del de su compañera ecuatoriana, madre soltera. Pero ella no escoltó a las carrozas ni sujetó pancartas que reivindicaran derechos para las personas LGTB. “Si queremos avanzar en la igualdad social, necesitamos aliarnos con otros sectores desfavorecidos”, agrega. Y que esa bandera sea de todos.
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Miguel Ezquiaga
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