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Relato / Aquaplaning (1)

El hombre del tiempo

Habiendo recibido noticias sobre la extravagante historia de una familia que miles de años antes de Cristo construyó un barco en medio del desierto, decidí profundizar en ella. La inminencia de un Diluvio daría al reportaje unos tintes apocalípticos

Miguel Ángel García Argüez 2/08/2017

Luis Quintero

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 “Este fenómeno se conoce como

«aquaplaning» y se produce al circular sobre

una capa de agua a excesiva velocidad.

En tal caso, no se debe frenar ni acelerar.

Del Manual de Circulación y Seguridad Vial

 

1. EL HOMBRE DEL TIEMPO

El hombre del tiempo no tenía buenas noticias para Noé: un potente anticiclón, según se observa en las imágenes enviadas por el satélite, aleja las pequeñas depresiones que se acercan desde el norte y, como puede verse en el mapa de isobaras, aísla toda la zona de cualquier frente nuboso, por lo que para las siguientes jornadas las temperaturas continuarán subiendo y el sol seguirá luciendo con obstinación, los vientos serán suaves del noroeste y, aunque durante la noche refrescará, las temperaturas permanecerán igual de cálidas, así que la mañana en que lo conocí, el cielo hería los ojos con un azul insultante y bastardo, y un sol del tamaño de un estadio olímpico achicharraba los páramos amarillos de aquella parte de Mesopotamia, que entonces, por cierto, creo que ni siquiera se llamaba así.

Llevaba yo un par de días caminando bajo la deslumbrante claridad del cielo más azul que había visto en mi vida. Para hacer ese último tramo de desierto no había encontrado modo alguno de transporte, así que pensé que unos días de caminata con mi pequeña mochila al hombro no resultarían una experiencia demasiado incómoda y, seguramente, me iba a ofrecer la oportunidad de conocer mejor el peculiar paisanaje de las gentes que poblaban aquellas tierras.

La noche anterior, había pernoctado en un lugar que mi guía de viajes llamaba La Choza del Viejo, a la que calificaba como hostal de segunda categoría, aunque más que una fonda en realidad era solo una decrépita construcción de barro, palos y trapos 

Durante mi camino me había cruzado con caravanas de camellos cargados de alforjas que exhalaban olores extraños, rebaños de cabras sucias con patas de alambre, negruzcas y ruidosas, que llenaban con su intenso olor el aire caliente de la mañana mientras rascaban cuatro hierbajos sobre la arena ardiente, grupos de risueñas muchachas curtiendo pieles en las charcas marrones y que cuchicheaban al verme, y un siniestro convoy militar de camiones llenos de soldados oscuros bajo cuyos cascos negros brillaban ojos azules. Los rayos del sol parecían sacar chispas blancas sobre la punta de sus sombríos fusiles.

La noche anterior, había pernoctado en un lugar que mi guía de viajes llamaba La Choza del Viejo, a la que calificaba como hostal de segunda categoría, aunque más que una fonda en realidad era solo una decrépita construcción de barro, palos y trapos perdida en la inmensidad de aquel mar reseco. El sol achicharraba las piedras y las almas de las gentes y, al parecer, para todo viajero camino de la aldea que yo buscaba, era la Choza del Viejo un exótico lugar de parada. El Viejo, barbudo, negro, arrugado, con las palmas de las manos blanquecinas y estriadas, envuelto en harapos como una momia sudorosa, ofrecía jergón y vendía la leche amarilla de sus cabras, leche olorosa, fresca y redentora, en mitad del infierno líquido del desierto.

Esa misma mañana, mientras yo me echaba a los hombros la mochila para continuar el camino y el Viejo ordeñaba con parsimoniosa urgencia a una de sus cabras para venderme algo de leche con que llenar mi cantimplora, le pregunté por Noé:

— ¿Quién?

— Noé.

— Ah, ya, el loco ese del barco… Pregunta al llegar a aquellos canchos del fondo. Pero ten cuidado. Dicen que ese tipo está como una puta regadera —dijo riendo mientras la cabra a la que ordeñaba volvía la cabeza hacia mí como si también se riera de la respuesta.

Era temprano y el calor ya me hacía sudar. Miré el imponente cielo azul. Ni rastro de una sola nube. Pareciera que en aquel sitio jamás había llovido. Y que jamás iba a llover. El hombre del tiempo no tenía buenas noticias para Noé.

Eché a caminar por el pedregoso camino cuando aún resonaban en mi cabeza las risotadas del Viejo:

— Un barco aquí. Hay que estar chalado. Ya te digo, como una puta regadera… No fue difícil dar con él: pregunté varias veces a pastores negruzcos y a mujeres que traían sobre la cabeza el agua de algún pozo lejano y todos se sonrieron con sorna y me indicaron la dirección aguantando una incipiente carcajada sin querer mirarme a los ojos. A la vuelta de un recodo en el camino, cercado por peñas angulosas y rojizas, encontré al fin el lugar.

Sobre una pequeña colina que hervía bajo el sol, el Arca se levantaba en medio de un desierto de arenas resecas y piedras resquebrajadas. La verdad es que a primera vista su oscura presencia allí, en medio de la nada amarilla, me pareció efectivamente ridícula, quizá siniestra. De cualquier forma, triste. Varias figuras se movían alrededor de aquella construcción de madera alquitranada, trajinando como hormigas bajo el severo cielo del mediodía.

A la sombra de un enorme peñasco me senté unos momentos. Di un trago largo de la cantimplora y el sabor espeso de la leche fresca me llenó con brío el paladar. Puse en el iPad un viejo tema de Sonic Youth y, encerrado en los auriculares, haciendo pantalla sobre mis ojos con la palma de la mano, miré largamente el trabajo de los hombres. Las obras de construcción del Arca estaban ya muy avanzadas. Las maderas recién pintadas relucían con pulcritud y, aún rodeada de andamiajes enclenques, la gigantesca nave parecía dormitar ajena al ajetreo de su alrededor.

Una sombra se movió detrás de mí. Alguien me hablaba. Me levanté quitándome los auriculares y sonreí.

— Perdón, ¿me ha dicho algo?

Era una mujer de mediana edad, quizá frisando cuarenta, que llevaba sobre la cabeza una cesta con frutas variadas y carne seca. Tenía el pelo negrísimo y los dientes muy blancos. La sonrisa que le irradiaba del semblante, a pesar de la piel tan morena, tostada por el sol de la meseta, parecía encenderle el rostro.

— Te preguntaba que si te gusta cómo está quedando el Arca.

— Oh, sí, sí... está quedando muy bien, parece segura, y, además, ya está casi terminada.

— Casi, sí, han trabajado muy duro.

— ¿Conoce usted a los que construyen el Arca?

— Claro, esta comida que les llevo es su almuerzo.

— ¿Y conoce usted a Noé?

— Claro. Es mi suegro.

Sobre una pequeña colina que hervía bajo el sol, el Arca se levantaba en medio de un desierto de arenas resecas y piedras resquebrajadas. A primera vista su oscura presencia allí, en medio de la nada amarilla, me pareció efectivamente ridícula

La mujer me dijo que se llamaba Mari Chopped. Se presentó dándome un beso en la mejilla y me pidió que, por favor, la tuteara. Dijo ser la esposa de Jafet, uno de los tres hijos de Noé y, sin dejar de sonreír, me explicó que toda la familia estaba implicada en la misión que Dios había encomendado al patriarca. Habían sido momentos duros, especialmente porque todo el mundo en la zona tomaba a Noé por un loco visionario, trastornado de dolor y soledad tras haber enviudado. Me contó que incluso sus hijos, Cam, Sem y Jafet, no acababan de fiarse de que eso del Diluvio que se avecinaba fuese cierto y, por momentos, se sentían bastante ridículos allí, construyendo esa enorme nave en medio de un mar de arena donde hacía años que apenas caía un chaparrón. Pero lo peor, me decía Mari Chopped, había pasado ya. Ahora que el Arca se encontraba prácticamente terminada, todo estaba siendo más fácil y, aunque nada parecía confirmar sus augurios, Noé andaba de muy buen humor diciendo que las grandes lluvias no tardarían en llegar para limpiar de malicia la faz de la Tierra. Y en ese ambiente de optimismo, la familia, aunque seguía sin ver claro que en breve fuese a llover, se iba dejando contagiar en gran medida por la excitación y el nerviosismo del gran abuelo.

Todo esto me lo contó mientras caminábamos juntos hacia el Arca. Qué majestuosa presencia la de aquella gran nave de madera recién alquitranada. Qué poderoso olor a tablones lijados, a denso betún y a resina, a brea y a viruta. Qué solemne figura marinera, impresionante y mayestática, recortando su surrealista silueta en el incendio azul del mediodía.

Cuando nos vieron venir, todos pararon su trabajo y extendieron un mantel a la sombra de la nave. Mari Chopped repartió el almuerzo, la carne ahumada y el pan calentito, los dátiles frescos, la dulce calabaza y la leche de cabra recién ordeñada.

Y entonces, con lentitud y altivez, vi acercarse a Noé. Era un hombre muy mayor, posiblemente, el más viejo que había visto en mi vida, de luengas melenas canísimas y barba de profeta antediluviano. Cojeaba un poco pero, a pesar de su aspecto vetusto y senil, podía vérsele lleno de vitalidad y lucidez. Todos se movieron para hacerle un sitio en el picnic. Noé se sentó sin decir una palabra. Cerró los ojos y bendijo la mesa. Luego todos comenzaron a comer con apetito. La escena me recordó a una vieja película de John Huston. La familia charlaba de manera distendida, sentada alrededor del mantel. Ponme más leche en el cuenco. Pásame el pan. A mí esta carne no me entra sin ketchup. Uno de los hijos, creo que era Cam, comentó a Noé que el hombre del tiempo seguía sin dar noticias sobre la llegada de las lluvias.


Mari Chopped, sentada al lado de su marido, fue la que me presentó y explicó el motivo de mi visita: yo era estudiante de segundo curso de periodismo y, para completar unos créditos, tenía que presentar un reportaje sobre un tema curioso

— ¿Estás seguro, papá, de que pronto va a diluviar? —Mira, hijo, si Yavé me dice que va a caer una gorda es porque va a caer una gorda. No deberías tener estas dudas ya, a estas alturas...

— Sí, pero es que este calor, por lo visto hay un anticiclón que...

— Además, desde hace dos noches, me duele la rodilla. Un dolor de tres pares.

Así que, hijo mío, no tengas dudas: el tiempo va a cambiar muy pronto...

Fue entonces cuando, sin mirarme, Noé preguntó:

— ¿Y quién es este jovencito?

Mari Chopped, sentada al lado de su marido, fue la que me presentó y explicó el motivo de mi visita: yo era estudiante de segundo curso de periodismo y, para completar unos créditos, tenía que presentar un reportaje o documental sobre un tema curioso.

Habiendo recibido noticias sobre la extravagante historia de una familia que miles de años antes de Cristo construyó un barco en medio del desierto, decidí profundizar en la historia. No fue difícil encontrar más datos en Internet. La inminencia de un Diluvio que, presuntamente, inundó la Tierra daría al reportaje unos tintes apocalípticos que siempre quedarían bien. El hecho, además, de que la familia se considerase elegida de Yavé para sobrevivir a la gran hecatombe resultaría, por otro lado, propicia para poblar el reportaje de personajes llenos de exotismo y vivacidad. Y, por último, la ausencia de otros temas de verdadero interés para mí, la verdad, no me daba muchas opciones.

— ¿Así que periodista? —me preguntó Noé con cierta reticencia.

— Sí, señor. Y aquí he venido para hacer sobre ustedes mi reportaje, si me dan permiso.

Noé me miró. Era imposible saber qué pensamientos fluían detrás de sus arrugados ojitos azules.

— ¿Crees en Dios, jovenzuelo? —me dijo.

— Pues usted verá... ni puedo creer ni puedo dejar de creer. Yo soy periodista. Mi meta es la objetividad. No debo nunca interferir en ningún asunto con mi opinión personal. Mis creencias no deben tener relevancia alguna. Por eso trato de no posicionarme con respecto a las cosas ni opinar sobre ellas. Es la piedra angular de todo buen periodista.

Noé se mesaba las barbas sin dejar de mirarme.

— ¿Y tu reportaje se limitaría a los trabajos de construcción o quieres incluir también el Diluvio?

— Hombre, Diluvio, lo que se dice el Gran Diluvio, si lo hubiera...

— ¿Pero tú también tienes dudas?

— No, ya le he dicho que yo no puedo ni siquiera dudar. Puede que llueva, puede que no, pero yo tengo que hacer mi reportaje. Y, de cualquier forma, si finalmente hay Diluvio, a mí me interesaría entrar en el Arca, si usted lo tuviera a bien.

Noé miraba al cielo como planteándose qué hacer conmigo.

— No sé, no sé...

Mari Chopped, entonces, intercedió por mí.

— Venga, el muchacho ha venido desde lejos y parece que tiene mucho interés en usted. Además, no estaría mal tener a un periodista a bordo para hacer una bonita crónica de cuanto nos ocurra. Si no, ¿cómo se va a escribir la Biblia? No va a haber nadie para contarlo fuera del Arca y, dentro, mire usted, ninguno de nosotros sabe escribir bien. Este chico puede serle de mucha utilidad. A usted y a Yavé.

— No sé. Tendría que consultarlo.

Y entonces Noé alzó los brazos al cielo, cerró los ojos y, musitando unos fonemas extraños, pareció entrar como en trance.

— ¿Qué hace? —pregunté a Mari Chopped.

— Se está comunicando con Yavé. Por lo visto va a preguntarle sobre ti.

— ¿Sobre mí? ¿Y por qué?

— Para saber si estamos autorizados a dejarte entrar con nosotros en el Arca o no. Solo los elegidos pueden entrar…

— Si hay algún problema no pasa nada, me vuelvo y ya está.

— Bueno, a ver qué le dice a…

La voz de Noé la interrumpió. A gritos, el anciano hablaba con alguien a quien no podíamos ver. Ni oír.

— ...

— Perdona que te moleste. Pero es que tengo una duda.

— ...

— Sí, claro, lo del estudiante... siempre olvido que Tú lo sabes todo.

— ...

— Pues es que Tú me dijiste que metiera en el Arca a mis hijos y a las mujeres de mis hijos con los nietecillos, y luego, claro, está lo de los animales, pero no recuerdo que dijeras nada sobre un estudiante de periodismo.

— ...

— Ya. Nada ocurre sin que Tú lo hayas preparado.

— ...

— Bueno, pero entenderás que yo dude... así, de golpe, meter a un extraño...

— ...

— Claro, claro. Lo que Tú digas.

— ...

— Pues las obras van muy bien, ya lo ves. Estamos ultimando detalles. El Arca está casi lista.

— ...

— Ya solo nos queda esperar a que mandes las lluvias... porque... va a llover, ¿verdad?

— ...

— Claro, claro... perdona, es que a veces esta gente... en fin, pues nada, eso es todo. Gracias.

Y mirándome a los ojos, me dijo Noé:

— ¿Vienes preparado para el viaje, hijo?

— Aquí en la mochila traigo algo de ropa y las cuatro cosillas necesarias.

— Pues bienvenido al Arca, muchacho.

Mari Chopped sonreía con placidez y yo sentí por vez primera el cosquilleo de la emoción en el estómago. Ella me dijo al oído: «No te olvides el cepillo de dientes», y yo entonces le dije a Noé:

— Lo que no traigo es un paraguas.

Y mirando aquella gigantesca nave de madera, lanzó el profeta al aire un suspiro mientras se mesaba su barba de mago de leyenda:

— Si todo se cumple según los designios de Yavé, no lo vas a necesitar.

(Continuará la próxima semana: 2. EXCREMENTOS DE TODOS LOS TIPOS, COLORES Y TAMAÑOS)

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Este cuento forma parte del libro de relatos El bombero de Pompeya (Libros de la Herida, 2017).

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Autor >

Miguel Ángel García Argüez

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1 comentario(s)

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  1. Jcri

    Ummmm, ¡quiero seguir leyendo!

    Hace 6 años 7 meses

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