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Periodismo literario

Umbral: La invención de la verdad, la mentira de la literatura o no hay memoria sin escritura

A los 10 años de su muerte, la obra de Francisco Umbral se puede pensar con la grandiosa humildad del artesano o con el grandilocuente exceso del genio

Javier Martín Fandos 27/08/2017

Fundación Francisco Umbral

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Los diez años que acaban de cumplirse desde el fallecimiento de Francisco Umbral son casi con exactitud los diez años que viene durando una crisis que cada vez se nombra menos, sin que ello suponga menoscabo a su persistencia.

No ser un experto en la vida y en la obra de Umbral me da una libertad que me permite recordarle sin hablar necesariamente de él ni de su obra, sino más bien de las reflexiones que su inabarcable tarea literaria provoca.

Más que un homenaje, esta pieza es una divagación, un vagabundeo personal alrededor del personaje y de su actitud ante la escritura, una actividad que sospecho que Umbral concebía más con la grandiosa humildad del artesano, que con el grandilocuente exceso del genio.  

Creo que este propósito poco serio sería del agrado de Umbral, un hombre libro y libre, con quien creo compartir algunas ideas acerca de lo que puede ser y no ser la literatura y sobre las relaciones entre la literatura y la mentira, la literatura y la memoria, y la literatura y la verdad. De ahí este título tan largo que me he sacado de la manga y que está a medio camino entre la pedantería y el juego de palabras, un territorio, ese del medio camino (tan distinto del camino de en medio), en el que Umbral se sentía muy a gusto.

Hay tres sustantivos que a mi juicio constituyen la sustancia de la literatura: Memoria, Mentira y Verdad. Combinados, estos tres elementos dan todo el juego que un escritor necesita para explorar los límites de la realidad, para preguntarse hasta dónde somos dueños de nuestras existencias individuales y hasta donde las sociedades de las que formamos parte actúan como un todo, en el que cada uno de nosotros tiene alguna influencia o la pierde por completo desde el mismo momento en que nace y con ello firma su acta de pertenencia al grupo.

Creo que la tarea del escritor es fundamentalmente cuestionar lo que comúnmente aceptamos como realidad, realidad presente, que siempre es pasada, que siempre es ya historia aunque sea historia reciente. Cuestionar si lo que recordamos es realmente lo que ocurrió o si por el contrario lo ocurrido tiene tantas caras como personas intervinieron en los hechos: protagonistas, actores secundarios, simples espectadores o aun mirones. Mentir sobre lo ocurrido para hacerlo más creíble, más comprensible, más legible, más verdadero al fin, porque en definitiva la memoria es tal vez la única realidad que perdura.

No ser un experto en la obra de Umbral no me impide sentirme muy cerca del Umbral escritor, del Umbral creador de lenguaje y también, compartir con él varias consideraciones que rivalizan en importancia con teorías tal vez más vistosas:

La primera es una convicción tajante y cuántica: la realidad o la verdad, si lo prefieren, no existe.

La segunda es otra convicción, filosófica esta vez: los matices son siempre más importantes que los dogmas. Los detalles contienen el cielo o el infierno, del mismo modo que lo pequeño, lo sutil, lo imperceptible es la materia necesaria de la que están hechos los grandes placeres.

La tercera es una sospecha: La gran mayoría prefiere las verdades sin matices, las verdades absolutas, en estado bruto, aunque para ello hayan pasado paradójicamente por elaborados procesos de manipulación y refinado.

Cuando el poeta Ezra Pound fue condenado por sus simpatías hacia Mussolini, a nadie se le ocurrió leer entre líneas los matices de sus opiniones, ni considerar como posible atenuante o hasta eximente la calidad de su poesía. Era un fascista y punto. Debía pagar por ello.

Del mismo modo, el gran escritor francés Louis Ferdinand Céline, uno de los mayores creadores de lenguaje que ha tenido la Langue Française, fue etiquetado y empaquetado sin miramientos: se había metido en un jardín peligroso, en el peor momento para hacerlo. A nadie se le ocurrió buscar matices en las 1.500 páginas que suman sus dos obras supremas: Voyage au bout de la nuit  y Mort à credit.

A Umbral le persigue una curiosa y ya larga disquisición. ¿Era de izquierdas o de derechas Umbral? ¿Era un rojo o por el contrario era un snob de ideas conservadoras que se las daba de intelectual?

Los profetas de la ortodoxia, los amigos de la corrección política, los etiquetadores de supermercado, los oficialistas recalcitrantes, los acríticos por definición y los dogmáticos de espíritu no entenderán nunca las palabras de escritores como Umbral, y entenderán aún menos lo que no está exactamente en las palabras, sino en sus alrededores, en sus esquinas y aristas y hasta en la mugre que se acumula entre sus letras, como si fueran los dedos de los pies del pensamiento.

De alguna manera, que se mantenga esa vacua discusión dice mucho en favor del escritor, del Umbral que compone con sus memorias la verdad de un tiempo destinado, como todas las épocas, al olvido, del Umbral que inventa la verdad, llenándola de tantos matices que hace desaparecer las categorías, las etiquetas y los resúmenes fáciles a que nos tienen acostumbrados los políticos oportunistas, los malos periodistas y los creadores de opinión que trabajan al servicio de ambos.

El Umbral memorialista y también el Umbral columnista tienen la rara virtud de la provocación. La larga vida literaria de Umbral atraviesa buena parte de la dictadura franquista, toda la transición a la democracia, la decadencia del espíritu de la transición, los años tontos de la abundancia y se detiene justo en el umbral de esta maldita o bendita crisis que nos acompaña ya tanto tiempo como la ausencia de Paco.

Umbral inventa una verdad hecha de mentiras o cuenta una ficción hecha de verdades, y escribe lo que sólo por escrito puede ser expresado

A lo largo de todas esas etapas, la pluma de Umbral hurga en todas las heridas, solivianta a los mediocres, ensalza a los atrevidos, irrita a casi todos y sobre todo, configura una verdad ahistórica que no encontraremos en los libros de historia. Umbral inventa una verdad hecha de mentiras o cuenta una ficción hecha de verdades, y escribe lo que sólo por escrito puede ser expresado. Porque la memoria como género literario, y en general toda literatura que toma como punto de partida lo acontecido o lo que pudo acontecer, es literatura y sólo lo es a partir del momento en que nace de la escritura, es decir, no podría ser de un modo distinto al de SER ESCRITURA, no podría crearse de otra manera que con las manos del escritor, cuyos dedos sujetan la pluma, el lápiz o el bolígrafo o pulsan las teclas de una pesada máquina de escribir o de un ligerísimo portátil. Son esas manos, esos dedos los que piensan, los que crean, los que dan a luz la obra literaria.

Rastreando la pista, las innumerables pistas de Umbral, me ha impresionado una fotografía del autor, en blanco y negro, una de las muchas que recoge la página web de su fundación, es una fotografía de las manos de Umbral entrelazadas, sujetándose una rodilla, esas manos de largos dedos, en primer plano, protagonistas absolutas de la imagen, el rostro al fondo de la fotografía, desenfocado, como si fuera la firma tan solo de la foto, un recordatorio de que tras esas manos poderosas está el escritor, pero diciéndonos al mismo tiempo que lo importante del escritor son sus manos. Esas manos son las responsables de una obra que aspira a la totalidad, a contarlo todo sin ninguna economía, sin afán alguno de resumir ni de simplificar, mas bien todo lo contrario, con el deseo de enriquecer la vida con una inagotable galería de imágenes, con un afán que va más allá del lenguaje y siente la necesidad de crear lenguaje, de inventarlo, de modelarlo con las manos como haría un alfarero con el barro.

La verdad o la mentira, que es la memoria de Umbral sobre el tiempo en el que vive, surge de sus dedos. Es el acto de escribir y de crear lenguaje lo que hace que las mentiras de la literatura devengan verdad o memoria. La escritura huye así de la dictadura del dogma para elevarse a los altares de la creación. La literatura escapa de ese modo a los dictados de la ideología, a los mandatos ineludibles del mercado, a la disciplina política del grupo, al fanatismo ciego de los nacionalistas y a la tiranía del credo. La literatura, la palabra libre surgida de los dedos del escritor, ajena a todo, incluso al cerebro del propio escritor, se convierte en un instrumento peligroso, es un artefacto que lo cuestiona todo, que bombardea la realidad con preguntas, que renuncia a las respuestas fáciles, que huye de la comodidad y recela del camino recto. La literatura se aproxima lateralmente a la realidad, la roza, la envuelve, la marea, la acaricia, la subleva y la pervierte, levanta en su piel ampollas e impide que se adormezca. La literatura es revolucionaria, contestataria, inconformista, rebelde, tozuda, nada contracorriente, aborrece la vulgaridad y ahuyenta el tópico.

La buena literatura, la única que merece ese nombre, es dueña de la palabra, es antes que el lenguaje, es su artífice, es esencial como lo es el cauce del río para el río. Puede haber río sin agua, la tierra hendida por ella recuerda su rumor y espera su regreso en cualquier momento, aunque hayan transcurrido años o siglos desde la última vez. Hay literatura en los dedos del escritor, antes incluso de que de ellos surjan las palabras. El escritor, escritores como Umbral crean el lenguaje y el idioma, no son sus esclavos sino sus generosos huéspedes y servidores.

La vastísima obra de Umbral atraviesa, unas tras otras, sucesivas etapas del tiempo, tan diferentes entre sí como complementarias si se las contempla desde una perspectiva histórica. Umbral se sobrepone a las malas épocas y celebra las buenas. Se diría que lo único que no soporta es la mediocridad, la ordinariez, la grosería, y el rancio provincianismo. La cortedad de vista, la ceguera voluntaria y el pensamiento único le repugnan tanto como la mala literatura. Es famosa y, de no serlo, merecería ser cierta, la anécdota que narra su costumbre de arrojar a la piscina de su casa los malos libros que llegaban a sus manos. Al agua, que no al fuego, con el fraude, porque eso es, un fraude, la palabra vilipendiada, malbaratada, vacía y desaprovechada. Al agua, que pudre, en lugar de purificar como el fuego. Al agua se ha ido nuestra sociedad post franquista, post transición, post moderna y post nueva rica.

Creo que a D. Francisco Umbral le hubiera gustado vivir y sobre todo contar con la lucidez de sus dedos esta maldita o bendita crisis que nos ha hecho abrir los ojos tras un periodo demasiado largo de adocenada prosperidad. La España y la Europa de hoy tienen algo en común con la mayor parte del tiempo en que Umbral vivió y escribió inventando la vida. Tienen mucho que ver la Europa y la España de hoy con todo ese tiempo, si exceptuamos la última década de la vida del Sr. Umbral, como le llamaba el piscinero que, a principios del verano, limpiaba la piscina del escritor y creía que los libros ahogados en ella eran pulpos desintegrados.

Quiero creer que este tiempo de crisis es una purga necesaria, como lo fue la posguerra o un tiempo de catarsis, como lo fue la transición. Un tiempo turbulento y aun violento, azotado por dificultades de las que es posible salir reforzados, un tiempo necesario para reflexionar y escribir la memoria de los errores cometidos durante los que Umbral habría podido llamar “los tiempos grises de la fácil bonanza”.

Tiempos de gran mentira en los que se mintió mucho y mal y sin gracia. Tiempos en los que creímos haber vencido a la despreciable pobreza y a la vergüenza del hambre. Tiempos en los que nos atrevimos por primera vez a recibir inmigrantes, en lugar de exportarlos como habíamos hecho siempre. Tiempos en los que nos creímos con derecho a emparedar la verdad y la memoria y hasta la escritura y la mentira detrás de tabiques de pladur. Tiempos de birlibirloque, en los que cualquiera podía hacerse rico con un fajo de billetes en una mano y un teléfono móvil en la otra. Tiempos en los que manos sucias, manos que nunca fueron ni serán fotografiadas, escribieron demasiados libros merecedores de una condena a la peor de las muertes, muerte de piscina. 

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Javier Martín Fandos es columnista, colaborador habitual de El Periódico de Aragón y de otros medios de prensa. Ha publicado, entre otras obras, la novela Morir en Agosto (Candaya) y el libro de relatos Paraguay no tiene mar (Calambur).

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3 comentario(s)

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  1. Javier Martín

    Muchas gracias, Hanna, por tu comentario, que leo ahora, tanto tiempo después. Si te gustó lo de Umbral, tal vez te guste también el que acabo de publicar aquí sobre Pikionis. Un saludo y gracias de nuevo.

    Hace 5 años 9 meses

  2. Pedro y el lobo

    Coincido con Hanna. Columnismo de altura para homenajear a un columnista de altura como Umbral. Literatura periodística o periodismo literario del bueno. Muchas gracias, CTXT por publicar joyas como esta.

    Hace 6 años 5 meses

  3. Hanna

    Madre mía, Javier, seas quien seas, porque, confieso, nunca había leído una sola línea tuya, ¡cómo echaba de menos artículos como este, de esos que ya no se encuentran, o que se me esconden, los jodíos! Con la extensión que precisa el autor, con los dedos a la búsqueda y el hallazgo de lo que sea que haya que decir de Umbral o de quien se ponga por delante, y tan distinto a lo que uno lee cada día de Dios, lo intenta al menos, en los medios de incomunicación patrios. Decirte gracias, ha sido un placer, no es decir nada. Quiero decir que has levantado mis ojos de prácticamente solo relecturas de libros del pasado devueltos a la vida de puritita desesperación también frente a los escribidores, o lo que sean, de relumbrón de este país que, lo creas o no, hasta puede que no exista sino como pesadilla. Te buscaré donde quiera que vayas como prueba de lealtad agradecida, pero, muy en especial, por que me hagas sentir viva. Así que, cuida esos dedos, piensa que prácticamente lo único que se pide hoy -en todo- es simplismo, que no sencillez, prisa, que no el ritmo adecuado, deslumbre momentáneo, que no poso en la memoria, banalidad, que no hondura en el análisis o en la reflexión. Con Dios, porque, como expresión, me sigue gustando.

    Hace 6 años 6 meses

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