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Las Vallecas, el puente y la villa, sumergen a El Figa en un conflicto de identidad. Todos los barrios obreros de España se parecen, incluidos los alicantinos Tómbola y La Virgen del Remedio, por donde él se paseaba con las sienes rapadas al uno y gritando cosas como “primo (en alicantino más parecido a premo)”, “por la vieja (en alicantino: pol·lavieja)” o “tus huevos ahí (tugüevorahí)”. Cierto es que, a pesar de su despliegue de medios, lo cani en él resultó transitorio: fue más una incursión turística que duró años que una condición del ser. Con respecto a aquella faceta de sí mismo mantiene la misma relación que tenemos todos con nuestra larga adolescencia de millennials: una oscilación entre la nostalgia y el sentimiento de ridículo.
Las Vallecas son la tierra de la ropa tendida de cara a la calle. En cada fachada hay toallas, calzoncillos, sostenes, camisetas y pantalones saludando, cuando hace viento, con las mangas y las perneras. No tienen opción de secar sus prendas de otra forma, pero el resultado es un mapa colorido de la intimidad, un signo de respeto humano hacia el barrio. Nada más llegar, en uno de los primeros balcones de barandilla blanca y oxidada a los que miramos, nos recibe un señor en calzoncillos que se rasca un ojo y se comprueba el dedo.
Las aceras están sucias. Las terrazas disponen sillas flojas de metal, mesas que cojean. Hay palomas mirando a los borrachos a los ojos. El Figa confiesa que ya ha paseado en varias ocasiones por la zona y que ha llegado a una conclusión: “Si Lavapiés es la precariedad intelectualizada, Vallecas es la precariedad somatizada: aquí es un legado de generaciones que ha ido moldeando cuerpos, caras, hábitos”. De pronto lanza una arenga: “Hay que echar Vallecas a la cara de los pijos”, y me palmotea el hombro, casi me abraza.
En cada fachada hay toallas, calzoncillos, sostenes, camisetas y pantalones saludando, cuando hace viento, con las mangas y las perneras
Nos vamos sentando en varios bancos del barrio, probando en calles estrechas y anchas. “Acuérdate de la especie pija… andan con ingravidez. Aquí no”, explica. Van pasando señoras con bolso que se detienen y saludan a gritos felices a quienes pasan por la acera de enfrente. Se diría que se conocen todos.
—Tienen casi todas un principio de chepa; un andar plano, funcional, con todo el pie; un cansancio en los antebrazos. Son limpiadoras de casas, trabajadoras de fábricas… Se paran a hablar y ponen los brazos en jarra, eso es una rémora del éxodo rural, ya sea de su generación o de la de sus padres, pero eso queda. Me la jugaría a que son mujeres que no usan tablas para cortar tomates y conseguir trozos simétricos sino que los apoyan contra la palma de la mano y los van partiendo de manera irregular…
Los ancianos y las ancianas se extienden por todas las calles, quietos, callados mucho rato y mascando su vejez que, mirada desde fuera, se percibe como si tuvieran un chicle eterno dentro de la boca.
—Y la ropa…—El Figa se frota la oreja para ordenar las palabras— Es de mercadillo.
—¿Y cómo vas a saber eso?—lo pongo en cuarentena.
—Tú es que no entiendes…—me desprecia un poco—. A ver, se nota porque se parece a la tendencia, a la moda, pero tiene algo disonante que uno no acierta a detectar de dónde viene: pueden ser desproporciones en la forma que hacen las sandalias o costuras poco cuidadas.
Odio reconocer que algo de razón tiene, aunque se le olvida destacar las camisetas de publicidad, probablemente de comercios del barrio, que llevan los hombres sobre todo.
Nos movemos ahora por callecitas pequeñas donde viven familias gitanas que tienen canarios sonando dentro de las casas, calendarios caducados y ollas viejas pero limpísimas puestas a secar en el alféizar. Nos fijamos en las tiendas que se anuncian con nombres básicos: Panadería, Ferretería, Carnes al carbón, Reformas, Se arregla ropa… Son nombres pegados al producto que no aspiran a otorgarse un valor añadido basado en la creatividad o en la imagen de marca o de negocio. Pertenecen a unos códigos más comunitarios: uno elige una tienda porque la conoce. Aquí el barrio es un espacio vivido, no de tránsito. Aquí, además, los escaparates aún no han sucumbido a esa pretensión hipnotizadora que nos ataca en los barrios de más caché. Dentro, los tenderos no parecen desempeñar un servicio ni desarrollar estrategias de seducción ante el cliente. Si no tienen ganas, no sonríen.
Son nombres pegados al producto que no aspiran a otorgarse un valor añadido basado en la creatividad o en la imagen de marca o de negocio
—Ese es el sueño de las dependientas de Zara, Mango y demás trileros del glamour. Por encima del dinero o de los horarios, desearían el derecho a estar un poco tristes un día sin que las llamen al orden. Piénsalo, llorar delante de un cliente sería un acto revolucionario. Se convertirían las tías, de repente, en punkis con bisutería y Hermann Tertsch escribiría un artículo desgañitándose contra la clientefobia—. El Figa quiere seguir la historia, pero le da la risa. Yo empiezo a fumar.
El fenómeno de los comercios se repite en los bares: cuesta diferenciar al camarero de los parroquianos. Todos exudan el mismo aire de resignación y espera. Tomar algo en un bar de Vallecas nos recuerda que todavía existen muchas personas en el mundo como los desheredados que retrataban Ignacio Aldecoa y Miguel Delibes. El Figa se siente incómodo al recibir una tapa de torreznos, pero irá mordisqueándolos y quejándose hasta terminárselos él solito y pronunciar un veredicto: “Qué puto asco”. Los clientes hablan a ratos. Hay momentos de subidón, de diálogo intenso y carcajadas que suenan como gárgaras; pero, por lo general, son conversaciones dispersas, fragmentadas: no les importa dejar temas a mitad porque en el fondo no hay un tema. Basta con que el otro perciba que estás ahí y que tu intención es permanecer y ofrecerle la mano de una palabra de tanto en tanto: hablan para expresar compañía, para hermanarse. “¿Ves?, la somatización de la precariedad”, a El Figa se le pone pecho de palomo cuando la realidad le da la razón, aunque cuando no se la da, la retuerce sin tapujos; o sea: El Figa es un palomo torcaz.
Seguimos la ruta, cansados y sudados. Nos damos cuenta de que igual que una ardilla podía recorrer la Península saltando de rama en rama, nosotros podemos atravesar las Vallecas de lata de cerveza vacía en lata de cerveza vacía. “Se ven todos los estadios de la vida del borracho: los jóvenes que comparten una litrona con sus colegas y todavía sueñan, los treintañeros a los que las consonantes les empiezan a sonar gomosas y los cincuentones-urraca, que siempre van con otros cincuentones y hablan roncos como hormigoneras”, recapitula mientras buscamos una boca de metro. Sin embargo, paradójicamente, tenemos que llegar a Sol para encontrarnos con un último estadio del alcohólico con el que no nos hemos topado en todo el recorrido y del que nos habíamos olvidado: el que se tumba solo en la acera, abrazado a un cartón de vino; el que sufre un cansancio atroz solo con plantearse el hecho de levantarse y pedir algunas monedas para seguir bebiendo. Esos tipos recorren las zonas turísticas. El Figa dice que es el último acto de venganza contra el mundo que pueden permitirse. Y yo le digo que deje de mirar al hombre de esa forma, que el pobre se está asustando.
Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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3 comentario(s)
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Tamberlick
La misma observación de El Figa sobre las ropas de mercadillo la hizo Edna Ferber en uno de los cuentos de su libro One Basket (1947).
Hace 6 años 6 meses
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Liz
- Ruedas de prensa de la Gene mientras Rajoy y Zoído ni están ni se les espera. La alcaldesa de París traslada sus condolencias a la "embajada" catalana, en vez de a la española. Raül Romeba atiende a delegaciones diplomáticas y medios extranjeros como si fuera un ministro. Titular de The Guardian: Catalonia’s response to terror shows it is ready for independence. - Los mossos, lo mismo: una política de comunicación y capacidad de acción que la convierten en una policía homologable a ojos del mundo. - Sin ser un experto en temas de seguridad, me parece que ante un grupo de salafistas con chalecos de explosivos, se dispara a matar, a la cabeza. Alguien con una bomba pegada al pecho se comprende que piensa llevarse por delante todo lo que pille, aunque luego resulte que la bomba es falsa. Ese me parece una razón de peso para que las críticas en este asunto hayan sido tan tímidas. - La mani: igual que hace una década, cuando en la mani contra el asesinato de Lluch se oyó un subversivo "por favor, dialoguen". Ayer a Barcelona tampoco la manejaron, ni la chulearon, ni se esperó que todos fueran calladicos en procesión detrás de algunos de los responsables de esta situación de terror. De momento, todavía, la tésis de Guillem, según la cual El Procés es un bluf, un cascarón vacío que quedará en nada, continúa sin demostrarse. Y el 1-O habrá urnas.
Hace 6 años 7 meses
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Óscar
He reconocido inmediatamente la fotografía: la colonia de Santa Ana, al pie del hoy tan transitado "parque de las tetas" como popularmente se llama al del Cerro del tío Pío. Por sus calles cogía de niño las hojas de morera (aunque el de la foto es un pino) para alimentar los gusanos de seda que los chavales criábamos en la consabida caja de zapatos. Aún siguen esos árboles dándonos sombra en “las terrazas de sillas flojas de metal” en “las aceras sucias”. En ese barrió me crié. Edificios sin plaza de garage ni ascensor ni tendedero, techos bajos, 50 metros cuadrados, tabiques de papel…: las VPO franquistas con la placa falangista del yugo y las flechas todavía hoy coronando algunos portales. Características que se repiten en las zonas humildes de cualquier ciudad. Ya saben: bajo poder adquisitivo, altas tasas de abandono escolar, de drogodependientes (hizo estragos la heroína en el barrio en los ochenta), de desempleo, de pobreza relativa y absoluta, de población en riesgo de exclusión social… bla, bla, bla. El resto ya lo conocen: Vallecas y su fama. Desde antes de la guerra civil. La colección de tópicos y arquetipos es abrumadora. Y perdura. Sigo con verdadera expectación (y casi devoción) sus caricaturas literarias en la serie Fauna Ibérica: admirable la captación de los detalles, el retrato verbal en tres dimensiones, el adverbio bien colocado, el adjetivo perfecto. Soberbios todos. Ironía fína. No me pierdo uno. Incluso en algunos momentos le confundo con su emulado/mi idolatrado Manuel Vicent en sus daguerrotipos. Pero, vuelva por Vallecas. Y tráigase al Figa también. O su alter ego. Ejerzo encantado de cicerone. Estrenando la cincuentena, sigo por estos lares. Testigo de su transformación. Y no tan deplorable como la que usted dibuja: ni tanta lata de cerveza, ni señores en gayumbos calibrando el diámetro de sus legañas en el balcón, ni tanta suciedad, borrachos, ni ropa tendida en cada fachada… Sólo le ha faltado mencionar la inevitable sirla a punta de navaja. O aludir al nivel de inglés que predomina en el barrio, para completar el catálogo de tópicos y clichés. Entiendo que una caricatura es una exageración, una deformación cargada de humor. Pero que debe permitir que se identifique el objeto caricaturizado. Continúe con las de los políticos porque lo borda, la verdad.
Hace 6 años 7 meses
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