Historias del pellizco
Rosario La Mejorana, la bailaora que inspiró "El amor brujo"
La bailaora construyó una puerta de entrada al universo flamenco y la plantó en los escenarios más prestigiosos de Europa
Esteban Ordóñez 13/09/2017

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Se ha contado que, durante un tiempo, Pastora Imperio, para dormir tranquila, hundía la mano debajo de la almohada hasta palpar el metal de una pistola con mango de nácar. Al tocarla recibía, junto a un frescor de madre, la conciencia de la dureza con que el mundo acechaba a las flamencas. Su madre, la que un día colocó el revólver en su mano, era Rosario Monge, apodada La Mejorana, igual que esa especia que desprende un olor a Toscana en los balcones.
La leyenda de Rosario, estrella del Café de Silverio, nació en febrero de 1858 en el gaditano Barrio de la Viña: clases populares y pescadores y callejas de piedra. Vale caminar por cualquier espacio semejante para aproximarse al ambiente por el que dio sus primeros pasos la mujer que iba a inspirar a Falla para moldear El amor brujo; basta con percatarse de que la lluvia arranca a los adoquines ecos de claustro y un aroma mineral que da ganas de cobijarse en un soportal y abrazarse al primer par de ojos que se cruce. Suena absurdo, cursi, pero así ocurre: en Cádiz la lluvia es melancolía derramada al igual que en todas las tierras en las que apenas llueve. Un caldo de pasiones que, en la segunda mitad del XIX, se traducía en cafés cantantes propagados por toda Andalucía a los que artistas y profanos acudían con navajas y pistolas.
Cuesta encontrar fotos de Rosario Monge. Una larga búsqueda por Google arroja solo tres, y todas parecen reflejar a una mujer que ya miraba desde lejos sus años de gloria noctámbula. En una de ellas, la flanquean sus dos hijos, el guitarrista Víctor Rojas y Pastora Imperio, que levanta las pupilas con maneras de una Santa Teresa que empieza a aburrirse de tanto éxtasis. En el medio, sentada, avejentada, cara redonda y poco nítida, posa La Mejorana. Circula también un retrato: peina un moño y sonríe sin ganas, quizás apremiando al fotógrafo para que termine rápido. La imagen que se tomó en la boda de Pastora con el torero Rafael El Gallo, en 1911, es la más significativa porque dibuja la barrera del tiempo con que chocamos quienes tratamos de saber más: la artista es solo un costado anchísimo y oscuro coronado por un sombrero sobre el que cimbrea una pluma enorme. Rosario quedó como una mujer desdibujada a la sombra del emblema internacional que fue su hija, a ella sí se le percibe claramente en esa imagen. Cuando escuchamos las historias de juventud de La Mejorana, el rostro que nos asoma a la mente es el de Pastora, y al contemplar los cuadros del Corral de la Morería, con una Pastora ya madura, resulta inevitable ver prolongada a la madre, que tuvo que retirarse y abandonar su leyenda cuando contrajo matrimonio. Su trayecto fue corto, pero legó relatos e imágenes que circulan por letras, coplas y conversaciones.
Rosario Monge no murió de forma mágica, sino de un infarto, en 1920. Como la de ninguna gitana, su historia, en el fondo, no tuvo nada de brujería, más bien de miseria y supervivencia.
Ella era la “hembra de bandera” de la que hablaba Miguel de Molina en Mi Rita bonita: “Una hembra de bandera/ se interrumpe entre los dos/ y en defensa de su Paco/ Rita la vida perdió”. Suena a reyerta, pero no lo fue: La Mejorana mató a Rita La Rubia con un duelo de baile. Ocurrió en el Café Chinitas de Málaga. El origen de aquel suceso se remonta a otro pique. Una joven Rosario se había cruzado tiempo atrás con Gabriela Ortega, bailaora insignia por entonces. Combatieron y ganaron los brazos y los pies de La Mejorana. La Ortega, ofendida, se lo contó a su prima Rita La Rubia. Cuando estas dos se encontraron después en el Chinitas, hubo un intercambio de palabras entre Rosario y el marido de Rita, no sabemos de qué tipo, pero se armó el duelo. Bailaron durante horas. Aseguran que aquella noche venció La Rubia, aunque le costó caro. Cargaba con un embarazo de cinco meses, comenzó a sangrar y perdió al niño. Dos días después, la hemorragia se la llevó. Otras fuentes aseguran que quien perdió el hijo había sido la misma Gabriela y que Rita murió tras un desmayo provocado por la extenuación. De una u otra forma, el baile de La Mejorana nos llega hoy impregnado de belleza y de peligro. Los destinos de Gabriela y Rosario se toparon más tarde: sus hijos, Pastora Imperio y Rafael El Gallo, iban a enamorarse sin remedio.
¿Cómo se movería Rosario que había gente capaz de apostar la vida por superarla? Sus ojos verdes lampareaban tras unas pestañas rizadas y flexibles como su espalda. Fue la primera bailaora en tomar verdadera conciencia de sus brazos y desplegarlos como hoy se hace (le brotaban alas, no estaban ahí, nadie las esperaba y, de pronto, ella se expandía como una mariposa, igual que aquella sonrisa de El Cartero de Neruda) y dicen, también, que subió la bata de cola a los escenarios por vez primera, aunque aquí hay más dudas. Relatan las crónicas que cinco minutos de charla bastaban para arruinarle el corazón a un hombre y que hacía madrugar al público: los señoritos querían colocarse cerca y descubrirle dos centímetros de piel por encima del tobillo; “había cristianos que se limpiaban la baba cuatro o cinco veces”.
Ese babeo resumía el negro mundo con que lidiaban las flamencas: escondía una forma degustativa de mirar a la mujer como si fuera una criatura apresable que puede reducirse a un plato. El comensal ostenta la superioridad sobre la vianda, posee los instrumentos necesarios para despedazarla y apocarla y hacerla asequible a su boca. Las bailaoras, las doñas flamencas, no alcanzaban otro sentido ni otro destino para muchos de los que salivaban que su adquisición. Era difícil prosperar y vivir como una quería, libre, sin sugerirse como ser apresable. La única garantía residía en el engaño: insinuarse al alcance de las manos, pero no dejarse llegar nunca, y al mismo tiempo, casi como si fuera un secreto, palpitar, permanecer viva. Por eso las artistas mentían tanto. La Mejorana sabía batirse en esa arena. Mientras bailaba, canturreaba sus juguetillos (estribillos): “Yo soy blanca y te diré/ la causa de estar morena:/ que estoy adorando a un sol/ que con sus rayos me quema”. Ricachones y turistas se deshidrataban.
Ella era la “hembra de bandera” de la que hablaba Miguel de Molina en Mi Rita bonita: “Una hembra de bandera/ se interrumpe entre los dos/ y en defensa de su Paco/ Rita la vida perdió”.
Vino al mundo para plantar semillas, una de ellas la colocó una tarde tras la oreja de Manuel de Falla y acabó engendrando El amor brujo, una obra llena de especias de secano. La Mejorana relató al genio leyendas gitanas y proverbios y costumbres y, entre tanto, le fue cantando seguiriyas, zambras, soleares, polos, martinetes. También cuentan que relató la historia de cómo enamoró a su marido con un conjuro caló. Falla, borracho de melismas, narcotizado, se sentó al piano, escarbó en esas melodías y ritmos, averiguó su espíritu y alteró las notas, aunque con cuidado de no desmadejar el alma de La Mejorana y de todos los gitanos. Él se sentó en noviembre y en abril ya había parido la obra maestra. En el estreno, el 15 de abril de 1915, aquello no gustó a los críticos ni a los intelectuales. Solo los gitanos de la escena navegaron deleitados por aquella partitura. Cuando esos compases llegaron a los oídos de Antonia Mercé Argentina, la bailarina se contagió y dedicó varios años a aprender lo gitano, a espiar los tobillos y las muñecas de los viejos y las viejas para crear la coreografía de la obra. Falla, de la mano de La Mejorana, construyó una puerta de entrada al universo flamenco y la plantó en los escenarios más prestigiosos de Europa.
Rosario Monge no murió de forma mágica, sino de un infarto, en 1920. Como la de ninguna gitana, su historia, en el fondo, no tuvo nada de brujería, más bien de miseria y supervivencia. A Pastora Imperio le quedó una herencia de aire en los brazos, ese “empaque de soberana” que luego cantó Chano Lobato y una pistola bajo la almohada.
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BIBLIOGRAFÍA:
- Reina del duende: la vida, los amores y el arte de una mujer apasionada. De María Estévez.
- La voz de los flamencos. De Miguel Mora.
- Poder y prostitución en Sevilla. De Francisco Vázquez García.
- Secretos y misterios de La Mejorana. Artículo de Manuel Bohórquez.
- Machismos y feminismos jondos. Artículo de Manuel Bohórquez.
- Rosario La Mejorana, la revolución del baile de mujer. Artículo de Ángeles Cruzado.
- Pastora Imperio: madre con nombre de especia, hija con nombre imperial. Artículo de Javier Osuna García.
- El Cádiz flamenco de mediados del XIX. Artículo de Antonio Barberán.
Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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