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Cultura y Transición

Confort y conflicto (I)

De cómo el cine español se desconectó de la realidad en los años ochenta

Luis López Carrasco / Luis E. Parés 15/09/2017

<p>Un fotograma de <em>Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón</em>, de Pedro Almodóvar.</p>

Un fotograma de Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, de Pedro Almodóvar.

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0. Preámbulo

A finales de 1983 entra en vigor la conocida popularmente como “Ley Miró”, un decreto-ley que tenía como objetivo regular la producción, distribución y exhibición de la industria cinematográfica española, atenazada por históricos problemas estructurales. Las reglas del juego estipuladas por este paquete de medidas cambiarían la cinematografía española de manera contundente, privilegiando a unos autores, estilos y temáticas en detrimento de otras prácticas fílmicas que desaparecerán completamente. Además de promover una gama de propuestas de carácter estético, el cine español de los años ochenta refleja y a su vez construye una representación concreta tanto de la memoria de la postguerra como de la sociedad de su tiempo. 

¿Qué tipo de relatos y clases sociales protagonizaron mayoritariamente el cine  fomentado institucionalmente tras la victoria socialista de 1982? ¿Existe una correspondencia entre el tipo de sociedad representada en la producción española de esos años y su realidad demográfica? ¿O podríamos hablar de un proceso gradual de invisibilización de determinados grupos sociales? 

 1. Un mundo se acaba y otro no ha empezado todavía.

“En el cine todo es falso.”
Carmen Maura en Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón

Cuando uno se aproxima a Después de… y Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón no cree posible que ambas películas estén terminadas en el mismo año, 1981, y, desde luego, que se desarrollen en el mismo país. El díptico documental de Cecilia y José Juan Bartolomé recoge la efervescencia social del cambio de década, lo que les permite elaborar un discurso crítico y nada optimista sobre la Transición, a la vez que ofrecer un retrato colectivo que muestra a una sociedad deseosa de formar parte de la vida pública del país, ilusionada, propositiva y políticamente articulada, sin importar edad o clase social. La obra es un mosaico de extraordinaria riqueza, un debate gigantesco, rodada por todo el territorio español atendiendo a diferentes problemáticas que afectan a grupos sociales diversos, donde cada persofna se expresa con abrumadora libertad y vehemencia. El largometraje de Almodóvar, por el contrario, tiene unos objetivos estéticos y discursivos distintos. Obra jubilosa y cruel de marcado carácter underground, entre el cómic contracultural y la farsa, entrelaza un necesario y pertinente relato de emancipación femenina, visibilización LGTB y liberación sexual (se nos olvida a menudo lo profunda y peligrosamente retrógrados que eran los segmentos conservadores en esos años) con el retrato de una juventud desocupada y abúlica, quizá más gamberra que subversiva, más pop que punk. El mundo que el film convoca es un mundo consciente de ser representación y apariencia, un baile de disfraces de rutinas lúdicas, poblado por personajes sin oficio aparente, dedicados a ir a conciertos o aburrirse en casa sin nada que hacer. 

Fotograma de Después de..., de Cecilia y José Juan Bartolomé.

Fotograma de Después de..., de Cecilia y José Juan Bartolomé.

Huelga decir que ambas películas son no solo excelentes sino indudablemente relevantes. Pero lo que nos interesa del caso es cómo Después de…, siendo un film que está totalmente orientado al futuro, a la integración de diferentes elementos sociales para construir un nuevo relato común, se puede contemplar en la actualidad como el retrato de un estado de cosas que, en palabras de sus autores, quedará cancelado tras el golpe de Estado del 23-F, con todas sus utopías congeladas y aparentemente abandonadas en la década anterior. Por su lado, un film amateur, despreocupado e irreverente como el de Almodóvar se puede entender como una pieza visionaria que codificará en buena medida comportamientos, valores y hábitos para la década que comienza.

El documental de Cecilia y José Juan Bartolomé recoge la efervescencia social del cambio de década, lo que les permite elaborar un discurso crítico y nada optimista sobre la Transición

Una pregunta, sin embargo, se formula tras cada visionado de Después de…. ¿Qué sucedió con todos los grupos sociales que se manifestaban, discutían y negociaban su futuro en el film? ¿Se convirtieron todos ellos en clase media de la noche a la mañana? Si la respuesta es negativa, ¿dónde demonios están?

2. El modelo anterior 

El cine español de la Transición era un cine sin modelo, y se podría decir que casi sin legislación, ya que estaba regulado por una serie de leyes heredadas del franquismo que el gobierno de UCD había maquillado con algunos decretos. 

En junio de 1978 el PSOE hizo un llamamiento para la celebración de un congreso democrático sobre cine español. Los principales partidos y sindicatos de ámbito estatal, además de asociaciones profesionales y ramas de la industria, presentaron el manifiesto de convocatoria del congreso. En él se proponía “una revisión total y un planteamiento nuevo del cine español en su conjunto”. El congreso, celebrado finalmente en noviembre, ofrece unas conclusiones interesantes: apoyo a las producciones en cooperativa; reforzar el control en taquilla; exenciones fiscales para el cine infantil, el cortometraje, el cine cultural y el experimental, o la concesión de créditos rápidos y baratos para las productoras pequeñas y medianas. La conclusión número 5 también revestía mucha importancia: que Televisión Española se convirtiese en un centro de producción de films de alto nivel de calidad y de difíciles planteamientos comerciales. 

Visto hoy en panorámica, la industria de los años setenta era, cuanto menos, heterogénea e inclusiva. En 1978, por ejemplo, se produjeron 72 películas, entre las que podemos encontrar clásicos como La escopeta nacional o Un hombre llamado Flor de Otoño; cine de autor como Vámonos, Bárbara o El diputado; subproductos eróticos como Emmanuelle y Carol, Es pecado... pero me gusta; cine quinqui como Los violadores del amanecer; fantaterror como La sombra de un recuerdo; documentales como Ocaña, retrato intermitente o El asesino de Pedralbes, o la enésima comedia típica, ya sea de Paco Martínez Soria, como ¡Vaya par de gemelos!, ya de Manolo Escobar, como Donde hay patrón... Ese año, además, dos películas españolas ganaron ex-aequo el Oso de Oro del festival de Berlín: Las truchas y Las palabras de Max, sendos retratos, uno en clave de alegoría y el otro desde cierto nuevo costumbrismo, de un nuevo estado de cosas. Se podría decir que, a pesar de la ausencia de marco jurídico, sus déficits y lagunas, el cine de la Transición era un cine plural, donde todo tipo de iniciativas tenían cabida, desde las más comerciales a las más autoriales, y donde encontramos películas con una clara voluntad política de intervención en la realidad social junto a películas de pura evasión. Un cine muy propio de su tiempo, que intentaba aprovechar todo el campo de lo decible que la desaparición del franquismo había dejado libre. 

Sin embargo, el diagnóstico oficial era diferente, y nada triunfalista. El cine español estaba en peligro y había que socorrerlo. La pérdida de la recaudación había agudizado el cierre de salas o su conversión en multiplex (fenómenos que por otro lado se estaban produciendo en todo el mundo). La cuota de pantalla iba decreciendo a favor de películas americanas y la visibilidad internacional de la producción española era nimia. Las razones de este descenso de espectadores se achacaban a una supuesta pérdida de calidad de la producción nacional. El cine español perdía público y no era exportable porque no tenía una factura comparable a la del cine internacional. La “calidad”, entendida de este modo, relacionará los valores artísticos o comerciales exclusivamente con el factor económico. El fomento institucional debía promover que el cine contara con mayores recursos. 

A pesar de la ausencia de marco jurídico, sus déficits y lagunas, el cine de la Transición era un cine plural, donde todo tipo de iniciativas tenían cabida, desde las más comerciales a las más autoriales

Ese cine de factura impecable al que se aspiraba, capaz de concitar públicos diversos y encandilar a la crítica, pareció encontrar su paradigma en dos éxitos internacionales de 1983, año en el que Volver a empezar ganó el Oscar a la Mejor Película de Habla No Inglesa y La colmenaganó dos premios en el Festival de Berlín, incluido el Oso de Oro a la Mejor Película. Ambas películas tenían mucho en común: desde una puesta en escena bastante clásica a una visión del pasado dolorosa pero reconciliadora. Si se quería construir un nuevo modelo cinematográfico en España, esas dos películas podían servir de inspiración. 

3. La tradición de la qualité 

La propuesta socialista encabezada por la realizadora Pilar Miró se inspira parcialmente en el siempre envidiado modelo cinematográfico francés. Los dos factores decisivos del decreto-ley de 1983 son: 1) favorecer las subvenciones anticipadas a proyecto, lo que favorecerá el carácter autorial del cine (se refuerza la idea del director como motor artístico del proyecto), y 2) apoyar deliberadamente un cine de elevados presupuestos. El encarecimiento del producto está asociado, como ya hemos visto, a la hipótesis de que un largometraje con actores conocidos por el gran público y profesionales de alto nivel tendrá un acabado técnico intachable que atraerá espectadores y será perfectamente exportable. Hay que tener en cuenta, además, que esta medida se suma a toda una tendencia que había aparecido unos años antes y que remite al conocido como “decreto de los 1.300 millones”, un acuerdo-marco con TVE que fomentaba la adaptación cinematográfica de clásicos de la literatura española en un estilo funcional, con repartos nutridos y ambientación de época. Atrás han quedado los propósitos legislativos del congreso de 1978.

Aunque se producen películas remarcables en esos años, el cine español sufre un proceso de homogeneización estética motivado por las demandas y servidumbres de la televisión y las comisiones ministeriales, que entenderán el cine como un vehículo que apenas se debe diferenciar de los seriales de ficción televisiva: adaptaciones literarias con un aspecto ortodoxo, cuando no caduco o plano, que recuperan una historicidad de cartón piedra. Un cine que, por así decirlo, se limita a ilustrar el texto literario (1). Cerdán y Pena, autores de un texto fundamental sobre el periodo (2), hablan de un “clientelismo estético” que dará lugar a ese “clasicismo mal entendido que es el lenguaje televisivo”, donde “no importan tanto las posibilidades cinematográficas de un texto literario o los deseos de determinados cineastas por llevar a su terreno argumentos preexistentes como simplemente la potencialidad comercial de un título o autor emblemático”, idea que Santos Zunzunegui ya expresaba en su seminal informe de 1987 (3).

En la medida en que el cine de época cuenta generalmente con mayor presupuesto, el inflamiento de los costes de producción para alcanzar mayores cuotas de dinero público multiplicará hasta el hartazgo las películas que tienen la guerra civil y especialmente la postguerra como telón de fondo. Un telón de fondo que podemos considerar casi de manera literal: el pasado entendido como diorama de costumbres. El intento de agradar a un público masivo y catódico ampara lo que Pena y Cerdán consideran una “descontextualización ideológica basada en la reconciliación y el olvido de la Historia”. Ese “acabado técnico intachable” convierte a muchos de estos films en ese cine teatral y adocenado, de postales melancólicas y repartos encorsetados, que ofrece una mirada muchas veces pueril o simplista sobre nuestra historia reciente. No en vano esa estética dominante será aquella que desafortunadamente la mayor parte de la opinión pública asociará desde entonces al cine español. Ese achatamiento o uniformidad visual alcanzará también a autores que se habían caracterizado por propuestas arriesgadas, complejas y maduras en la década anterior.

Aunque se producen películas remarcables en esos años, el cine español sufre un proceso de homogeneización estética motivado por las demandas y servidumbres de la televisión 

La otra gran tendencia que se despliega en los años ochenta y continúa en la década siguiente es la comedia ligera ambientada en entornos urbanos. Estas comedias se habían iniciado en los setenta, si bien con un clara preocupación por reflejar el momento político, caso de Tigres de papel  o L’orgia. A medida que avance la década se acabarán convirtiendo en meras comedias de enredo en las que se otorgará un protagonismo avasallador a profesionales liberales con estudios superiores y poder adquisitivo, antiguos progres reconvertidos en una clase acaudalada, entregados a inofensivos adulterios y simpáticas neurosis. Sé infiel y no mires con quién o Mujeres al borde de un ataque de nervios, películas que fueron además arrolladores éxitos de taquilla, representaban una sociedad claramente aspiracional y despolitizada. El proceso de inflación presupuestaria motivado por la “Ley Miró” convertirá a estas comedias en vodeviles suntuosos donde se produce gradualmente “un alejamiento de lo popular por la sofisticación”. Una clase media gozante, dedicada al disfrute de una refinada vida cultural, que reside en áticos céntricos aunque trabaje esporádicamente, que se corresponde punto por punto con el ideario modernizador y progresista del PSOE. Esas clases medias cultivadas por el desarrollismo, que pilotan la Transición y coparán todos los puestos de poder en España desde entonces, encontrarán en el cine de los ochenta un retrato en ocasiones ácido o irónico pero siempre triunfante. Su conquista simbólica es hacer partícipe a todos los espectros sociales de un relato integrador que, a pesar de centrar su mirada en un porcentaje concreto de la población, es elevado a ejemplo universal y modelo de conducta. Además de esta homogeneización de los discursos, nos encontramos con la domesticación de algunos arquetipos, de un imaginario social que servía para mostrar, de una forma más o menos subversiva, más o menos sarcástica, la nueva realidad social y emocional que tenía el país (4)

La mayor pérdida que sufrió el cine de la década fue la de dejar de relacionarse críticamente con la sociedad a la que pertenecía, cosa que no había pasado ni durante el franquismo (piénsese en el cine de los cincuenta, con películas como Surcos, Esa pareja feliz o El inquilino). El cine español de los ochenta pasó a ser un cine acrítico, más centrado en un esteticismo consensuado (las prácticas de vanguardia fueron desterradas) o en la accesibilidad de las narrativas antes que en contar su propio tiempo o el pasado reciente (5). Del mismo modo, el cine español dejó de tener en cuenta la tradición cultural del país, que el cine hasta entonces había actualizado y llevado hasta altas cotas creativas. Géneros como el sainete o el esperpento apenas fueron cultivados, lo que no deja de ser una paradoja en una década en la que como en ninguna otra el cine se fijó en la literatura española.  

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(1) Se adaptarán al cine y la televisión obras Cela, Delibes, Galdós, Rodoreda, Lorca, Marsé, Sender, Martín Santos, Barea, etc.

(2) Josetxo Cerdán y Jaime Pena, «Variaciones sobre la incertidumbre», en La nueva memoria. Historias del cine español, José Luis Castro de Paz, Julio Pérez Perucha y Santos Zunzunegui, dirs., Perillo-Oleiros (A Coruña), Via Váctea, 2005, pp. 254-330.

(3) “El cineasta ya no es, en ninguno de estos casos, un autor que, dilapidando el texto original, construye un sentido que le es propio. Convertido en un mero copista, que con aplicada caligrafía reproduce cuidadosamente los aspectos más externos de ese texto que se le confía para que actúe como su divulgador, termina encarnando, en situación menos paradójica de lo que pueda parecer a primera vista, a esa figura que bajo la apariencia de servir a la obra original, no realiza otra tarea que la de vaciarla de su espíritu central convirtiendo letra viva en imágenes muertas”, Santos Zunzunegui, «Informe general sobre algunas cuestiones de interés para una proyección pública o el cine español en la época del socialismo», en Cuatro años de cine español (1983-1986), Francisco Llinás Mascaró, ed., Madrid, Dicrefil, 1987.

(4) El cine quinqui, subgénero que dio alguno de los mayores éxitos comerciales en la década anterior, es un ejemplo palmario de la dulcificación de los discursos. El carácter marginal de los tipos sociales representados, y el hecho de que fuesen los propios delincuentes quienes se interpretasen a sí mismos, hizo que estas películas, además de la acción espectacular, tuviesen también un marcado carácter sociológico y de denuncia. A partir de esos parámetros, Eloy de la Iglesia cimentó una obra desgarradora sobre la inexistencia del futuro para una generación perdida por el olvido de las instituciones. Pero es que, además de ser análisis crudos de una realidad a la que nadie quería mirar de frente, Navajeros, Colegas, El Pico y El Pico II fueron películas exitosas, con grandes recaudaciones y más de 600.000 espectadores. La distancia que hay entre esas películas y La estanquera de Vallecas es la de la conversión de un tema subversivo en un sainete inofensivo. Más allá de los problemas personales de Eloy de la Iglesia, si después de La estanquera de Vallecas abandona el cine durante dieciséis años es porque su discurso rupturista y abiertamente político ya no tenía lugar. A esa indefensión contribuyó la poetización del lumpen, en la línea del cine de fábula, realizada en películas como Mi nombre es gato o Maravillas. El delincuente ya no es un rebelde que ha de enfrentarse contra un sistema sino un ser sensible al que nadie comprende.

(5) Aunque Pilar Miró dimite en 1985 (para ser nombrada directora de RTVE), el continuismo dura oficialmente hasta la reforma Semprún de 1988, que modifica las ayudas anticipadas a proyecto por las ayudas automáticas tras la recaudación, lo que estimula el papel del productor como empresario y el intento de reconexión con un público desafecto al cine español. Sin embargo, a efectos estéticos, el sistema construido en torno a las demandas televisivas permanecerá instalado desde entonces. Habrá que esperar al relevo generacional de mediados de los noventa para encontrar una mayor disparidad de propuestas y géneros. En muy buena medida, las inercias estéticas que se ponen de moda en los años ochenta afectarán desde entonces al modo en que entendemos el cine español y el modo en que las instituciones nacionales o regionales conciben sus políticas culturales.

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Autor >

Luis López Carrasco

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Luis E. Parés

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2 comentario(s)

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  1. Pepe Grilo

    Muy interesante artículo. Los que vivimos la movida y nos hemos parado después a contemplarla, tenemos la extraña sensación de haber sido manipulados políticamente. Una generación reprimida por la policía hasta su total silenciamiento (recordad las cargas del 2 de mayo donde la gente no hacía otra cosa que divertirse, es decir, se reprimía directamente la diversión) Una generación diezmada (¿interesadamente?) por las drogas, fundamentalmente la heroína, pero también el alcohol, que rara vez se cita, que silenciaron los barrios marginales y a un amplio grupo de luchadores de las clases medias. Y, finalmente, una generación desclasada, donde la cultura estaba diseñada para la gente guapa, con el auge de lo posmoderno y el aumento del nivel del poder adquisitivo para acceder al ocio. Creo que debe destacarse también que, dentro de la gran mentira política que fue la transición, el llamado “golpe de estado” del 23 F fue una inteligente operación para romper el ritmo de unas generaciones rebeldes que podrían haber cambiado las cosas. Igual que ahora, tenemos mucho que agradecer de todo esto al socialismo del PSOE.

    Hace 6 años 3 meses

  2. Manuel

    Arrebatoooooooooo!!!!!!!!!!

    Hace 6 años 6 meses

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