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El ‘viejo futuro’ de la democracia

Europa se enfrenta al reto de convertir en ciudadanos a una población envejecida de votantes y consumidores. Uno de cada cuatro tiene ya más de 60 años

Pedro Olalla Atenas , 13/09/2017

<p>Homenaje a las mujeres que lucharon contra el Apartheid, estatua del escultor Lawrence Lemaoana en Johannesburgo. </p>

Homenaje a las mujeres que lucharon contra el Apartheid, estatua del escultor Lawrence Lemaoana en Johannesburgo. 

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Parece mentira, pero, apenas dos generaciones atrás, la esperanza de vida en el mundo era de 46 años; y en Europa, de 65. Hoy, la esperanza de vida en el mundo es de 68 años; y en Europa, casi de 82. En nuestro viejo continente, una de cada cuatro personas tiene ya más de 60 años; y en algunas regiones, la mitad de los votantes tienen más de 50. Está claro que el mundo envejece demográficamente, y que Europa envejece aún más; pero, ¿quiere esto decir que lo hace también políticamente? ¿Ideológicamente? ¿Es la democracia, como proyecto in fieri, compatible con un envejecimiento social entendido por muchos como conservadurismo, dependencia y renuncia? ¿O tal vez éstos no son, realmente, atributos necesarios del envejecimiento? Éstos son sólo algunos de los muchos interrogantes que, a la vista de las tendencias demográficas de los tiempos que corren, habremos de esforzarnos en contestar con claridad. En cualquier caso, si, en este contexto, nos preocupa el futuro de la democracia, deberíamos empezar ya a reconsiderar muy en serio nuestro discurso habitual sobre la tercera edad y a diseñar mecanismos eficaces para dotarla de peso político real, pues no olvidemos que, en nuestra sociedad, el poder establecido no actúa en interés común sino movido por la fuerza de la reivindicación, y que, en los tiempos que vienen, dicha fuerza motriz habrá de proceder, cada vez más, de una población de edad avanzada.

La mentalidad de las personas, su grado de tolerancia, su actitud reaccionaria o progresista, y su voluntad de implicación o no en las causas comunes, están mucho más determinados por sus experiencias, su formación y su carácter que por cuestiones relacionadas con la edad

Es cierto que, en algunas partes de Europa, más de la mitad de los ciudadanos con derecho a voto supera ya los cincuenta años, y que, a nivel mundial, la longevidad sigue avanzando; pero este hecho –feliz en sí mismo e inédito en la historia de la democracia y de la humanidad– no debería ser tenido como la razón por la que nuestra sociedad parece estar “políticamente envejecida”. A poco que pensemos, descubriremos que lo está, más aún, por otra preocupante razón: porque nuestra deficiente democracia ha perdido, a todas luces, el ímpetu transformador que le conferían sus valores esenciales en su lejana juventud, cuando empezó a forjarse allá en Atenas. Recordemos que, entonces, la democracia nació como un sistema ideado para que el ser humano pudiera aspirar a realizarse como animal político; como un sistema que aspira a corregir las injusticias derivadas de la desigualdad económica y social usando como medio la igualdad política; como un sistema que propugna que el interés común sea definido y defendido por el conjunto de la sociedad; como un sistema pensado para tratar de conseguir ese interés común a través de la máxima identificación entre los gobernantes y los gobernados. Definitivamente, si la democracia se encuentra hoy envejecida, no es por la edad de los llamados a tomar parte en ella, sino porque ha dejado de ser fiel a esta esencia, que es lo que de verdad la nutre y la convierte en un proyecto eternamente joven.

Desde sus orígenes, lo más imprescindible para el desarrollo verdadero de una democracia ha sido y sigue siendo la existencia real de un “demos”, es decir, de una población de ciudadanos conscientes de su potestad como portadores legítimos de la esencia política de la sociedad y dispuestos a ejercerla; hoy, sin embargo, lo cierto –y lo grave, a la vez– es que tenemos una democracia con un enorme déficit de ciudadanos. Y, aunque hay quienes temen que la longevidad de nuestro tiempo convierta nuestra democracia en una especie de gerontocracia retrógrada y abyecta, no parece lógico que la razón de dicho déficit fundamental haya de señalarse en la edad, pues la madurez y la experiencia que ésta suele aportar deberían, al contrario, ser ventajas para la adquisición de esa necesaria conciencia política. Más bien cabría preguntarse si el inmovilismo, la desafección o la vulnerabilidad a la demagogia que algunos achacan a nuestra actual generación de mayores no será el efecto de que el sistema en que les tocó vivir sus años jóvenes tuvo más interés en mantener el orden, en fomentar la sumisión y en desalentar la movilización política que en cultivar la virtud democrática; si no será, igualmente, efecto de que el sistema actual tampoco se muestra seriamente decidido a arbitrar nuevas vías, más allá del voto, para hacer realidad la participación del ciudadano en la política.

Está sobradamente demostrado que la mentalidad de las personas, su grado de tolerancia, su actitud reaccionaria o progresista, y su voluntad de implicación o no en las causas comunes, están mucho más determinados por sus experiencias, por su formación y por su carácter que por cuestiones relacionadas con la edad, por lo que no hay por qué pensar que los mayores serán siempre un grupo homogéneo y previsible. De todas formas, si aún fuera necesario demostrar que los vientos retrógrados que hoy soplan por el mundo no salen de un coro de ancianos, bastaría decir que, en esta Europa nuestra –donde más de la cuarta parte de la gente ha superado ya los sesenta–, los organismos de gobierno, las cúpulas de los partidos, el cuerpo judicial y los centros de decisión dan a la población de edad avanzada una representación mínima o nula. ¡Incluso en el Senado los mayores son una escasa minoría! Por el contrario, aunque cueste creerlo, son ellos, los mayores, quienes más participan en el voluntariado y en las tareas solidarias. Y, sobre todo, las mujeres[1]. Por eso, parece claro que, en los tiempos que vienen, la línea divisoria entre lo progresista y lo reaccionario, entre la solidaridad y el egoísmo, no será una línea que pase por la edad, sino por la virtud política.

Tal vez sea Galeno, hablando del mantenimiento de la salud, quien nos haya ofrecido una definición más escueta y esclarecedora de lo que es, en esencia, la vejez: No es viejo quien tiene muchos años –dice–, sino quien tiene sus facultades mermadas. Una definición que, bien pensado, vale tanto para la vida humana como para la democracia. Así pues, la vejez –vital y democrática– es el efecto cruel de perder por deterioro facultades primordiales que precisamos para ser autónomos y plenos; algo que no comienza al cruzar el umbral de una edad, sino en otro momento muy distinto: cuando otros toman el lugar de uno; cuando uno, tristemente, pasa de ser su propio soberano, capaz de servirse a sí mismo y dueño de sus facultades plenas, a verse dependiente de otro, incapaz de valerse, y privado de aptitudes que tuvo y que nunca recuperará. Si fuéramos sagaces, deberíamos tomar conciencia de que esa pérdida de facultades primordiales que Galeno denomina vejez no es un destino funesto del hombre –ni de la democracia– que llega inexorablemente con la edad, sino un proceso cuya capacidad de destrucción y alienación depende en gran medida de nuestro proceder, como individuos y como sociedad. Dicho de otro modo, aún más sorprendente: si el mantenimiento de las facultades primordiales depende, en gran medida, de nuestro esmero personal y de las condiciones favorables de nuestro entorno, quiere esto decir que la salud y la vitalidad –tanto en el plano humano como en el democrático– son, en un alto grado, una tarea ética y política.

Si sacamos provecho de nuestras posibilidades, más que una sociedad envejecida, en los tiempos que vienen seremos una sociedad insólita de jóvenes de todas las edades; con pocos niños, de momento, y esperemos que con pocos ancianos decrépitos. Y esa longevidad inexplorada –fruto de los avances de la ciencia, en gran medida– traerá consigo un desafío enorme que no será científico, sino ético y político: un cambio de mentalidad profundo tanto a nivel social como a la escala íntima de cada uno de nosotros mismos.

Ser viejo, en adelante, ya no será lo mismo que ha sido hasta hace poco. Y tampoco ser joven, porque seremos jóvenes durante mucho tiempo, y las cosas que teníamos por propias de la juventud lo serán también de otras edades avanzadas. Habremos de aprender, por ello, a ser esa otra cosa; tal vez, seres llamados a vivir varias vidas en el curso de una; a cambiar por completo de entorno familiar y social; a aprender cosas nuevas y a adaptarnos a situaciones nuevas para evitar ser arrumbados por el torrente de la evolución; a aceptar que las cosas no sean para toda la vida; a volver a empezar; y a someter a honesta crítica lo que siempre tuvimos por incuestionable y lo que se presenta como nuevo; porque ahora, más que nunca, vivir será ir cambiando, y ser mejor será haberlo logrado muchas veces.

El futuro dependerá de quien tenga el poder de tomar decisiones. Si aspiramos a una vida que no sea de títeres o esclavos, ésa es la fuerza y la prerrogativa que ha de volver de nuevo al ciudadano

En los últimos años, el mundo se ha transformado más que en largos siglos; y, en las próximas décadas, habremos de ver cambios aún mayores. Cambios que modificarán las estructuras existentes, que subvertirán lo que siempre hemos creído, que alumbrarán incluso paradigmas nuevos. Se abren interrogantes acerca de todo: el alimento, el agua, la energía, el trabajo, las relaciones, la libertad, el tiempo... Pero, entre tanta incertidumbre y cambio, hay una cosa cierta e inmutable, y sobre ella debemos poner toda nuestra atención: que el futuro dependerá, en el fondo, de quien tenga el poder de tomar decisiones; y, si aspiramos a una vida que no sea de títeres o esclavos, ésa es la fuerza y la prerrogativa que ha de volver de nuevo al ciudadano.

El hecho incuestionable, sin embargo, es que, en el mundo en que vivimos, el poder de tomar decisiones, unido a la riqueza, se concentra cada vez en menos manos. ¿Qué sucederá si no invertimos ese flujo? ¿Quién definirá lo que es el interés común? ¿Qué clase de imperio decidirá sobre nosotros si, a la posesión de la riqueza, se une también la de la información, la del control total de lo que existe y lo que ocurre? Hacia ahí vamos, y a pasos de gigante. Las decisiones trascendentes se toman cada vez más lejos de nosotros, de forma en absoluto democrática. El nuevo orden de cosas quiere la democracia como una cara amable, una máscara hueca que legitime sus acciones sin levantar sospechas; pero la odia, en el fondo, como proyecto que aspira a organizar la sociedad tomando como base la dignidad y la realización del hombre, porque es incompatible con ella. El nuevo orden ha conquistado la Política para privarla de sentido real y hacer de ella una herramienta a su servicio; y, por eso, el reto de todo ser consciente de cara al futuro no es otro que reconquistarla, volver a hacerla un bien común, volver a comprender que fue inventada como arte de conciliar la voluntad de todos para combatir el egoísmo.

La democracia se encuentra envejecida, sí: Galeno nos ha dicho por qué. Y nuestro reto es rejuvenecerla con una población también envejecida: convertir en ciudadanos a una envejecida población de votantes, consumidores, beneficiarios y súbditos, e ilusionarla en el proyecto de protagonizar la reconquista de sus viejos principios. De ello dependerá el futuro de miles de millones de seres humanos. Y esta urgente tarea no es tarea exclusiva de jóvenes o viejos: es tarea de todos, de hombres y de mujeres en todas las edades de la vida, si bien, dada la circunstancia de la longevidad en nuestro tiempo y de cara al futuro, es seguro que el gran protagonismo en dicha empresa habrá de recaer sobre una población de edad avanzada. Éste es el futuro de la democracia: un viejo futuro. Suena como un oxímoron, como una paradoja. Pero, no pocas veces, son las paradojas lo que nos revela las verdades.

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Este artículo ha sido redactado en el marco del proyecto Ageing Democracies? Political Participation and Cultural Values among the Elderly in Europe, coordinado por el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB) y las Open Society Foundations.

1. Datos obtenidos del informe La participación social de las personas mayores (Imserso. Madrid 2008, p. 135 ss.) y otros documentos afines. Para el caso de España, el porcentaje de mayores de 65 años en el Senado es del 8,9%; en el Congreso de los Diputados, del 4,6%; menor o nulo en la mayoría de los Gobiernos Regionales; y nulo en los puestos de máximo nivel de los partidos. En el conjunto de la judicatura, alcanza sólo el 2,2%, siendo casi total la ausencia de mujeres. Frente a esto, el porcentaje de personas mayores de 65 años que participa en actividades relacionadas con el voluntariado es significativamente superior al del conjunto de la población, existiendo una diferencia de más de 10 puntos porcentuales. En términos generales, el porcentaje de mujeres implicadas en acciones de voluntariado es de 15,1%, frente al 9,5% de varones.

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Autor >

Pedro Olalla

Es autor, entre otros libros, de Grecia en el aire. Herencias y desafíos de la antigua democracia ateniense vistos desde la Atenas actual (Acantilado, 2015), Historia Menor de Grecia. Una mirada humanista sobre la agitada historia de los griegos (Acantilado, 2012) y Atlas Mitológico de Grecia (Lynx Edicions, 2002), y de las películas documentales Ninfeo de Mieza: El jardín de Aristóteles y Con Calliyannis. Reside en Grecia desde 1994 y es Embajador del Helenismo.

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