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Tribuna

La crisis catalana y cómo no se sale de ella

Es el momento de poner fin a las políticas que ignoran u ofenden la opinión y los sentimientos mayoritarios de los catalanes y de implicarnos en una reflexión sobre los derechos y deberes de todas las Comunidades Autónomas

Cristina Peñamarín 26/09/2017

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Hasta el 20 de septiembre la pregunta en todas las bocas era ¿cómo hemos podido llegar hasta aquí? A partir de ese día, de las detenciones de autoridades catalanas, los registros en las instituciones, etc., nos abruma otra terrible cuestión ¿cómo demonios se sale de aquí? Nadie lo sabe. Pero es seguro que para buscar una salida hemos de intentar entender por qué pasa lo que pasa. Buena parte de la gravedad del problema se debe a la escisión entre dos mayorías. En Cataluña una mayoría quiere votar en un referéndum de autodeterminación, aunque eso implique desobedecer la Constitución y a las autoridades españolas, mientras en el resto de España una mayoría quiere que la Constitución sea respetada como la regla que hace posible el juego democrático que nos damos (esta opinión constitucionalista puede aceptar que la Constitución ha de ser defendida ante la desobediencia, si bien puede oponerse a que en esa defensa se cometan excesos o atropellos de las libertades civiles).

Pero el juego democrático requiere, entre sus reglas básicas, que la ciudadanía obedezca a gobernantes y leyes, no porque son tales leyes y autoridades, sino porque les da su consentimiento; obedece porque reconoce a esos gobernantes y esas leyes como expresión del sentir acordado (insiste Hannah Arendt). En caso de no contar con esa aceptación y reconocimiento, decimos que tales autoridades o normas están deslegitimadas y es, precisamente, mostrar ese desacuerdo fundamental lo que persiguen movimientos como los de desobediencia civil. El catalán es un conflicto, como se ha dicho, en el que el principio de legitimidad y el de constitucionalidad colisionan.

¿Cómo de deslegitimadas están las normas y las autoridades que se tratan de imponer en Cataluña? Como sabemos, desde las elecciones de 2015, casi la mitad de la población vota al independentismo, lo que ya debería haber disparado todas las alarmas para preguntarse qué está pasando, por qué se dio entre 2011 y 2015 un incremento tan notable de esta opción y por qué en 2017 una mayoría de un 80% de catalanes quiere votar en ese referéndum. Se empieza a reconocer hoy que en Cataluña y en el resto de España vivimos en realidades paralelas. Pero además de paralelas estas visiones de la cuestión son simétricas en su confrontación. Como decía Bateson, en estos casos lo que hace cada parte no puede sino confirmar la razón de la otra para enfrentarla (y reiterar circularmente la cuestión de quién empezó, quién es el responsable de este vaivén imparable). 

Se empieza a reconocer hoy que en Cataluña y en el resto de España vivimos en realidades paralelas. Pero además de paralelas estas visiones de la cuestión son simétricas en su confrontación

La visión dominante en Cataluña, incluso entre los no independentistas, es la de una ofensa. Una actitud que muchos en el resto de España califican de injustificada y victimista. En su carta, Puigdemont, Colau, Junqueras y Forcadell sintetizan los lugares comunes de esa visión catalana del conflicto: “El Tribunal Constitucional tumbó el Estatut que previamente había sido votado por los parlamentos catalán y español y aprobado en referéndum por los ciudadanos de Catalunya, … posteriormente se han formulado propuestas como un pacto fiscal en la línea del concierto económico de que dispone el País Vasco o una consulta no vinculante para conocer la opinión de los catalanes, pero todo ha sido en vano. El 'no' ha sido la única respuesta”. La relación de agravios es tan importante como el persistente ‘no’ final, porque funcionan como las pruebas que hacen verosímil esta versión que ha convencido a la amplia mayoría de catalanes que quiere votar. En el escenario público a menudo las cuestiones complejas se esquematizan y las acciones políticas aparecen como gestos que retratan a los personajes de un drama que se desarrolla ante sus espectadores. Imaginativamente, en este drama político el Gobierno del PP aparece ante el público catalán como el Gran hermano, el grandullón sobrado de poder que lo ejerce para imponerse y hacer callar a los menores. Naturalmente, los problemas vienen de lejos, pero este es el relato que ha hecho crecer rápidamente el malestar en una mayoría de catalanes y que se ha visto confirmado y reforzado en cada sucesiva acción-reacción, o petición-rechazo, hasta transformarse en un sentimiento intenso y extendido de indignación y rabia. Esta es la versión de la mayoría social en la que se apoyan los actores independentistas para acelerar el paso hacia la independencia, echando mano de su dominio institucional, del gobierno y de una pequeña mayoría parlamentaria, y saltándose incluso las propias normas democráticas catalanas, como con frecuencia se les ha reprochado. No nos dejarán hacerlo de otra manera, argumentan los catalanistas a su público. Pues “ellos”, el PP, abusan de su poder y hacen trampas, han cambiado atropelladamente la ley del Tribunal Constitucional en 2015, subcontratan a la judicatura y con su pequeña mayoría parlamentaria han bloqueado siempre las peticiones catalanas… Como se ve, los reproches que se cruzan son perfectamente simétricos. Ninguno de los dos contendientes tiene el respaldo electoral de la mayoría que pretende representar, pero ambos cuentan con tener el apoyo de una mayoría social que en esta tesitura quiere que sigan adelante, incluso haciendo la vista gorda a sus trampas o trampillas con las normas democráticas –en defensa, claro está, de un criterio más alto de Democracia--.

Hay que decir que, en su convicción de representar a La Ley, “ellos”, el PP, se han empleado a fondo para encarnar el personaje del villano. Han dado verosimilitud a la figura del crecido hermano mayor que ante las peticiones de un menor ni siquiera se digna a hacer una contrapropuesta, sólo reitera: tú no eres quién, tú no eres nadie. Ninguneando o despreciando los sentimientos de buena parte de la población se recrea la dinámica más tóxica de las relaciones sociales, la de la humillación. Y con las acciones policiales del día 20 de septiembre y los siguientes, se han regalado impagables imágenes de represión y resistencia ciudadana para alentar esta versión, que los interesados se aprestan a propagar urbi et orbi buscando la simpatía de los demócratas y atizando el mal recuerdo de la dictadura.

Ninguno de los dos contendientes tiene el respaldo electoral de la mayoría que pretende representar, pero ambos cuentan con tener el apoyo de una mayoría social que en esta tesitura quiere que sigan adelante

El PP o Rajoy no han hecho dejación de la política, como se les suele reprochar. Han hecho una política muy clara y han aportado con ello un gran villano (en el que se pueden confundir el PP, el TC, el Parlamento español, España, el españolismo…) al que hacer responsable de todos “nuestros”  males. Es ese enemigo, “ellos”, el que hace posible la imaginación de un “nosotros”, justamente quienes somos despreciados y ofendidos por ser lo que somos, por ser catalanes. Ese sentimiento impulsa la unión de la comunidad ofendida imaginada y mueve a la acción en un sentido muy particular, el de vengarse, devolvérsela, y afirmar el propio valor. 

La inteligencia de la propuesta de referéndum está en dar a un malestar mayoritario una traducción en una meta intermedia, aceptable para independentistas y para quienes no lo son: consultémonos. Tal meta da salida al sentimiento de frustración y rabia, afirma la autonomía del sujeto para decidir sobre sí mismo y se presenta como neutral respecto a la independencia: ésta no se impondrá más que si lo quiere una mayoría de catalanes. Y actúa precisamente como una meta que da un cierre feliz al relato de ‘Cataluña ninguneada se quiere levantar y hacerse respetar’. Presuponiendo la intensidad de los sentimientos de agravio, tal propuesta afirma implícitamente: nos dicen que no somos un sujeto político que pueda reclamar la independencia; nosotros seremos tal sujeto, si tenemos la voluntad de serlo. Y así renovaremos esta democracia ahora maltrecha. (Comparto la convicción de que debe establecerse previamente qué participación y qué mayoría dará lugar a declarar la independencia de toda Cataluña, cosa que no se ha hecho, y de que otros varios requerimientos democráticos faltan en este referéndum, por lo que no puede actuar como un referéndum de autodeterminación efectivo. Pero no es esta la cuestión que me interesa destacar aquí.) Al PP se le puede reprochar no hacer política en este campo, no ofrecer ninguna meta, ningún relato capaz de atraer a los catalanes que, por ejemplo, desean un mejor acomodo con España, que también son, o eran hasta hace poco, mayoría según las encuestas.

De la confrontación simétrica no se sale insistiendo en los argumentos de alguna de las partes, sino buscando un lugar tercero, fuera de la lógica circular de los dos lugares de enunciación enfrentados, que permita ver éstos de otra manera. En muchos tiempos y lugares, el extranjero es bienvenido por aportar una visión exterior sobre “nosotros” capaz de ampliar nuestra propia visión. Por eso son importantes los casos de los Länder alemanes, Escocia, Quebec, etc. que se traen a colación en esta acelerada discusión de última hora, cuando los españoles parecemos querer hacer en unos pocos días septiembre previos al 1-O la compleja reflexión que tales problemas llevan tiempo requiriendo. 

Será también necesario introducir como lugar tercero y relevante el punto de vista de “los otros” españoles afectados por el problema. Los españoles que no están dispuestos a ser identificados con el PP y sus políticas y que deben ser capaces de hacer una propuesta de encuentro en la que se puedan reconocer todas las partes. Esto implicaría reconocer que el problema catalán es nuestro problema en un doble sentido. Porque les afecta a ellos, que son parte de nosotros, y porque se refiere a la norma común de convivencia que nos rige a todos. Me temo que es muy posible que no nos sintamos capaces de resolver la cuestión territorial, que implica nada menos que examinar las diferencias y desigualdades entre las partes, sus derechos y deberes, y resolverlos en una Constitución española acordada. Y sin embargo, la gravedad de la situación en que nos encontramos no nos deja otra salida que hacer de la necesidad virtud. Es el momento de poner fin a las políticas que ignoran u ofenden la opinión y los sentimientos mayoritarios de los catalanes y de implicarnos en una reflexión que se atreva a abordar la definición de los derechos y deberes de todas las Comunidades Autónomas. 

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Cristina Peñamarín es catedrática de Teoría de la Información en la Universidad Complutense de Madrid.

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Cristina Peñamarín

es catedrática de Teoría de la Información de la Universidad Complutense de Madrid.

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