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En busca de John Reed

Escenas de un viaje al país de los soviets

Joaquín Estefanía 18/10/2017

<p>Bustos de Stalin y Lenin, en el Muzeon de Moscú (2010).</p>

Bustos de Stalin y Lenin, en el Muzeon de Moscú (2010).

Thomas Claveirole

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1.- La tumba al soldado desconocido (Moscú)

Este viaje comienza buscando a John Reed. Unos periodistas buscan los restos de otro periodista que muchos hubieran querido ser: el cronista de la Revolución de Octubre. Escribió Vázquez Montalbán: “Si el inglés E. H. Carr ha sido el mejor historiador, a mucha distancia, de la revolución bolchevique, John Reed ha sido su mejor periodista. Así como Carr no iba para historiador marxista y sin embargo ha hecho el mejor trabajo conocido sobre la revolución soviética, Reed era un rebelde social que había dado testimonio de la revolución mexicana y había luchado por organizar la contestación del disgregado proletariado americano a comienzos de siglo” (Moscú de la Revolución).

No es cierto, como se repite habitualmente, que en la necrópolis que acompaña a las murallas rojas del Kremlin, haya enterrado sólo un ciudadano americano. Hay dos: un sindicalista y un periodista: Bill Haywood, del que nadie se acuerda, y John Reed. Haywood era un líder sindical de Chicago; la mitad de sus cenizas están depositadas en el Kremlin, y la otra mitad en su ciudad natal.

Tras morir de tifus a los 33 años y ser reconocido como héroe de la revolución, Reed fue enterrado junto con otros protagonistas de la historia de la URSS y sus allegados, como Stalin, Kirov, Gorki, Nadia Krupskaya (mujer de Lenin), María Ulianova (hermana de Lenin), Gagarin (el primer astronauta que viajó al espacio), Breznev, Dzerzhinski, Inessa Armand, Kalinin,  Lunacharski, Súslov, Voroshilov, Clara Zetkin, …

Tras publicar su obra magna, Reed volvió a Rusia. Allí fue recibido por Lenin, Trotski, Kamenev y Zinoviev, entre otros. El universo Stalin no aparece apenas en sus escritos, lo que indica la relevancia que le concedía

No fue ésta la configuración inicial del cementerio del Kremlin: Stalin, que ahora ocupa una tumba al lado de los demás, fue a parar en 1953, cuando murió, al mausoleo único en el que está la momia de Lenin y que domina la Plaza Roja. Al denunciar Kruschev el culto a la personalidad y los numerosos crímenes de Stalin tres años después, éste fue desalojado del lado de Lenin a un espacio de una categoría subordinada. Por cierto que su debelador, Nikita Kruschev, no está allí (aunque sí la mayor parte de sus sucesores). Tampoco están los restos de los primeros compañeros de Lenin, que lo acompañaron desde el primer momento en su asalto al poder, y que fueron ajusticiados por orden de Stalin en los Juicios de Moscú de finales de los años treinta (Bujarin o Zinoviev,…). Ni por supuesto, el renegado Trotski, asesinado en México por orden de Stalin.

Como los caracteres con los apelativos de los enterrados están en cirílico, quien no conoce ese alfabeto tiene dificultades para encontrar la pequeña tumba de Reed, que no tiene más distintivo que su nombre. Si, como en el caso de otros de los enterrados, tuviese su cara tallada en la piedra o una fotografía de su rostro, también sería difícil porque la mayor parte de los que la buscan intentan encontrar un busto parecido al de Warren Beatty, que fue quien interpretó al periodista revolucionario en la película Rojos (1981).

En un pequeño túmulo de tan selecta necrópolis está Reed, periodista, poeta, corresponsal de guerra, escritor de ensayos, activista comunista, y autor de un libro que ha pasado a la historia: Diez días que estremecieron al mundo (1919). Un hombre que llegó al San Petersburgo de la Revolución con la mochila de sus ideas izquierdistas y que eliminó voluntariamente toda objetividad profesional para unirse al bando de los bolcheviques. A pesar de ello, en su texto de referencia escribe: “Al relatar la historia de aquellos grandes días me he esforzado por observar los acontecimientos con ojos de concienzudo analista, interesado en hacer constar la realidad”.

Antes de llegar al corazón de la Revolución, en el otoño de 1917, ya había perdido la virginidad en el campo de batalla: apoyó, hasta ser encerrado en la cárcel, a los sindicalistas e izquierdistas estadounidenses desde su domicilio del bohemio Greenwich Village neoyorquino (donde vivió con su mujer Louise Bryan, también escritora, periodista y corresponsal, opacada por la fuerza profesional y mediática de Reed). Saltó a México para cubrir la revolución mexicana al lado de Pancho Villa (que le llamaba “El chatito”), donde escribió otro de sus libros más conocidos, México insurgente. Cruzó el océano para ver in situ las consecuencias de la Primera Guerra Mundial (La guerra en Europa oriental) y olió la pestilencia de las trincheras llenas de cadáveres. Allí es donde acuñó su eslogan de “Esta guerra no es nuestra guerra”.

2.- El encuentro con Lenin y Trotski (San Petersburgo)

Su eclosión ideológica y profesional tuvo lugar en San Petersburgo, convertido en Petrogrado y luego en Leningrado, donde acudió con Louise Bryant a cubrir periodísticamente el estallido revolucionario. Trotski le evoca en su Historia de la revolución rusa, cuando habla de la “mirada ingenua” de Reed. Tenía 30 años. En la ciudad del Neva acompañó las brutales discusiones entre las diferentes facciones del comunismo ruso y las acciones de quienes se apoderaron, de un día para otro, de las estaciones de ferrocarril, telégrafos y correos, el banco público y los otros edificios gubernamentales hasta llegar a la toma del Palacio de Invierno. El Instituto Smolny fue su segunda casa. Llegó a asistir al Congreso Panruso de los Soviet en el que se desencadenó todo.

Además del seguimiento cotidiano de los extraordinarios acontecimientos, Reed hizo dos entrevistas de referencia que dieron la vuelta al mundo: a Kerensky y a Trotski, mientras Lenin permanecía en la clandestinidad. Ve por primera vez a Lenin, cuando llega al Smolny: “Era un hombre bajito y fornido, de gran calva y cabeza abombada sobre robusto cuello. Traje bastante usado, pantalones un poco largos para su talla. Nada que recordase a un ídolo de las multitudes, sencillo, amado y respetado como tal vez hayan sido pocos dirigentes en la historia. Líder que gozaba de suma popularidad –y líder merced exclusivamente a su intelecto- ajeno a toda afectación, no se dejaba llevar por la corriente. Firme, inflexible, sin apasionamientos efectistas, pero con una poderosa capacidad para explicar las ideas más complicadas con las palabras más sencillas y hacer un profundo análisis de la situación correcta en la que se conjugaban la sagaz flexibilidad y la mayor audacia intelectual”. Lenin sube al estrado, agarra los bordes de la tribuna con sus manos, aguanta sin respirar una ovación interminable, y dice sencillamente: “Ha llegado la hora de emprender las construcción del orden socialista”.

Enfebrecidos Reed y Bryand con lo que han visto en San Petersburgo y luego en Moscú, regresan a EEUU para contarlo. El primer artículo de Reed, que publica en el periódico mensual, The Masses, se titula La Rusia Roja es el triunfo de los bolcheviques, y dice: “La auténtica Revolución ha comenzado. Por primera vez en la historia la clase obrera ha tomado el poder del Estado en su propio beneficio y se propone mantenerlo. Está claro para todos que en Rusia no hay fuerza capaz de oponerse a los bolcheviques”. Con esa dialéctica no es difícil comprender por qué Reed fue perseguido, espiado, detenido, sus papeles y apuntes requisados, etcétera, al volver a Nueva York.

3.- Diez días que estremecieron al mundo (Nueva York)

Pese a ello, en Nueva York dio a luz su célebre y espectacular Diez días que estremecieron al mundo, en el que se refleja, con la madurez adquirida durante los meses anteriores en Rusia, el mejor estilo periodístico de Reed: los grandes acontecimientos y la vida cotidiana, la voz de los protagonistas y las conversaciones en las barricadas, los cafés, los mercados, el transporte público y en las casas particulares; la descripción de las situaciones y de los ambientes y la caracterización de los personajes… Alguien diría que ahí está el germen, décadas antes, del “nuevo periodismo” norteamericano.

La importancia política del libro se puede resumir en el siguiente dato. La edición inicial de Diez días que estremecieron al mundo tuvo dos prólogos: del propio Lenin y de su mujer, la educadora y revolucionaria Nadia Krupskaya. Dice Lenin que “después de leer con vivísimo interés y profunda atención el libro de John Reed, recomiendo esta obra con toda el alma a los obreros de todos los países”. La Krupskaya resalta que se antoja extraño, a primera vista, “que este libro lo haya escrito un extranjero, un americano que ignora la lengua del país y sus costumbres. John Reed está inseparablemente unido a la Revolución Rusa. Amaba la Rusia Soviética y se sentía cerca de ella. Abatido por el tifus su cuerpo reposa al pie de la Muralla Roja del Kremlin. Quien ha descrito los funerales de las víctimas de la Revolución como lo hizo John Reed merece tal honor”.

Sostiene el historiador Donald Rayfield que fue la simbiosis entre Dzerzhinski y Stalin la que determina el destino de la Unión Soviética después de que Lenin  sufriera una arterioesclerosis y muriera 

Tras publicar su obra magna, el periodista volvió a Rusia. Allí fue recibido por Lenin, Trotski, Kamenev y Zinoviev, entre otros. El universo Stalin no aparece apenas en sus escritos, lo que indica la relevancia que le concedía. El papel del sucesor de Lenin no fue de primera línea hasta que éste murió, por mucho que Stalin tratase luego, manipulando la historia, de convencer de lo contrario. Hay una anécdota que lo ilustra bien y que escribe la historiadora Catherine Merridale en su reciente libro El tren de Lenin, en el que describe el viaje desde Zurich hasta San Petersburgo del arquitecto de la Revolución Soviética. Un reducido núcleo de camaradas (Radek, Zinoviev, Inés Armand,  Nadia Krupskaya…) acompañó a Lenin en el tren sellado que llegó a la Estación Finlandia de San Petersburgo. Entre ellos no se encontraba Stalin. Pues bien, en uno de los cuadros canónicos del viaje, pintado en el más puro estilo realista décadas después, el artista Mijail G. Sokolov refleja el momento en el que Lenin pone el pie en la capital rusa, en abril de 1917. En el cuadro se le ve descendiendo de un vagón de tercera clase, y, un escalón por encima, mirando directamente al espectador, se observa a un aguerrido bolchevique con gorra y su reconocible mostacho negro. ¡Es Stalin!  Comenta Merridale el sentido de esta pintura con falsos protagonistas: “Puede que Lenin fundara la inquebrantable Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, pero Stalin, su heredero y fiel discípulo, será el hombre que la convierta en el país más grande, más libre y más feliz que haya visto el mundo”.

4.- La colmena gigante del Smolny (San Petersburgo)

Bastantes de las páginas más espectaculares de Diez días que… están referidas al Instituto Smolny, sede por excelencia de la Revolución. A una hora más o menos del Palacio de Invierno, andando, también a orillas del Neva, se encuentra el edificio que fue fundado para la educación de las jovencitas de la alta sociedad. El Smolny es hoy una sede del ayuntamiento de la ciudad. Hay en él un ambiente burocrático sin prisas ni estridencias, aunque el peso de la historia se siente por los pasillos y los despachos, a través de los retratos de los héroes de Octubre. Fue el cuartel central bolchevique, el lugar desde el que primero Trotski, y luego Lenin, dirigieron la toma de los centros neurálgicos de la ciudad y acabaron con el Gobierno provisional de Kerenski. También fue allí donde a mitad de los años treinta fue asesinado Kirov, el hombre de Stalin en la ciudad, lo que desencadenó una formidable represión contra los primeros bolcheviques compañeros de Lenin, a través de los Juicios de Moscú.

Poco de aquella tensión se aprecia hoy. Sólo la gigantesca estatua de Lenin, en medio de un parterre, con el brazo levantado y dirigiéndose a las masas, anuncia desde el exterior que se está en lo que fue el corazón de la revolución. La Guardia Roja que en 1917 montaba guardia frente al Smolny ha sido sustituida por adormilados agentes que permiten hacer fotos incluso donde está prohibido. Apenas enseñan ya el Smolny a quienes están interesados en visitarlo, para evitar que los que ahora trabajan en él se sientan importunados y manifiesten su malhumor, que lo manifiestan. Tres ambientes sobresalen de todos los demás: en el tercer piso, el despacho de Lenin, que le cedió Trokski cuando salió de cuatro meses de clandestinidad, reconociendo su autoridad. En él quedan huellas de aquellos días: su mesa y sus escasos muebles, los periódicos que presuntamente estaba leyendo a la luz de una lámpara verde, la máquina de escribir de su secretaria, la ropa y las botas que usaba y las fotografías del primer Consejo de Comisarios del Pueblo, que tienen el valor de que en ellas no se ha depurado la imagen de Trotski. Además de Lenin (presidente) están Trotski (comisario de Asuntos Exteriores), Lunacharschi (Cultura), Alexandra Kollontai (Bienestar Social) o Stalin (Nacionalidades). La foto de Trotski no se ha borrado en el Smolny, al revés de lo que sucede en tantos lugares públicos (por ejemplo, en el impresionante metro de San Petersburgo y de Moscú). Las piezas de Lenin y Krupskaya son de una extrema austeridad; tienen todo lo necesario para el trabajo y muy poco para el descanso. Semejan en ese ascetismo a las habitaciones que luego ocuparon en el Kremlin. En las primera planta del Instituto está la imponente sala de reuniones en la que se congregó el Segundo Congreso de los Soviets donde se decidió todo, y que de modo tan preciso describe Reed.

Califica el Smolny de aquellos días como “una colmena gigante” en la que miles de revolucionarios, marinos, soldados,… se tropezaban con fardos de panfletos y periódicos, y montones de libros. Trotski no abandonó el Smolny durante semanas. Comía, dormía y trabajaba en su despacho de la tercera planta del edificio. Reed dice: “El soviet de Petrogrado permanecía reunido constantemente en el Smolny, en el centro de la tempestad. Los delegados no se tenían en pie y se dormían allí mismo, en el suelo, pero luego se despertaban para participar inmediatamente en el debate. Trotski, Kamenev y Volodarski hablaban seis, ocho y 12 horas al día (…) En nombre de los bolcheviques salió a la tribuna Trotski [que provenía de los mencheviques] que fue recibido con atronadores aplausos. Toda la sala se puso en pie y le ovacionó. El rastro flaco y anguloso de Trotski tenía una expresión de maliciosa ironía mefistofélica…” .

Del Instituto Smolny los soviets sólo salieron para asaltar el Palacio de Invierno. Una vez tomado el poder, la discusión era cuántos días se sostendrían en él. Esa sensación de falsa provisionalidad está presente en las cartas que el capitán del ejército francés Jacques Sadoul, llegado a San Petersburgo el 1 de octubre de 1917, escribía a sus interlocutores diplomáticos occidentales (Cartas desde la revolución bolchevique). Sadoul, que consiguió tener como interlocutores a Alexandra Kollontai, Trotski y Lenin, sostenía dos hechos que se confirmarían como reales: que el pueblo ruso quería sobre todo la paz, tras varios años desangrándose en la guerra mundial, y que el gobierno de los comisarios bolcheviques era mucho más sólido de lo que los aliados calculaban.

5.- El cementerio de las estatuas (Moscú)

Entre San Petersburgo y Moscú hay cerca de 700 kilómetros. Para cubrirlos, lo más rápido es hacerlo en avión. En 1931 Stalin decidió poner en circulación un tren que se hizo mítico: el Flecha Roja (Krasnaya Strela), con el objeto de que viajasen en él, sobre todo, sus más íntimos colaboradores. Se le denominó “el tren de Stalin”. El tren-cama de Stalin sigue funcionando por las noches.

A orillas del río Moscova, muy cerca del parque Gorki, está el Muzeon de Moscú. El cementerio de las estatuas. Allí se han recogido muchas de las gigantescas esculturas a los héroes de la revolución bolchevique, que fueron retiradas o derribadas cuando cayó la Unión Soviética y el socialismo real fue sustituido por el crony capitalism (capitalismo de amiguetes) que impera en Rusia en la era de la globalización. En el cementerio de las estatuas hay varios Lenin, algún Marx, un Gorki, muchas hoces y martillos, un Pushkin, incluso un Sajarov del que no se sabe bien qué hace con semejantes compañeros estáticos. Algunos de los bustos están intactos; otros deteriorados tras su traslado o después de ser pisoteados por grupos de moscovitas alérgicos al pasado.

La mayor parte de las esculturas fueron exhibidas en las calles y plazas moscovitas. Todas no. Entre ellas hay una construcción artística compuesta por centenares de piedras rodadas, rodeadas de alambre de espino, con sencillos trazos que semejan el horror. Quizá cada una de esas caras recuerda el cuadro de Edward Munch titulado El grito. La composición en cuestión recuerda, según la leyenda inscrita, “a las víctimas del régimen totalitario”. Pero al lado mismo de la misma, sin orden ni concierto, se elevan dos de las más gigantescas estatuas del parque: una de Stalin (con un trozo de nariz nota) y la del fundador de la  KGB, Félix Dzerzhinski, derribada de la plaza de la Lubianka (sede central de la policía política) cuando cambió el régimen. Víctimas y victimarios unidas en una de esas paradojas de la historia.

Cuando Lenin murió, Stalin y el fundador de la Cheka se ocuparon de todo, desde su embalsamamiento a la agenda del Politburó. Fue el principio del fin de Trotski

Dzerzhinski fue un polaco que sembró el terror con Lenin (murió en 1926). En San Petersburgo se encargó la seguridad del Instituto Smolny. De extremada crueldad, fundó la Cheka (siglas de la Comisión Extraordinaria Panrusa para la Lucha contra la Contrarrevolución y el Sabotaje) el mismo 1917, un organismo inmisericorde que controló y reprimió de modo indiscriminado no sólo a los contrarrevolucionarios sino a muchos compañeros de viaje de los bolcheviques en los primeros tiempos. Más activista que teórico, implacable y poco sujeto a matices, en 1918 Dzerzhinski declaró algo que resume su actividad y su carácter: “Defendemos el terror organizado, hay que admitirlo francamente. El terror es una necesidad absoluta en los periodos revolucionarios (…) Aterrorizamos a los enemigos del poder soviético con el propósito de cercenar el crimen de raíz”. Dzerzhinski decía estar convencido de estar “luchando por la justicia”.

Dzenzhinski se convirtió en el modelo a seguir por todos los jefes de policía posteriores. Sostiene el historiador Donald Rayfield (Stalin y sus verdugos) que fue la simbiosis entre Dzerzhinski y Stalin la que determina el destino de la Unión Soviética después de que Lenin  sufriera una arterioesclerosis y muriera (1924). El creador de la Cheka interrogaba personalmente a muchos de sus detenidos en su despacho de la Lubianka, en Moscú, delegando únicamente en sus subordinados las ejecuciones. “Todo comunista debe ser un chekista”, decía.

Aunque trabajó con Lenin desde 1917 hasta 1924, es posible que sin la autoridad o el apoyo de Dzerzhinski, Stalin jamás hubiese llegado al poder supremo. Fueron los mejores cómplices. Según Rayfield, en 1922 puso al medio millón de paramilitares que controlaba –que hasta entonces apoyaban a Trotski-- al servicio de Stalin. Entre 1917 y 1922, Dzerzhinski, el perro fiel de Lenin, se alineó del lado de Stalin cuando llegó la hora de elegir entre las distintas facciones. Cuando Lenin murió, Stalin y el fundador de la Cheka se ocuparon de todo, desde su embalsamamiento a la agenda del Politburó. Fue el principio del fin de Trotski.

Otra de las estatuas arrumbadas en este cementerio, justo al lado de las de Stalin y Dzerzhinski, es la de Kalinin, otro de los padres de la Revolución y nada menos que presidente del Presidium del Soviet Supremo entre 1938 y 1946 (número uno en el protocolo oficial). De Kalinin no se conoce ningún hecho relevante que llame al heroísmo; los libros lo retratan como un ser anodino que tuvo el acierto de estar donde hubo de estar: uno de los primeros seguidores de Lenin y un apoyo de Stalin cuando muere el anterior.

Milan Kundera escribe en su último libro (La fiesta de la insignificancia) una anécdota que refleja la relación de poder establecida entre Stalin y Kalinin, ahora juntos para la posteridad en el cementerio de las estatuas y en la necrópolis del Kremlin. Kalinin padecía de una próstata hinchada, que le obligaba a orinar con mucha frecuencia. En las reuniones, Stalin, que lo sabía, iba extendiendo en el tiempo sus anécdotas; Kalinin no se atrevía a molestarlo con sus idas y venidas al baño. Stalin observaba cómo Kalinin iba palideciendo por sus necesidades, y seguía contando, seguía contando… Hasta que, de repente, la cara del presidente del Soviet Supremo “se relajaba, la mueca desaparecía, se le distendía la expresión y una aureola de paz rodeaba su cabeza”; sólo entonces, cuando sabía que Kalinin había perdido una vez más su gran batalla, Stalin pasaba pronto al final de la historia y con una sonrisa amistosa y alegre ponía fin a la sesión. Todos los demás se levantaban y miraban con malicia a su compañero, que se colocaba detrás de una mesa o detrás de una silla, para ocultar su pantalón mojado”.

Estos son algunos de los compañeros revueltos del cementerio de las estatuas, parte esencial del parque temático en el que ha quedado, un siglo después, la Rusia de John Reed.

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Este artículo se publicó en La Maleta de Portbou.

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Autor >

Joaquín Estefanía

Fue director de El País entre 1988 y 1993. Su último libro es Estos años bárbaros (Galaxia Gutenberg)

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