obras y sombras
Edith Piaf: la voz imperial de una mendiga
París ‘es’ Edith Piaf en un mimetismo rara vez alcanzado entre un artista y la ciudad desde cuya intemperie conquistó la gloriosa tragedia de vivirlo todo
Miguel Ángel Ortega Lucas 29/11/2017

Edith Piaf.
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Hay muchas maneras de cantar, pero algunas jamás podrán aprenderse: se habita en ellas o no se habita, como se habita la propia piel. Nadie ha podido cantar nunca como la mendiga Edith Piaf, la reina callejera Piaf: además de nacer con esa voz, hay que nacer con esa voz en el infierno.
Porque nació “en el arroyo”, como solía decirse entonces. Y llevaba el arroyo en la sangre; había aprendido a gatear en él. Había aprendido demasiado pronto que la mugre y la desolación y la intemperie también eran combustibles para la hoguera dulce de los pobres. Era –señalaba Monique Lange en su libro sobre ella– “de la raza de los niños de las películas de Charlot, la niña que tiene que robar para comer”. Pero “no sería Piaf si no hubiera vivido todo aquello”, diría ella misma mucho después, sobreviviendo ya apenas a su propia leyenda. Y es probable que todo lo que le sucediera luego no fuera más que el largo epílogo de ese desastre triunfal, de esa gloria de suburbio durmiendo entre los gatos: como ellos, pasó hambre, pasó miedo, pasó frío, nunca tuvo hogar; pero era libre: “de no levantarme, de no acostarme, de emborracharme, de soñar, de esperar”. De esperar un milagro.
Por eso se escapaba a la calle, a cantar de nuevo para los transeúntes de París, cuando tenía ya un techo bajo el que cantar: añoraba el escenario primigenio, y quizás intuía que quien conquista la calle puede conquistarlo todo. En una esquina entre la calle Troyon y la avenida Mac-Mahon, una mañana de 1935, un atildado señor que pasa por allí se para a escuchar a una niña de apenas veinte años (pero que podía aparentar catorce), con cuerpo de pajarillo, cantar Comme un moineau (Como un gorrión). “¿Estás loca?”, le pregunta al acabar. “Te vas a quebrar la voz”. “Tengo que comer”, responde. Entonces el hombre la cita el lunes, a las cuatro, en su local, un cabaret llamado Gernys. El hombre se llama Louis Leplée, y cambiará la vida de esa niña, y también el nombre.
La niña se llamaba hasta ese momento, oficialmente, Edith Gassion, y había nacido, en diciembre de 1915, sobre el capote de un guardia en el pasillo del apartamento provisorio de sus padres (siempre se dijo que había sucedido “a la luz de una farola” de esa misma calle, Belleville, y cómo no creerlo); su padre se despistó entre las tascas mientras buscaba presuntamente una ambulancia. Ambos progenitores descendían del noble linaje de las gentes de mal vivir: él trabajaba en el circo, como antes su padre; ella regentaba un tiovivo en la verbena donde se conocieron. De ella heredaría la voz prodigiosa, pero sólo eso.
El arroyo: la casa de su abuela materna, adonde la niña Edith va a parar, desentendida la madre, arrastrando la voz por los antros de Montmartre, mientras el padre es movilizado al frente de la Gran Guerra, la primera. Ésta no la lavaba jamás, y le ponía vino tinto en el biberón porque “mataba los microbios”. La promoción del arroyo: el burdel, regentado esta vez por su abuela paterna, en el que recibe, de las ocho mujeres que allí se prostituyen, y por un margen de cuatro años, los únicos biberones de ternura de su infancia. Luego vuelve a llevársela el padre, y será para mendigar en la calle, de pueblo en pueblo, a cambio de números de contorsiones y magia dudosa.
Un día que está enfermo, la niña se planta sola en el escenario de la calle y se arranca a cantar La Marsellesa: saca más dinero en tres minutos que su padre en toda una jornada.
Para cuando Leplée la descubre y se la lleva a su cabaret, lleva ya diez años como diez vidas apurando hasta las heces toda la libertad y toda la mierda que las calles de París podían ofrecer a una pícara de fortuna, sólo acompañada desde los quince por su compinche Momone –amistad fielmente incendiaria para siempre–. Para cuando llega a cantar al Gernys, antro canalla con público de pretensiones, ha estado sola mil veces y otras mil acompañada; ha tenido chulos que la protegían a cambio de una mordida por su cosecha diaria en la calle o las tascas o los patios de vecinos; se ha enamorado y ha abandonado a su primer hombre, P’tit Louis; ha tenido una niña con él, Cécelle, y la niña ha muerto de meningitis antes de los dos años.
“Eres un verdadero gorrión de París”, le dijo Leplée, conmovido ante alguien a quien en el fondo se parecía –él era homosexual y conocía también la soledad y sus márgenes–: Serás la môme Piaf”, la niña Piaf. “Lo lleva en las tripas”, dijo al escucharla Maurice Chevalier.
No es extraño que el canto que más nos pueda emocionar sea el erigido en los extremos, en los márgenes arrojados de la vida; el que se canta desde una jaula o desde el destierro, en la intemperie del camino o del callejón. El hechizo subyugante de Piaf es consecuencia de respirar ese aire de devastación en los pulmones, el que todos respiramos antes o después en la hora en punto de nuestro duelo, y conjurarlo con una voz que las dignifica a todas, que las acaricia para que puedan dormir al menos esta noche, acurrucadas junto al fuego o la farola: todo será igual mañana –parece cantarnos, bajo la llovizna–, pero finjamos que no, brindemos con las lágrimas, y apuremos lo que nos queda.
Durante la ocupación alemana de Francia, ayudó a sacar de un campo de trabajo a un puñado de prisioneros con identificaciones falsas, alegando que eran sus músicos. Un amigo aseguraba haberle visto dar a un mendigo 15.000 francos. En el hostal en que se hospedaba, ya consagrada, las juergas y las sesiones de ensayo –que lo mismo eran– no dejaban dormir a nadie hasta el alba, pero si alguien se quejaba, se explicaba que “madame Piaf” estaba ensayando, y se volvían sin chistar.
Con la misma alegría apuraba su propia desgracia: la prendía, como el mismo canto; la azuzaba, la hacía crecer para poder incendiarse de la manera más sublime. Empezó haciendo llorar a los marineros, a las putas y a los soldados; continuó, abrazando ya su éxito imparable, haciendo llorar a los ricos del Tout-Paris en el cabaret de Leplée y a las estrellas de cine en Nueva York; pero a los que más le gustaba hacer llorar era a sus amantes, a los que hipnotizaba o perseguía hasta hacerlos suyos, vampirizarlos, promocionarlos, agotarlos, hartarse de ellos y abandonarlos para poder seguir sintiéndose abandonada, y poder seguir cantando esas canciones en las que alguien siempre se está yendo o está buscando a alguien: “Cuando un hombre viene hacia mí / siempre me dirijo a su encuentro; / no sé lo que busco; camino en la oscuridad”.
No le duraban más de dos años. Buscó su ayuda o los ayudó generosamente (Raymond Asso, Yves Montand, Georges Moustaki, Charles Aznavour... –a este último lo tiranizó sin tregua–), pero siempre los abandonaba, implacable, cuando se hartaba de ellos de alguna manera, generalmente para sustituirlos por otro. (“¿Cómo sacará de su pequeño pecho las grandes quejas de la noche?”, se preguntaba Jean Cocteau: pues así.) De cierta costumbre de su padre, que allí en el arroyo la instruyó en la historia de Francia abofeteándola si no sabía responder bien, parece que provino su querencia a que los amantes le hicieran lo mismo en la cama.
El que ha quedado en la mitología como gran amor de su vida, el boxeador Marcel Cerdan, se estrelló en un avión de vuelta a París, marcando el punto de retorno fatal a la intemperie de la cantante, pero su biógrafa Lange asegura que Piaf le hubiera abandonado antes o después. Fue ella quien le pidió que tomara ese avión, adelantando su viaje: la copa furiosa de las tragedias no podía aguantar una gota más, antes de despeñarse por el abismo del alcohol y los estupefacientes, las caídas y las inyecciones para poder cantar.
Pero sólo quería cantar, sólo le importaba cantar. Y hacia el final de su vida coronará de nuevo tres veces el Olympia, cantando desde la cima como cantó siempre desde el arroyo: para los del arroyo. Que por eso, por haber crecido entre las candilejas del suburbio, y no en los Campos Elíseos, París es Edith Piaf en un mimetismo rara vez alcanzado entre un artista y la ciudad en la que cantó, a la que cantó, desde cuya intemperie conquistó la gloriosa tragedia de vivirlo todo, y de llorarlo.
Dijo Niestzche que sin la música la vida sería un error. Es posible que la música pueda corregir, en lo que dura una canción, todos los errores de una vida. Y que consagrados por su escalofrío interminable podamos un día decir que no, rien de rien, no nos arrepentimos de nada. De absolutamente nada.
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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