El retorno de Belluscone
¿Qué tiene de irreal pensar que la máscara de Berlusconi vuelva una vez más a colmar el vacío político?
Alessandro Leogrande Roma , 13/12/2017
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Cuando en 2014, tras años de gestación, salió Belluscone. Una storia siciliana de Franco Maresco, película entonces sumamente inactual sobre lo que podría definirse como la ruptura antropológica berlusconiana ocurrida en Sicilia y en Italia y que atraviesa –aun de modos distintos– el subproletariado de la Vucciria [Palermo] o de las fiestas de barrio donde arrasan los cantantes neomelódicos, así como la burguesía de viale della Libertà, mucha gente dijo que se trataba de una cinta sobre el pasado, de un ejercicio de arqueología sin más, puesto que Berlusconi estaba acabado políticamente ya desde 2011 y fuera del Senado desde 2013. Por tanto, no se trataba sino de unos restos, unas ruinas, en la Italia del renzismo triunfante. “¿Quién se consideraría hoy berlusconiano?”, preguntaban tanto los críticos de Maresco como –en otra vertiente– buena parte de los políticos italianos, que se subieron al carro del nuevo vencedor, o que se quedaron pasmados a su paso.
En cambio, Maresco llevaba razón y ellos no, porque, en un país como Italia, solo quien hace antropología puede entender de veras sus mutaciones políticas, incluso desde una posición radicalmente impolítica. Quienes la rebajan a la crónica, a una sucesión de hechos sueltos reunidos en el eterno presente que, como de costumbre, gravita dentro de los palacios romanos, ya no logra interpretarla.
Maresco llevaba razón. Resultó imposible no pensarlo, por ejemplo, al escuchar un programa de Radio24 sobre las elecciones regionales sicilianas [celebradas el pasado mes de noviembre] que ganó el centroderecha reunido en torno a Musumeci. Con el micrófono abierto, muchos oyentes, en el arco de pocos minutos, llamaron o escribieron al programa para decir: “Yo he votado a Berlusconi. He votado a Belluscone”. Musumeci y las alquimias postelectorales eran, pues, detalles de poca monta.
El voto siciliano (igual que el del microcosmos de Ostia) tiene el mérito de revelar de antemano, y de modo aún más extremo, lo que sucederá en las próximas elecciones generales. Sin embargo, antes de hablar del retorno de Berlusconi, o del mero hecho de que el carácter berlusconiano jamás se hubiera extinguido sino que solo había mutado, hay que sentar ciertas premisas.
Esta legislatura, la de los acuerdos amplios, la de la entrada del Movimiento 5 Estrellas en las instituciones, la de la ascendencia y caída de Renzi, no ha servido sino para agravar el desapego entre una sociedad envilecida y la debilidad de la política. El primer dato que se ha de tener en cuenta es que la mitad de los electores no va a votar, mientras que la otra mitad que lo hace vota como primer partido al Movimiento 5 Estrellas, pues este sigue siendo percibido como partido anticasta. Cuando su discurso sea percibido como uno más, ese voto de protesta tomará directamente el camino de la extrema derecha (como ha sucedido en Ostia) al entenderse esta como única fuerza antisistema –más antisistema si cabe, precisamente por ser xenófoba y racista sin remilgos.
La otra premisa tiene que ver con la irrelevancia a la que se ha condenado el Partido Democrático. O mejor, el círculo renziano. Renzi perdió el referéndum del 4 de diciembre de 2016 por al menos tres motivos. Los dos primeros de carácter sociológico: su lenguaje se percibió a años luz en todas las regiones del Sur de Italia, y lo mismo entre el electorado juvenil. El tercero es de naturaleza política: Renzi se demostró incapaz de ir más allá de la idea simplona de la autosuficiencia de su círculo más reducido o de un partido cada vez más cuestionado que había que controlar de arriba abajo. Al entender que tendría que urdir otras alianzas, ya era tarde: la posibilidad de un proyecto político más amplio, ya se había evaporado. Así fue como se crearon las condiciones para el retorno de Berlusconi. O al menos para que las dos fuerzas capaces de pelear por la victoria sean la derecha y el M5E.
Pero también aquí, al hilo del resultado siciliano, se hacen precisas al menos otras dos puntualizaciones.
La primera tiene que ver con la naturaleza de este berlusconismo senescente. Berlusconi acaso consiga ganar las elecciones igual que en 1994, 2001 y 2008, o sea, juntando trozos de centro y de derecha hasta tal punto distintos entre sí que a la postre resulte difícil la elaboración de una acción común de gobierno. Oír hablar de Salvini como ministro del Interior hace temblar por las consecuencias que pudiera tener en la gestión de las cuestiones relativas a la inmigración, el Mediterráneo, los centros para refugiados; sin embargo, en el fondo, Berlusconi no hace sino volver a proponer un mecanismo ya conocido: que Forza Italia se quede con la presidencia del Consejo y se le dé el Ministerio del Interior a la Liga Norte.
Lo que ha cambiado no es este esquema, sino la naturaleza de la Liga Norte y del berlusconismo respecto a cómo eran hace 20 años. Es como si ambos hubieran perdido los elementos propulsores de los que se habían alimentado (la revolución televisiva y la política-espectáculo, por un lado; el autonomismo local, por el otro) para atrincherarse ahora en el caladero más conservador, cerrado y rencoroso de su proyecto político: la derecha que habla a las tripas fofas del país, por un lado; el lepenismo antiextranjeros, por el otro. En este sentido, el berlusconismo que vuelve carente de sueños, pero cargado de miedos que atizar, sigue siendo otra vez el espejo fiel del rostro más profundo del país. La cuestión es que también ese rostro ha cambiado y se ha acanallado, asustado, y cerrado en sí mismo aún más que hace dos decenios.
Ahora bien: incluso en el caso de que el centroderecha ganara, con el nuevo sistema electoral se verá obligado a ulteriores alianzas. Y también se verán obligados a hacer alianzas los otros contendientes (M5E o centroizquierda), de ser ellos quienes ganaran.
Todo ello nos indica que la legislatura se verá enseguida ante una disyuntiva: o una nueva disolución del Parlamento, o la creación de acuerdos amplios todavía más débiles y deshilachados que no harán más que ahondar la brecha. En definitiva, lo que se está delineando –de modo todavía más radical que en el último decenio– es un derrumbamiento del sistema ante el cual cuesta cada vez más atisbar posibles murallas de defensa.
Ese derrumbe, al margen de la crónica política, era totalmente predecible si se hubiera desplazado el análisis al plano cultural. Vamos camino de la extinción de las culturas políticas y postpolíticas que dieron lugar a la Primera y Segunda República. Una parte de este vacío la colmó (con resultados nefastos) el berlusconismo; la otra parte se rellenó con un bodrio de comunicación política cotidiana en el que se vedó toda forma de pensamiento de largo alcance. Esto no ha sucedido solamente en Italia, desde luego. Pero basta con darse una vuelta por Europa para percatarse de que en Italia la cosa es más grave que en otros lugares. Pongamos un ejemplo: ¿acaso cabe suponer que pueda celebrarse en los próximos meses un debate serio sobre lo que Italia ha de hacer en el Mediterráneo o en Libia? No, no ocurrirá nada de eso.
Y entonces ¿qué tiene de irreal pensar que la máscara de Berlusconi vuelva una vez más a colmar ese vacío? Ahora resulta fácil imaginarlo. Era más difícil escudriñar las entrañas de Italia hace tres años cuando Franco Maresco lo hizo en total soledad.
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Este artículo se publicó en Gli asini.
Traducción de Gorka Larrabeiti
Alessandro Leogrande (Taranto, 1977 – Roma, noviembre de 2017), periodista y autor de libros como Uomini e caporali. Viaggio tra i nuovi schiavi nelle campagne del Sud o Il naufragio o La frontiera fue, según Roberto Saviano, un “meridionalista genial”. Se ocupó siempre de contar historias relativas a “los últimos”.
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