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Reflexiones de una lectora de Best sellers (III)

La guerra del “best-seller”

La autora concluye con esta entrega su reflexión sobre la industria del “best seller” y sus relaciones con la Literatura (con mayúscula)

Leonor S. Martin 25/02/2018

<p>Estantería de la librería La Central.</p>

Estantería de la librería La Central.

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Traigo noticias frescas: escribir novelas no es fácil. Exige dominar las herramientas técnicas de la narrativa; también tener sensibilidad verbal, tiempo, paciencia y una historia que contar. Si, además del vicio de escribir, se tiene la secreta aspiración de convertirse en escritor, además han de reunirse otras cualidades: un extra de esa paciencia antes mencionada; amor propio, para dedicar tanto tiempo y sacrificio, en la confianza de que nuestras historias merecen la pena, y que el esfuerzo reportará algún beneficio; una piel dura, por la exposición a la opinión ajena; un trabajo que deje tiempo y energía, y/o un cónyuge generoso/a y con trabajo estable…

Los aspirantes más ingenuos aún pensarán que escribir una novela supone ganar fama y dinero. Muchos se perderán por el camino, al descubrir la realidad. Como todos sabemos, hoy en día ganarse la vida con la escritura de ficción es un privilegio al alcance de muy pocos. Los números son los que son. La mayor parte de las novelas publicadas no pasa de la primera edición. Según datos de la Federación de Gremios de Escritores de España, en el año 2016 la tirada media de cada edición fue de 2.749 ejemplares. El precio de venta promedio, 14,74 euros. De ese precio, el autor recibe el 10%, y luego, los impuestos. Hagan ustedes la cuenta.

En 2016 la tirada media de cada edición fue de 2.749 ejemplares. El precio de venta promedio, 14,74 euros. De ese precio, el autor recibe el 10%, y luego, los impuestos

No me imagino a un fontanero que arregle desagües por amor al arte. Sin embargo, los escritores de raza no pueden dejar de hacerlo. Ya sé que no estoy descubriendo el motor de agua. Sólo reflexiono en voz alta. Todo esto de los best sellers (BS), la Gran Literatura, los intereses comerciales, el arte, la calidad, el dinero… al final termina en esos seres humanos, a menudo menesterosos, que son los escritores. Y digo menesterosos sin ánimo de faltar, porque junto a ese esfuerzo notable de escribir, lo normal es que surja la necesidad de una retribución: ya sea dinero y/o reconocimiento. Una necesidad que incluye un anhelo de excelencia;  e incluso una vocación de servicio, de utilidad,  que excede a su control, pues depende también de otros, editores, lectores, etc.; y también, el ego.

Parece que, en cualquier ámbito de la vida, y quizá con mayor razón en este que nos ocupa, que se mueve en el resbaloso terreno de lo subjetivo, hacemos más lo que podemos (o nos dejan) que lo que queremos.

Esta idea, sin embargo, entra en conflicto con algunas manifestaciones que, a cuenta de la Literatura y los BS, hacen algunos escritores. Un conflicto –llamémosle la guerra del BS que se presenta como una guerra civil, pues se libra entre hermanos de oficio. Aunque las que pelean en verdad son las sombras en la caverna: la vanidad, la envidia, el ansia viva (de dinero, de influencia, de notoriedad). Las municiones son palabras, agrupadas en argumentos, y el campo de batalla se encuentra allá donde haya un medio escrito. Es decir: hasta en la sopa. Dicha munición a veces se compone de insultos singulares: así que cuidado si les llaman  escritor “profesional” o  escritor “intelectual”.

En esta guerra las victorias son pírricas: quien dispara se expone, gana y pierde adeptos y respeto, al mismo tiempo. A veces son batallas personales, y los demás nos vemos en medio de un fuego cruzado. ¿Daños colaterales? Acaso esa entelequia de la inteligencia colectiva salga herida, lo que supone un ejercicio de optimismo.

Y entretanto, como siempre, la banca gana.

Resulta lógico, y hasta loable, que alguien emprenda una cruzada para defender la calidad del producto que fabrica, en cualquier industria. Lo que es más complicado de entender es que se critique con tanta fiereza la cualidad de los artefactos, habida cuenta de la abundancia, de la heterogeneidad del mundo, o, si me permiten el refrán, de que, para gustos, los colores.

Las recriminaciones son bastante duras. Se acusa a los autores de BS de estar obsesionados por ser leídos, hasta el punto de, a sabiendas, prescindir en su escritura de cualquier elemento complejo, o que pueda incomodar al lector; también se les acusa de estar siempre a la defensiva, de ser nuevos ricos, arribistas; de usar sus cifras de ventas para intentar colarse en la categoría de buena literatura, y así ganar una consideración que no merecen. Incluso se da leña a los lectores de BS, a quienes se recrimina que les guste leer una y otra vez la misma historia ramplona, llena de lugares comunes, que les hace sentir sagaces, incluso cultos, o lo que es más: que les hace soñar.

En la otra esquina del cuadrilátero, hay autores de BS que tachan a los autores literarios de esnobs que olvidan a los lectores para mirarse el ombligo. Los condenan por escribir historias aburridas (“sus historias son siempre sobre personas incapaces de hacer algo para cambiar sus circunstancias; lo único que hacen es estar sentadas y sufrir”, Ken Follet dixit); por usar el estilo como una defensa, el lenguaje como un fuego de artificio, solo porque son incapaces de construir tramas sólidas; por renunciar a entretener, a divertir… al lector, en definitiva. Lo que implica, en su lógica, renunciar a las ventas.

Dudo mucho que ningún escritor, del pelaje que sea, se levante por la mañana, se siente frente al teclado y se diga a sí mismo: “Voy a escribir el texto más aburrido y excelente del mundo”, o “Voy a escribir una mierda que me dé mucha pasta”.  Si pudiéramos, no es descabellado pensar que todos crearíamos obras de arte, profundas e intensas, que además fueran entretenidas, divertidas, emocionantes; narraciones que atraparan a los lectores, y que se vendieran a carretadas. Pero a la vista está que no nos sale. A eso me refería antes: a que cada uno hace lo que puede, con los mimbres de los que dispone.

Tal vez haya escritores que, llamados por la necesidad, se sorprendan a sí mismos haciéndose preguntas: ¿cómo tengo que escribir para cuajar un BS? ¿Qué ingredientes debo reunir? ¿Cómo los organizaría? ¿Qué añadir, o quitar, para dar a mi BS calidad literaria? Puede que hasta alberguen dudas morales: ¿es condenable que un autor artístico emplee en sus historias técnicas narrativas propias del BS, como elementos de intriga, ganchos, digresiones informativas sobre el contexto histórico? ¿Es lícito abordar temas de actualidad? ¿Qué pasaría si me pongo un poco sentimental? ¿Reprobarán los editores, o los críticos, o incluso los lectores, que los personajes sean aventureros y no obstante presenten inquietudes y conflictos humanos?

Tal vez haya escritores que, llamados por la necesidad, se sorprendan a sí mismos haciéndose preguntas: ¿cómo tengo que escribir para cuajar un BS?

Quizás estas preguntas esquiven lo esencial: ¿cómo tiene que mirar la realidad un escritor para que su texto resulte “literario”? ¿Qué campos de la experiencia atañen a la Literatura, y cuáles no? ¿Deben los escritores dejar de ser quienes son, y de entender la vida como la entienden, para satisfacer vaya usted a saber quién? ¿Acaso hay modo de escribir y dejar de ser quienes somos?

No hay fórmula para el BS, lo mismo que no la hay para una obra maestra. Ahora bien, ¿sería tan revolucionario admitir que pueda haber obras maestras del BS? ¿Es que la Literatura debe renunciar a lo que tiene por única misión la de entretener y divertir? ¿No tendría más sentido consensuar la calidad, protegerla y admitir la diferencia?

Me vienen a la mente esos escritores míticos que se ganaban la vida redactando novelitas de kiosco, mientras creaban su propio proyecto literario “de calidad”. Me temo que son pocos, a pesar de que haya quien asegure que los buenos escritores son capaces de escribir también mal. Parece que si hay un ingrediente común en todas las buenas novelas que triunfan es esa verdad genuina, intangible pero evidente: el entusiasmo de quien cuenta la historia que de verdad quiere contar. Lo que quizá explicara la posibilidad de ese otro mito: la famosa “novela alimenticia”, que haberlas haylas.

No debe de ser fácil componer un proyecto narrativo coherente bajo la amenaza de perder tu silla, si mantienes las anteriores ventas. Escribas lo que escribas: de lo superficial o de lo profundo. Tampoco debe de resultar sencillo resistirte a cambiar tu historia, merced al editing, a sabiendas de que si te mantienes firme y tu criterio resulta equivocado, es decir, si fracasan las ventas, perderás la silla.

Tampoco sostenerse debe resultar fácil para esos autores comprometidos con la calidad artística de sus obras, que son publicados en tiradas cortísimas, sin apenas difusión, con las que es simplemente imposible soñar con convertirse en mainstream. Y dando gracias por la oportunidad (nunca a salvo del editing) de haber sido publicados. Por no hablar de que hay que nadar y que tu cabeza destaque entre los otros 85.999 títulos de tu promoción anual (dato de FGEE, año 2016).

En un mundo ideal, la guerra del BS no existiría, pues los escritores dominarían esa humana tendencia natural a la contienda, escribirían y leerían lo suyo, y comprenderían que los demás hicieran lo propio. Los responsables velarían porque sus BS dignificaran a la Literatura, a la que pertenecerían en igualdad de derecho que otros géneros; el editing se dirigiría más a la calidad que a la “mercantilidad”. Harían un esfuerzo por publicitar a los autores interesantes, aunque no tan comerciales a priori, de manera que dieran la oportunidad de probar nuevos sabores. Aunque pudieran perder unos eurillos, cribarían las obras con un tamiz más fino, selectivo en calidad, para lanzar igual número de ejemplares, pero menos títulos tal vez, y con mayor trabajo de promoción cada uno. En ese mundo ideal todos leeríamos un libro al día, desde pequeñitos, y, por supuesto, no habría piratería.

No me resisto a mencionar a Dan Brown, como mágico fin de fiesta: media humanidad lectora le pone a caer del burro, pero vende millones. Viaja camuflado con gorra y gafas de sol para que nadie pueda deducir, por su ubicación, de qué irá su siguiente novela, pero asegura que el dinero nunca le ha importado. Afirma que sus novelas son obras de arte. Y punto pelota. Un tío feliz, claro que sí. ¿No es acaso a eso a lo que hemos venido?

Traigo noticias frescas: escribir novelas no es fácil. Exige dominar las herramientas técnicas de la narrativa; también tener sensibilidad verbal, tiempo, paciencia y una historia que contar. Si, además del vicio de escribir, se tiene la secreta aspiración de convertirse en escritor, además han...

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Leonor S. Martin

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  1. Godfor Saken

    Del libro ‘Nostalgia’, de Mircea Cărtărescu, publicado en la editorial Impedimenta: Le pregunté qué escribía y me respondió, naturalmente, con un gesto de hastío: «Literatura. Soy escritor, ojalá no lo fuera.» Le dije que me parecía una profesión muy hermosa y, para mostrarle que estaba informada, le hice algunas preguntas utilizando palabras que había oído por ahí: ¿quería llegar a ser un gran escritor? Esperaba que sonriera, como hacen los adultos cuando un niño se mete en cosas serias, pero Egor, más pálido de lo habitual, con los cartílagos de la nariz verdoso-transparentes, con los ojos apagados, me respondió inmediatamente, como si la pregunta se la hubiera formulado él mismo. Hablaba, en cualquier caso, en sentido propio y figurado, muy por encima de la comprensión de una niña de doce años. «Un gran escritor no es más que un escritor. La diferencia es de matiz, no de raíz. Todos los saltadores de altura saltan, digamos, dos metros. Si uno salta dos metros y cinco centímetros, ya es un gran deportista. No, no merece la pena fatigarse siquiera con la idea de llegar a ser un pobre gran escritor, un desdichado escritor genial. Coge los mejores libros escritos jamás. Apenas son algo mejores que los libros mediocres. Todos son fundamentalmente libros, nada más. Te proporcionarán, cuando los leas, un placer estético algo más intenso. Como un café un poco más dulce. Los soltarás al cabo de treinta páginas para prepararte un bocadillo o para ir al baño. Los leerás a la vez que quién sabe qué novela policíaca. Dentro de unos miles de años también ellos serán tierra y polvo. En estas condiciones, que tú, un ser al que se le ha concedido la oportunidad disparatada de existir y de reflexionar sobre el mundo, te propongas llegar a ser tan solo un genio es humillante, es ínfimo. Es como si abandonaras todo y te internaras de nuevo en el bosque. En cada individuo hay posibilidades ante las cuales la ambición de ser el escritor más importante de todos los tiempos es simplemente denigrante por su simplicidad. Porque ¿qué milagro es importante comparado con el milagro de existir y de saber que existes? De aquí hasta ser el hombre más rico, el más poderoso, el más ingenioso del mundo es como pasar de un billón a un billón uno, incluso menos. No, no quiero llegar a ser un gran escritor, quiero llegar a ser Todo. Sueño sin cesar con un creador que, a través de su arte, llegue a influir de verdad en la vida de las personas, de todas las personas, y después en la vida del universo, hasta las estrellas más lejanas, hasta el final del espacio y del tiempo. Y que a continuación sustituya al universo, que se convierta él mismo en el Mundo. Solo así creo que podría un hombre, un artista, cumplir su misión. El resto es literatura, una colección de trucos mejor o peor dominados, trozos de papel emborronados con brea por los que nadie da un real, por muy geniales que sean esas líneas de signos que, dentro de poco ni siquiera serán comprendidas.» (…) «Pero la mayoría de los hombres —o, digamos, de los escritores— no llegarán a ser Todo. Ni siquiera serán genios. No llegarán a nada. Yo... yo soy uno de ellos. Pero yo al menos sé todo esto y a través de lo que escribo intento expresar mi impotencia. Sé que no se puede decir nada, que nadie espera que digas nada, pero que también tienes que hacerlo. Sé que tienes que oponerte en cierto modo a la injusticia de ser hombre y de no poder ser Todo. Y yo lo hago con todas mis fuerzas. Mira...». Se levantó de la silla de contrachapado amarillo, pasó por encima del castillo de cubos y abrió de par en par las dos puertas maravillosamente decoradas de la cómoda. Era más espaciosa de lo que parecía. Una madera roja, de olor agradable, la forraba por dentro. Todo el interior estaba ocupado por varios montones de folios, miles de páginas apiladas unas encima de otras. Cuando, tras hundir los dedos en ellas y volcarlas sobre la alfombra, Egor las desperdigó por toda la estancia, pude ver que estaban atiborradas de una escritura uniforme, extrañamente inexpresiva. Pero solo cuando intenté leer algunas líneas de la obra del alargado, comprendí el inmenso horror que esta contenía: a lo largo de miles y miles de páginas, con la paciencia y la tenacidad de una hormiga, Egor había escrito una sola palabra que se repetía decenas de veces en cada página. Era la palabra “no”. «no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no no» «Escribo desde los dieciséis años y apenas he pasado de las quince mil páginas. Algunas veces escribo ocho horas al día pero otros días no puedo escribir siquiera una línea. Tal vez te haga gracia, pero de vez en cuando me atasco y, aunque te parezca fácil escribir algo así, he conocido crisis que casi me han obligado a abandonar la escritura. Conozco también el miedo a la esterilidad y el miedo a no poder seguir tu propio paso. Porque yo no escribo de forma mecánica. Quiero que todos y cada uno de estos no sea pensado y sentido hasta la médula. Que sea vivido con todos mis nervios, con toda mi carne. Y no creas que es fácil. A veces me ocurre que pienso una semana entera antes de añadir otra palabra, porque quiero que mi obra sea perfecta, que me represente a la perfección.»

    Hace 6 años 1 mes

  2. Godfor Saken

    De la novela “Solenoide”, de Mircea Cărtărescu, publicada recientemente en editorial Impedimenta: De las miles de respuestas que he dado, en noches de fiebre y tormento y días de ensoñación, en clase, mientras los críos estaban atareados haciendo un examen, o cuando me encontraba en alguna zapatería o en heladas paradas de autobús o esperando en alguna consulta médica, a la pregunta de por qué no me convertí en escritor, una me parece más verdadera que las demás por la paradoja y ambigüedad que entraña. He leído todos los libros y no he llegado a conocer siquiera a un solo autor. He oído todas las voces con la nitidez con que las oye un esquizofrénico, pero no me han hablado nunca con una voz verdadera. He recorrido miles de salas en el museo de la literatura, embelesado al principio por la maestría con que, en cada pared, hay pintada alguna puerta, un trampantojo. Tanta minuciosidad en la sombra afilada de cada astilla, en cada capa de pintura con sensación de fragilidad y transparencia, te hacía admirar a los artistas de la ilusión como no has admirado a nadie en este mundo. Al final, sin embargo, al cabo de cientos de pasillos repletos de puertas falsas, con un aire que huele cada vez más a óleo y a aguarrás y a rancio, el deambular se va alejando progresivamente del paseo contemplativo para transformarse en inquietud, luego en pánico y por último en algo irrespirable. Cuanto mejor haya engañado a tu ojo, con más intensidad te engaña y te decepciona una puerta. Están pintadas con maestría pero no se abren. La literatura es un museo cerrado a cal y canto, el museo de las puertas ilusorias, de los artistas preocupados por los matices del marrón y por la imitación lo más expresiva posible de los marcos, de las bisagras y de los picaportes, por el negro aterciopelado de la cerradura. Bastaba solo con cerrar los ojos y palpar con los dedos la pared lisa e interminable para comprender que en el edificio literario no hay aberturas ni fisuras por ningún sitio. Solo que, seducido por la grandeza de las puertas cargadas de bajorrelieves y símbolos cabalísticos o por la modestia de la puerta de una cocina de pueblo, con una vejiga de cerdo en lugar de cristal, no quieres cerrar los ojos, querrías tener, por el contrario, mil ojos para atisbar el millar de salidas falsas que se extienden ante ti. Al igual que el sexo y las drogas, al igual que todas las manipulaciones de nuestra mente que querrían reventar el cráneo y salir al mundo, la literatura es una máquina de crear, en primer lugar, beatitud, y luego decepción. Después de leer decenas de miles de libros, no puedes evitar preguntarte: ¿dónde ha estado mi vida durante todo este tiempo? Has engullido un revoltijo de vidas ajenas que tienen una dimensión menos que el mundo en el que existes, por muy sorprendentes tours de force artísticos que sean. Has visto los colores de otros y has sentido la aspereza y la dulzura y la posibilidad y la exasperación de otras conciencias, que han eclipsado y han arrastrado a la sombra a tus propias sensaciones. Y si al menos hubieras penetrado en el espacio táctil de otros seres como tú, pero se han limitado a hacerte girar entre los dedos de la literatura. Te han prometido siempre, con mil voces, la evasión, y a cambio te han robado incluso la bruma de realidad que te queda. Como escritor, te irrealizas con cada libro que escribes. Siempre quieres escribir sobre tu vida y siempre escribes solo sobre literatura. Es una maldición, una Fata Morgana, una forma de falsificar el simple hecho de vivir, de ser verdadero en un mundo verdadero. Multiplicas mundos cuando tu propio mundo debería bastar para llenar millones de vidas. Con cada página que escribes aumenta sobre ti la presión del gigantesco edificio literario, que obliga a tu mano a realizar movimientos que no querrías hacer, una presión que te constriñe a permanecer en el plano de la página cuando tú querrías tal vez atravesar el papel y escribir perpendicular sobre su superficie, del mismo modo que el pintor está obligado a utilizar los colores y el músico los sonidos y el escultor los volúmenes hasta el infinito, hasta sentir asco y odio, y todo ello porque no podemos imaginar que también podría ser de otra forma. ¿Cómo salir de tu propio cráneo pintando una puerta en la superficie interior, lisa y amarillenta, del hueso de la frente? Tu desesperación es la del que vive solo en dos dimensiones y está encerrado en un cuadrado en el centro de una hoja sin límites. ¿Cómo puede huir de esa cárcel terrorífica? Incluso aunque sobrepasara uno de los lados del cuadrado, el papel se extendería infinitamente, pero lo cierto es que ni siquiera puede sobrepasar ese primer lado, pues su mente de dos dimensiones no puede concebir la ascensión, perpendicular respecto al plano del mundo, entre las paredes de la cárcel. Una respuesta, tal vez más verdadera que las otras, podría ser incluso esta: no he llegado a ser escritor porque no he sido, desde el principio, escritor. He amado la literatura como un vicio, pero no he creído sinceramente que ese fuera el camino. No me atrae la ficción, no ha sido el sueño de mi vida añadir unas cuantas puertas falsas a la pared de la literatura. He sido consciente de que el estilo (que es la mano de la literatura insertada en tu propia mano como en el interior de un guante), tan admirado por mis grandes escritores, no es sino rapto y posesión. Que la escritura devora tu vida y tu cerebro como la heroína. Que al final de una carrera no puedes sino constatar que no has dicho nada, con tu mente y tu boca, sobre ti, sobre los hechos menudos que han formado tu vida, sino solo sobre una realidad ajena a ti, cuyas intenciones has seguido porque se te prometió la salvación, una salvación simbólica, bidimensional, que no significa nada. La literatura es, demasiadas veces, un eclipse de la mente y del cuerpo del que escribe. Puesto que no he escrito nada (he escrito un diario, es verdad, a lo largo de todos estos años, pero ¿a quién le interesa el diario de alguien anónimo como yo?), hoy veo con claridad mi cuerpo y mi mente. No son ni bellos ni dignos de interés público. Pero sí son dignos, en cambio, de mi propio interés. Los contemplo cada día y me parecen tan tiernos como los tallos transparentes, sin clorofila, de las patatas almacenadas en la oscuridad. Precisamente porque no han sido analizados por todas partes en veinte libros de ficción, poemas o novelas; precisamente porque no han sido deformados por la caligrafía. Empecé a escribir este cuaderno sobre el que no he soltado hasta ahora una sola palabra, el tipo de libro que nadie escribiría, en unas circunstancias especiales. Es una escritura condenada desde el principio, y no porque no vaya a convertirse nunca en un libro, sino porque seguirá siendo un simple manuscrito, arrojado sobre La caída, en ese cajón donde están los dientecillos y los cordeles del ombligo y las fotos antiguas, sino porque su tema es ajeno a la literatura, gira mucho más en torno a la vida —alimentándose de ella como el tallo de la correhuela— que cualquier otro texto que haya sido jamás expuesto sobre el papel. A mí me pasa algo, tengo algo. A diferencia de todos los escritores del mundo, y precisamente porque no soy escritor, yo siento que tengo algo que decir. Y lo diré mal y con sinceridad, tal y como hay que decir aquello que merece ser puesto sobre el papel. Muchas veces pienso que así tenía que ser: resultar aniquilado aquella lejana velada del cenáculo, retirarme por completo de cualquier ámbito literario, ser profesor de Rumano en una escuela de primaria, el hombre más oscuro sobre la faz de la Tierra. Y he aquí que ahora escribo, y escribo precisamente el texto que, mientras leía libros sofisticados y poderosos e inteligentes y coherentes y llenos de locura y de sabiduría, me he imaginado siempre, de hecho, pero no he encontrado por ninguna parte: un texto fuera del museo de la literatura, una puerta verdadera garabateada en el aire, y a través de la cual espero de verdad salir de mi propio cráneo. Un texto que ese que firma autógrafos en los encuentros con profesores —o quién sabe en qué países extranjeros— ni siquiera ha podido soñar jamás.

    Hace 6 años 1 mes

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