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Análisis

Alemania resuelve su crucigrama con la cuarta GroKo

La gran coalición no nace del entusiasmo de sus integrantes, pero les concede tiempo para recuperar apoyos e intentar convencer al electorado de que esta vez sí van a responder a sus preocupaciones

Diego Íñiguez Berlín , 5/03/2018

<p>Angela Merkel</p>

Angela Merkel

Luis Grañena

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Los militantes del Partido Socialdemócrata alemán (SPD) han aprobado, en proporción superior a la esperada, que su partido se una a una nueva gran coalición, presidida por Angela Merkel, con un programa que recoge, en buena medida, sus propuestas de gasto social y alivio de la política de austeridad en la Unión Europea.

En las elecciones de septiembre de 2017, la Unión Democristiana (CDU) perdió 8,6 puntos y el SPD 5,2. Los ganaron la Alianza por Alemania (AfD), de extrema derecha, que subió 7,9 puntos, y los liberales del FDP, que recuperaron 6. Los Verdes y La Izquierda subieron ligeramente. Los socialdemócratas nunca habían tenido un porcentaje tan bajo en una elección federal; la CDU, sólo en 1949.

En una situación económica, social y política tan estable como la alemana, la caída de los grandes partidos se explica en parte por el cansancio de los electores: Merkel lleva doce años como canciller. Pero las causas profundas son otras: el miedo a la globalización, a los cambios sociales y en el sistema de trabajo, la inquietud por el efecto sobre la identidad alemana de una llegada de inmigrantes y refugiados percibida como masiva. Un número creciente de electores no se siente escuchado por sus dirigentes, ni partícipe de los beneficios de la bonanza económica. 

La gran coalición no fue la primera opción. En la noche electoral, el candidato y efímero presidente socialdemócrata, Martin Schulz, anunció que su partido pasaba a la oposición, porque el resultado electoral era claro y para no dejar a la AfD como primer partido de oposición. Al día siguiente, dijo que él no formaría nunca parte de un gobierno presidido por Merkel. En el sistema político alemán, una regla no escrita obliga a formar alguno de los gobiernos que permitan los resultados. Democristianos, verdes y liberales empezaron a negociar, pero los liberales se retiraron, alegando una incompatibilidad no explicada: es verdad que son más euroescépticos que los otros dos posibles socios, pero también que calcularon que tienen más que ganar en la oposición.

Schulz ha pagado cara su precipitación: ceder el paso a otra coalición era la conclusión adecuada en el primer momento, por la bajada de los dos socios gobernantes; pero, tras el fracaso de la alternativa, no cabía otra opción que un nuevo gobierno de socialdemócratas y democristianos. Después de nuevas negativas en noviembre, en enero empezaron a negociar y en febrero se anunció un acuerdo de gran coalición. Los socialdemócratas aportan buena parte de un programa, con un fuerte incremento del gasto social (en educación, pensiones, vivienda, apoyo a las familias, cuidado de los mayores seguro médico), pequeños cambios para limitar el abuso de contratos temporales, límites anuales a la entrada de refugiados sin cuestionar el derecho individual de asilo, quince mil policías más, un retraso en los objetivos para contener el cambio climático, y algunas líneas de créditos para estimular el desarrollo (apoyo a start-ups y a programas de inteligencia artificial). Se anuncia el fin de la política de austeridad en la Unión Europea, reactivando las inversiones a largo plazo y la flexibilización de la financiación estatal, que bloqueaba desarrollos necesarios en educación e infraestructuras. 

Los socialdemócratas también se ven favorecidos en el reparto de carteras ministeriales: logran tres de las principales, Exteriores, Hacienda y Trabajo y Asuntos Sociales, frente a sólo una para los democristianos (Defensa) y otra para los socialcristianos bávaros (Interior, con el objetivo imposible de oponerse a la demagogia xenófoba de la AfD sin caer en sus recetas).

El debate entre los socialdemócratas ha sido duro. De momento, ha costado ya la retirada de Schulz, víctima de sus contradicciones, o de sus humores. Puede traer también la de su predecesor, Sigmar Gabriel, que arruinó la prima de popularidad que le daba el cargo actual de ministro de Exteriores con su reacción contra el anuncio de Schulz de que pensaba sustituirle. Una activa campaña de los jóvenes socialdemócratas (los “jusos”) y otros sectores de la izquierda del partido, desilusionados porque creen que el SPD vuelve a vender su alma, ha defendido retirarse a la oposición como única posibilidad de regenerar el partido y volver a convertirlo en alternativa de gobierno. El presidente de los jusos, Kevin Kühnert, se ha inspirado en el Partido Laborista de Corbyn y en la campaña de Sanders. Su llamada para que se afiliaran al partido votantes que se oponían a la gran coalición ha traído al SPD 24.000 nuevos militantes. 

La presión de los medios y del establishment ha sido fortísima, con llamadas a la responsabilidad en el inestable escenario internacional, a la coherencia con las preferencias manifestadas por los electores y a la conveniencia de mantener la gran coalición del centro. También, a veces, con medios discutibles: el diario Bild, el más leído del país y poco amigo de la izquierda, ha denunciado que en las primarias socialdemócratas podían participar “para decidir el destino de Alemania” extranjeros – militantes del partido y con derecho a participar en la consulta interna – y hasta una perra de tres años llamada Lima, a la que redactores del periódico sensacionalista inscribieron en el SPD usando el sistema de afiliación en línea y sacaron luego en portada.

La decisión de los militantes ha sido clara: un 66% de los que han participado en el referendo (el 78% de los censados) se ha inclinado por las razones de la mayoría de los dirigentes –entre los que se lleva el color gris y no abunda el carisma–, por el contenido social del programa, por el reparto de carteras y porque la alternativa hubiera sido una repetición de las elecciones que hubiera resultado ruinosa. Indudablemente, una parte de la generación dominante en el partido, de edad madura, prefiere cogobernar con los democristianos a retirarse a la espera de una renovación incierta que, en todo caso, dirigiría la generación siguiente: la de Kevin Kühnert, que tiene 28 años. Unas nuevas elecciones que hubieran dejado al SPD por debajo de la AfD y al nivel de los otros partidos pequeños –los liberales, Los Verdes, La Izquierda– hubiera acabado con la ambición, o el ensueño, de volver a ser el otro gran partido de gobierno, junto a la Unión Democristiana, y la alternativa necesaria. Al menos a nivel nacional porque los pactos de gobierno se complican cada vez más: si no se unen los dos grandes en una gran coalición, se necesita la concurrencia de tres partidos. En los gobiernos locales y de los Länder, los socialdemócratas se mantienen como primer o segundo partido, porque la sabiduría del elector alemán equilibra el reparto del poder y porque tienen buenos gestores en el confortable (salvo para el 25% de los trabajadores con empleos precarios) y apacible “estado social de un solo país”, como lo llama Alessandro Somma.

Merkel resucita

En el lado democristiano, Merkel, que salió de las elecciones debilitada, se ha recuperado con su característica habilidad. Tras la fuerte bajada (de 8,6 puntos), se habló de que sólo cumpliría dos años de su cuarta legislatura como canciller, y se dijo que era imprescindible rejuvenecer el plantel de dirigentes y ministros. Merkel dijo estar decepcionada con los resultados, pero no respondió a las críticas, acentuadas tras el fracaso de las conversaciones con los liberales y los verdes. Pero, en las últimas semanas, anunció que si no se llegaba a un acuerdo de gran coalición y se repetían las elecciones, ella estaba disponible como candidata; luego dejó caer que sigue convencida de la conveniencia de que la presidencia del partido y la del gobierno esté en las mismas manos: las suyas; después, que será canciller toda la legislatura. A las críticas por el programa de gasto de la coalición y por haber cedido la cartera de Hacienda, Merkel ha respondido que “el déficit cero y no contraer nuevas deudas son las señas de identidad de la CDU” y que ella velará porque lo sigan siendo. Al frente del ministerio de Economía, que sí corresponde a los democristianos, estará su firme aliado, Peter Altmeier.

Luego, ha dado un gran golpe nombrando nueva secretaria general del partido a Annegret Kramp-Karrenbauer, hasta ahora ministra-presidenta del Sarre, un pequeño estado federado del suroeste, cuya victoria en las elecciones de marzo de 2017 fue uno de los primeros clavos en el ataúd político de Martin Schulz. Cambiando su confortable puesto por uno más dependiente y de menor rango, la dirigente, muy cercana a Merkel, del ala centrista de la CDU –pero más conservadora: se opuso, por ejemplo, al matrimonio homosexual– y algo más joven que la canciller, asume un riesgo que será muy valorado por su partido y le pone en primera línea para la sucesión. Finalmente, Merkel ha anunciado que uno de los seis ministros de la CDU será Jens Spahn, uno de sus principales críticos entre los dirigentes jóvenes del partido: una prueba de pluralismo interno que, de paso, ata a Spahn con la solidaridad ministerial y le pone al frente de la nada fácil reforma del seguro médico.

Desde la primera gran coalición con Merkel, en 2003, el SPD ha comprobado el coste en votos y relevancia de ser socio minoritario de la CDU, aunque haya aportado buenos ministros y una parte relevante de los programas. Pero el debate interno de estas semanas les ha venido bien. Ha traído nuevos militantes, más vida a las agrupaciones y un resultado aceptado por todos. El SPD es consciente de que se tiene que rejuvenecer, recuperar a votantes urbanos y plantearse un horizonte a medio y largo plazo, más allá del sacrificio –o el pragmatismo– de sumarse a sucesivas coaliciones. Va a elegir una nueva dirección, por primera vez presidida por una mujer, Andrea Nahles. Su figura principal en el Gobierno será el actual alcalde-presidente de Hamburgo, Olaf Scholz. Saber que un tercio de sus integrantes ha votado contra la gran coalición puede ayudarle a conservar el apoyo de los electores que preferirían una unión de izquierdas con Los Verdes y una Izquierda que ha dejado de ser inelegible para un gobierno nacional –si alguna vez cambia la tendencia a la derecha de los electores europeos.

Qué podemos esperar del nuevo gobierno los demás europeos? No demasiado, pero, al menos, cabe no abandonar toda esperanza. Un plan de infraestructuras, que tampoco será malo para las empresas alemanas y los países prestamistas. Algún paso más en la institucionalización política de la Unión; nuevos intentos de homogeneización del impuesto de sociedades, que beneficiaría a los países grandes frente a los que, como Irlanda, bastante tienen con librarse de una nueva frontera en su isla; nuevos campos abiertos a la Europa de dos velocidades…

Podemos, también, respirar aliviados: la gran coalición mantiene un gobierno previsible y europeísta, frente al egoísmo nacionalista de los liberales del FDP. Evitando unas nuevas elecciones, se ha reducido el riesgo de una nueva manifestación de enfado del elector soberano, que ya ha traído el Brexit y la elección de Trump. Cuatro años de legislatura probablemente reducirán el apoyo a la AfD, que carece de políticas y de un liderazgo consistente y no hará un gran papel frente a la solvencia parlamentaria y la experiencia de gobierno de Los Verdes, La Izquierda y los liberales. Aunque resulte más retórica que productiva, la coincidencia con Macron consolida un cierto centro de gravedad europeo frente al imprevisible Trump y la muy previsible sombra de Putin.  

Estabilidad para Alemania y la Unión Europea, el gobierno más a la izquierda posible, un programa de gasto social, preocupación por el paro juvenil y por las consecuencias de la política de la austeridad en el Sur de la Unión, menos espacio para la AfD… La cuarta gran coalición no nace del entusiasmo de sus integrantes, pero les da tiempo a recuperarse y a intentar convencer al electorado alemán de que esta vez sí van a intentar responder a sus preocupaciones.

 

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Diego Íñiguez

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