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Daniel Innerarity / Filósofo y ensayista

“La política ha gozado del privilegio de que ninguna alternativa radical era posible”

Cristina Monge 4/04/2018

<p>Daniel Innerarity.</p>

Daniel Innerarity.

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Los tiempos que vivimos han llevado a Daniel Innerarity, catedrático de filosofía política y social, director de Globernance, y entusiasta montañero, a continuar las reflexiones que plasmó en La política en tiempos de indignación (Galaxia Gutenberg, 2015), con un nuevo título, Política para perplejos (Galaxia Gutenberg, 2018). Como si de la indignación hubiéramos pasado a la perplejidad, Daniel Innerarity recorre a lo largo del libro algunos de los acontecimientos que protagonizan la vida social y política con un denominador común: la imprevisibilidad. Y con ella, la perplejidad. Asiduo al Pirineo, es un gusto compartir con él una comida o un buen vino rodeados de picos que rozan los 3.000 metros, mientras ascendemos por las vertiginosas laderas del siglo XXI empujados por la curiosidad y presas del vértigo. 

Hay varias ideas clave que recorren todo el libro. En primer lugar, como dice el título, la de perplejidad ante la incertidumbre. Desconcierto ante el tambaleo de los paradigmas y los conceptos que nos ayudaban a entender el mundo. Sin embargo, cuando se alude al continuo cambio de las sociedades y con ellas de la política y la economía, también hay que referirse a las evoluciones constantes en el mundo del pensamiento. ¿De verdad no están surgiendo ideas y referentes que nos ayuden a entender la situación? Por mucha inestabilidad que nos generen todos los cambios, acelerados y multiplicados por la revolución tecnológica, ¿tan difícil es de asumir que lo único permanente será el cambio y construir herramientas conceptuales para ese contexto?

El mundo del pensamiento político está, como el mismo mundo político, muy agitado, es decir, con más interrogantes que soluciones. Esto es bastante lógico, si tenemos en cuenta que han sucedido más cosas en estos últimos años que los que nuestros conceptos eran capaces de entender y nombrar. Seguramente en otras épocas más plácidas de la historia había más miseria en la sociedad pero el trabajo de los filósofos era muy aburrido...

Desde hace unos cuantos años hay una obsesión que me corroe y que impulsa mi proyecto de investigación personal: la idea de elaborar algo así como una teoría de la democracia compleja. Parto de la suposición de que la mayor parte de las soluciones que ofrecemos (podríamos pensar en el autoritarismo tecnocrático o en el simplismo populista) no están a la altura de la complejidad de nuestra sociedad y de sus principales problemas. Si pensamos en asuntos como la lucha contra el cambio climático, la inestabilidad financiera o las consecuencias sociales de la robotización, estaremos de acuerdo en que ni tenemos los diagnósticos sofisticados que necesitaríamos, ni estamos planteando soluciones que sean un poco más complejas que, por ejemplo, esa típica moralización de los problemas que nos ofrece un cuadro sencillo de buenos y malos pero que apenas aporta nada que sirva realmente para superarlos. 

Las sacudidas de diverso tipo que ha sufrido nuestro espacio público en los últimos años son señales de disfuncionalidad e incluso de desesperación que el sistema político debe interpretar adecuadamente

De ahí que se hable cada vez más –y en sus reflexiones es una constante– de la necesidad de recuperar la innovación en política. Pero al mismo tiempo recuerda que no vale con la buena voluntad; que además, es imprescindible que la voluntad sea capaz. ¿Dónde debemos buscar esas capacidades? ¿Dónde están los garajes de la innovación política? ¿En la red? 

Esa apelación a la innovación política surge de una experiencia muy descorazonadora: todos los sistemas sociales (la técnica, la empresa, el arte… ) han aprendido con cierta rapidez de sus errores o de su falta de adecuación a los nuevos contextos, mientras que la política parece impasible ante sus propios fracasos y repite los rituales de siempre como si los ciudadanos no tuviéramos las alternativas que tenemos en tanto que usuarios o clientes (que, simplemente, dejamos de comprar y buscamos otras alternativas). La política parece haber gozado del privilegio de que ninguna alternativa radical era posible y por eso no tenía incentivos para espabilar. Pero esto ya no es así. Las sacudidas de diverso tipo que ha sufrido nuestro espacio público en los últimos años (desde el surgimiento de las llamadas democracias iliberales hasta la elección de líderes siniestros) son señales de disfuncionalidad e incluso de desesperación que el sistema político debe interpretar adecuadamente. 

Esto no significa, a mi juicio, que el sistema político deba hacer exactamente lo que las sociedades están demandando, entre otras cosas porque esas señales son contradictorias e incluso reaccionarias. Hay algunas que demandan solidaridad con los refugiados, pero otras muchas –probablemente más– que articulan injustamente un miedo al otro. Esos “garajes de la democracia” por los que me preguntas están en muchos sitios y yo solo puedo hablar del de la filosofía política, que es en el que hace años trabajo. Lo que ahí tenemos que diseñar es un tipo de sistema político cuya democracia aborde al menos tres grandes cambios: la inclusión de los “vecinos” en nuestros procesos de decisión, la inclusión de las futuras generaciones y la inclusión de la naturaleza. Las grandes innovaciones de la política habrán de venir de la superación del parroquialismo electoral, mediante la consideración del largo plazo y pensándonos como una parte de un entorno natural. Democracia transnacional, democracia intergeneracional y democracia ecológica son los tres elementos que nos permitirían superar lo que no es más que una democracia electoral.

Le veo muy cercano a los conceptos claves de la sostenibilidad; esos que nos obligan a repensar nuestra relación con el planeta. En ese sentido, destaco la figura que usa de “la política en una zona de señalización escasa” para plasmar la inexistencia de caminos ya marcados. Al mismo tiempo, creo que esta ausencia de referentes abre también un camino de innovación y de creatividad que en momentos en que las balizas están bien marcadas es más difícil encontrar. Máxime, si se trata, como dice, de articular lo próximo y lo cercano, los que estamos y los que estarán, nosotros y el entorno, lo mixto, lo complejo. ¿No es entonces mejor intentar interpretar el terreno y crear el sendero sin límites preestablecidos?

Venimos de un mundo binario, estamos muy acostumbrados a la patologización del adversario, soportamos muy mal la ambigüedad, descalificamos con rapidez el matiz como falta de convicción… Con estos esquemas mentales es lógico que la vida política esté llena de sectarismo y perplejidad. ¿Por qué no interpretamos esta nueva confusión como una oportunidad democrática? Que estemos menos seguros de nuestro equipamiento conceptual puede hacernos más sensibles a las razones de los otros, puede estimular estrategias cooperativas, puede abonar terrenos para el acuerdo y el compromiso. Mi concepción republicana de la democracia me lleva a pensar que la buena política debe estar diseñada para evitar la dominación de unos sobre otros y el vocabulario que se corresponde con esta visión es menos el de las seguridades dogmáticas que el de la conciencia de nuestra ignorancia compartida: límites, garantías, provisionalidad, revisabilidad… Siempre he pensado que somos demócratas a causa de nuestra ignorancia y no porque sepamos mucho. La democracia parte del presupuesto de que no sabemos suficientemente y combatimos colectivamente esa ignorancia con instituciones que permiten tanto el conflicto como la cooperación. Pensemos en lo que diseñaríamos si partiéramos del supuesto contrario: invisibilizaríamos los conflictos y otorgaríamos a la autoridad unas capacidades excesivas.

Salió la palabra conflicto, y es inevitable que un libro como éste se trate el tema del conflicto sobre el modelo de Estado, proyectado sobre el lío en Cataluña. Su apuesta, –si no he interpretado mal– enmarcada en lo que llama una “democracia de negociación”, pasa por llegar a un acuerdo entre los partidos para luego ratificarlo en referéndum. ¿Y qué ocurre cuando los partidos dejan de hacer su trabajo y se muestran incapaces de llegar a ningún tipo de acuerdo? 

La incapacidad de pactar solo se corrige aprendiendo a pactar. Seguramente hace falta que pase un tiempo y que los agentes implicados lleguen a la conclusión de que el otro es irreductible. No estamos aún en ese momento, pero llegará, estoy seguro. Ahora el lenguaje es el de héroes y villanos, de claudicación o victoria, pero los acuerdos en la historia los han llevado a cabo líderes que se habían agotado tras explorar todas las posibilidades de victoria y se asomaban al abismo de la hostilidad permanente. 

Lo que yo planteo en mi libro y a través de intervenciones en los medios de comunicación últimamente es que no renunciemos a la posibilidad de tejer un acuerdo que vaya más allá de la victoria de una mitad contra la otra

El resultado del 21-D mostró a las claras que el conflicto no estaba maduro –en términos de resolución de conflictos–, dado que castigó a aquellos que se mostraban más proclives a intentar algún tipo de acercamiento que rompiera los bloques. No sé si coincidirá conmigo, pero creo que todos sabemos que la solución al debate sobre el modelo territorial de Estado pasa por acuerdos y algún tipo de referéndum que los ratifique. Las dos propuestas que últimamente han hecho Miquel Iceta y Xavi Domenech certifican la derrota de la dinámica de negociación institucional entre los partidos: uno apuesta por un partido de concentración –con todos los partidos–, y el otro por un partido de independientes –sin partidos–. Es como reconocer el fracaso de las dinámicas de negociación del parlamentarismo. 

Me parece haberlas entendido como una propuesta provisional para transitar a otro tiempo diferente, no como soluciones definitivas. Lo que yo planteo en mi libro y a través de intervenciones en los medios de comunicación últimamente es que no renunciemos a la posibilidad de tejer un acuerdo que vaya más allá de la victoria de una mitad contra la otra. Las encuestas nos dicen insistentemente que una gran mayoría de catalanes aceptaría una solución que implicara mayor autogobierno sin unilateralidad. No hago más que oír a ciertos políticos decir que es demasiado tarde para ello en lugar de preguntarse si las estrategias adoptadas lo han hecho más fácil o más difícil. Si el procés se puso en marcha porque la vía de la negociación estaba cerrada, su justificación a posteriori dependería de que hubiera abierto nuevas vías, lo cual no parece el caso. Y en política no hay situaciones absolutas, todo es comparativo: debía haberse tenido en cuenta que un proceso de estas características daría lugar a un interlocutor menos dispuesto al compromiso y todos los puentes de la confianza destrozados. 

Es posible que esta asunción de la incapacidad sea una muestra más de los límites, cada vez más visibles, de la democracia liberal, que necesita de mecanismos de refuerzo de sus procesos de tomas de decisiones y de rendición de cuentas. Es decir, necesitamos una nueva cracia capaz de gestionar el actual demos. Un demos que, según explica, es “una realidad reflexiva, discutible, revisable y abierta”. Desde luego, hará falta mucha innovación, pero, ¿alguna pista?

Sí, dos pistas: fijémonos menos en las propiedades individuales de los actores de la democracia y no nos empeñemos tanto en moralizar los asuntos políticos. Si evitamos lo primero seremos capaces de entender que la democracia es un sistema de organización de la vida colectiva y no la agregación de propiedades individuales, que lo más importante es que nuestras reglas, instituciones y protocolos sean inteligentes y no tanto que pongamos a los más listos a gobernar (en el supuesto de que la identificación de estos fuera posible). Mi reserva contra la moralización de la política tiene que ver con mi convicción de que detrás de la mayor parte de nuestros fracasos sociales hay un error cognitivo, una falta de inteligencia colectiva. La perspectiva individualista y la perspectiva moralista son totalmente inapropiadas para entender y gestionar asuntos complejos, donde lo decisivo es la interacción entre los elementos y la capacidad estratégica de la política. Lo que hoy tenemos es más bien un conjunto agitado de agentes individuales obsesionados por el corto plazo  cuya interacción no produce nada realmente transformador y, en el peor de los casos, da lugar a situaciones que no pueden calificarse más que como de estupidez colectiva.

En sus últimos trabajos has ido esbozando líneas de fuga que ayudan a profundizar en democracia, con un optimismo militante. En estos momentos, y asumido que la perplejidad conduce a la parálisis (y a la melancolía), ¿cómo superar el estado de perplejidad? 

Soy optimista por defecto y no por virtud. No dispongo de las seguridades que habría que tener para decretar el final de la historia, la imposibilidad de nuevos caminos y alternativas. Lo siento… 

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Autora >

Cristina Monge

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