Tribuna
Populismo punitivo: odiar al delincuente, ganar apoyos
El dificilísimo acto de juzgar a alguien por un delito debe estar guiado por una serie de principios y virtudes que son de difícil acceso para las víctimas, justamente por haber tenido la desgracia de serlo
Javier Cigüela Sola 11/04/2018

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La víctima ha tenido siempre un papel problemático en el imaginario penal: una sucesión de terribles crímenes y el debate sobre la prisión permanente revisable lo está poniendo de nuevo de manifiesto. Ese carácter problemático es muy poco comprensible a ojos de buena parte de la sociedad, esa que levanta su voz pidiendo mayor severidad en las penas cada vez que una víctima asoma las crónicas amarillas de telediarios y programas maratonianos dedicados a desentrañar la monstruosidad de los acusados. Ya saben: mirada fría, actitud distante, pasado oscuro, sospechas previas, y en el extremo los típicos estigmas como la homosexualidad (¿se acuerdan de Dolores Vázquez?) o la extranjería del sospechoso convertido súbitamente en pre-culpable. Esa voz es cada vez más numerosa, o se esconde menos: según las encuestas, un 80 % de los españoles apoya la prisión permanente revisable, mientras que más de la mitad contemplaría la posibilidad de la pena de muerte para los delitos graves. Y claman: ¿Cómo puede respetarse tan poco a las víctimas? ¿Se atreverían a pedir la derogación de la prisión permanente revisable esos políticos, mirando a los ojos a los padres de los niños asesinados, a los hijos de las mujeres maltratadas? ¿Por qué pintamos tan poco las víctimas? Como sucede con toda pregunta compleja, la respuesta no puede resultar fácil.
En el derecho penal moderno (se entiende por tal el posterior a la Ilustración y concretamente a la obra cumbre De los delitos y las penas, de Cesare Beccaría), el papel de la víctima en el castigo penal ha sido siempre marginal: si el proceso penal se explicase como un teatro social en el que se reparten determinados papeles, a la víctima desde luego le ha tocado uno muy secundario, muy por detrás del Estado que enjuicia y castiga y del acusado que ejerce como sujeto pasivo. Ahora bien, ¿ha sido esto siempre así?, ¿tuvo en la historia de la penalidad la víctima algún papel más relevante? A simple vista uno tendería a pensar que sí, que antes de la llegada del derecho penal ilustrado la víctima tenía un papel central, precisamente porque lo que aquel vino a borrar del mapa, el castigo como venganza, constituye justamente aquello que reclaman hoy esas voces aparentemente mayoritarias: restaurar el equilibrio roto por el delincuente, hacerle pagar con la misma moneda, “ojo por ojo, diente por diente”, sufrimiento por sufrimiento, en fin, toda la catarata de argumentos que corren estos días por Twitter, WhatsApp y el resto de hogueras digitales en las que vivimos envueltos. Sin embargo, he dicho a simple vista porque pensar que era la víctima la protegida por los castigos tribales descritos por Levi-Strauss en Tristes Trópicos o por las ordalías y las prácticas inquisitoriales medievales es tan sólo una ilusión. El concepto mismo de víctima como individuo dañado por el delito es un concepto individualista y por tanto moderno, y lo que protegían las tribus al castigar al desviado o los inquisidores al castigar al hereje era a la propia tribu y a Dios respectivamente. A la víctima le correspondía, también entonces, un papel secundario, a lo sumo el de acusación o testigo de un delito cuya espada se dirigía contra ese gran Otro colectivo o divino. Que viese saciada su sed individual de venganza era, ya entonces, tan sólo una feliz coincidencia.
Pero volvamos al presente: ¿qué justifica hoy el papel marginal de la víctima en el proceso, que no se le escuche, que no pueda, como en Estados Unidos, decirle unas palabras al acusado antes de que se dicte contra él la sentencia, obligarle a enfrentarse al dolor de su propio crimen? ¿Por qué los jueces hablan en nombre del Estado y no en el suyo? ¿Por qué tantos catedráticos de derecho penal se ven legitimados para firmar contra la prisión permanente revisable y nadie se extraña, y en cambio se califica de “agrio espectáculo” que las víctimas acudan al Congreso para presionar a quienes se oponen a la medida? De nuevo: ¿por qué las víctimas no tenemos voz en el proceso penal? La respuesta de manual, esa que estudiamos todos los que pasamos algún día por las facultades de derecho, puede no ser convincente, pero no es otra que la siguiente: el dificilísimo acto de juzgar a alguien por un delito debe estar guiado por una serie de principios y virtudes que son de difícil acceso para las víctimas, justamente por haber tenido la desgracia de serlo. Si un juicio requiere una aproximación racional, la víctima se encuentra en una situación sumamente emocional; si requiere ver al delincuente como persona y con-ciudadano, la víctima fácil y comprensiblemente la verá con enemistad; si el castigo requiere comprender el acto delictivo en toda su complejidad social, familiar y contextual, la víctima lo verá como un acto de pura maldad; si el juicio requiere distancia y mesura, la víctima responderá impulsiva y espontáneamente; si requiere justicia, la víctima muy posiblemente clamará venganza.
Que la perspectiva de la víctima sea del todo comprensible y legítima no implica que sea la que tenga que presidir el proceso penal. Por otra parte, no todas las víctimas adoptan tal postura, y la historia está llena de casos de víctimas heroicas que han estrechado la mano de su verdugo y le han perdonado: su heroicidad radica entre otras cosas en que su caso no es la norma. En todo ello radica, eso sí, la profunda paradoja en que está inscrito el castigo penal: quien más afectado se ve materialmente por el delito, menos capacidad tiene para verlo en toda su complejidad social y personal, y por ello menos ponderado será a la hora de decidir lo que es justo, si es que todavía se trata de eso y no de una involución a la venganza.
Ahora bien, la historia de la desaparición de la víctima no es una historia lineal y definitiva: en la actualidad estamos asistiendo a uno de sus recurrentes regresos, siempre coincidentes con momentos de fuerte polarización social. Su fulgurante presencia en el debate político acerca de la prisión permanente revisable y del intento de extender sus efectos, el modo en que se apropian políticamente de su voz y su dolor, en que les otorgan espacio parlamentario y televisivo como portavoces de quienes sufren distintas lacras (machismo, infanticidio, xenofobia, crueldad, monstruosidad), toda esa nueva hegemonía simbólica: ¿implica que por fin la víctima va a obtener el reconocimiento que se le debe?, ¿implica acaso que el Estado va a dejar de postularse como víctima principal, para compartir su rol con las víctimas de carne y hueso? Me temo que no. La víctima que está incorporándose al debate penal es aquella que ha descrito brillantemente Daniele Giglioli en su ensayo Crítica de la víctima, y no coincide con las víctimas reales, sino con aquél espectro mitológico que es instrumentalizado por quienes se apropian de su voz y su dolor para ganar ventaja en la lucha política o mediática.
Es la Víctima, en mayúscula, la que ocupa ahora el lugar de la Tribu y la Deidad, a la hora de excluir determinadas posibilidades del debate público, a la hora de censurar al adversario, de pre-establecer lo debatible: “¿Cómo podéis debatir acerca de mi dolor, de mi inocencia, de mis prerrogativas? Yo soy irrebatible, estoy por encima de toda crítica, soy dueño y señor de vuestra mirada y vuestras palabras. No tenéis derecho a cualquier tipo de enunciados; sólo a los que me son favorables, so pena de degradaros en verdugos”, pone Giglioli en boca de quienes hablan en nombre de la Víctima, palabras muy similares a las que escuchamos en el Congreso el otro día, y a las que leemos en las redes diariamente. Los trolls de internet que hablan en nombre de las víctimas no son las víctimas, simplemente se apropian de su estatus para polarizar la discusión: “o conmigo, o contra las víctimas”, según explicó Soto Ivars en Arden las redes. Los líderes políticos que hacen lo propio tampoco sonlas víctimas, sólo se apropian del tabú y de su intangibilidad: “no osarás cuestionar a la víctima”, “o conmigo, o con los delincuentes”. Si el populismo punitivo se manifiesta de muchos modos, en la actualidad su forma predilecta es la del mito de la Víctima, la reapropiación de la voz de quienes nunca la tuvieron en el teatro penal por parte de quienes la arrojan como arma en la batalla política o cultural, una voz que al transferirse suena distorsionada, devaluada, cínica en boca de esos falsos vicarios, y por tanto sujeta a una nueva victimización (¡cuántas van ya!).
“La mitología de la víctima –concluye Giglioli– resta fuerza al más débil y la pone en manos equivocadas. Criticarla significa redistribuir las cartas”. Separar a las víctimas reales de la mitología que explota política o mediáticamente su dolor es el primer paso para superar el populismo punitivo que inunda los parlamentos políticos y virtuales, la emotividad y el odio cegadores que irradian y la proliferación de monstruos que surgen como setas a su paso; confundirlas supone una sentencia de muerte social para las auténticas víctimas, pues nos arroja de nuevo a la ilusión de que están, cuando en realidad siguen desaparecidas. La madre de Gabriel dijo, tras la muerte de su hijo, “que nadie retuitee cosas de rabia, porque ese no era mi hijo y esa no soy”: “ese no era mi hijo y esa no soy yo”, creo que no hay forma mejor de decirlo.
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Javier Cigüela Sola es Doctor europeo en Derecho penal por la Universidad Pompeu Fabra (Barcelona).
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