Tendría que pensarlo
Monstruos
Bárbara Arena 12/04/2018
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La peor parte de mí –esa que, con ojo juzgón, se observa desde fuera y, de vez en cuando, se valora con cierta benevolencia (causándome tremendo azoro, pues es más fácil asumir la vanidad que oculta una autocrítica feroz que la que luce la autocomplacencia)– gusta de considerarse un ser humano sofisticado. Sofisticado no en el sentido de elegante, claro está; sofisticado en el sentido de avanzado, de complejo, de sutil. Cierto es que no soy capaz de cocer un arroz sin que se me pase, pero aprecio el arte, leo a novelistas rusos, veo películas de las chungas e integro mi neurosis en una narrativa que cuadra: por supuestísimo, mis dificultades para amar no son otra cosa que una manifestación de esa especial sensibilidad (¡JA!). Busco explicaciones racionales. De hecho: las necesito. Si no las consigo, me aturdo. Solía burlarme de mi madre, que vive sometida a un número incontable de supersticiones y profesa una fe ciega a un dios cuya existencia no puede probar, o de mi amiga Ana, cuyo pánico a los aviones obliga a su familia a hacer todo tipo de maniobras cuando necesitan trasladarse. Yo, tan íntimamente satisfecha con mi propia intelectualidad, padezco, sin embargo, un miedo atroz, un pánico visceral, a algo tan sencillo como acudir al ginecólogo.
El año pasado me sorprendió un librito que recomiendo, aunque aviso de que su lectura no es un trance agradable. Se llama Clavícula y, en sus páginas, Marta Sanz hace un ejercicio de disección de la hipocondría que sufre. Me figuro que, para alguien tan aparentemente cerebral, el tipo de obsesión de la que habla (asfixiante, cruel) ha de resultar una fuente de constante humillación. Entiendo que este recuento de locuras es su intento de fijar lo inasible, de controlar aquello que se le escapa entre los dedos. Cuando yo pierdo las riendas de mis marañas, utilizo las palabras para cercarlas en un marco conocido: ofreciéndome mi propia explicación racional, recupero algo del orgullo perdido.
Veamos: ¿qué puede darme miedo de acudir al ginecólogo? La respuesta más obvia es que a lo que temo no es al ginecólogo sino a la muerte; que prefiero la negación a la posibilidad de un mal diagnóstico. No soy la única: justo ayer regañaba a mi padre porque, a medida que pasan los años, muestra una reticencia mayor a citarse con algunos doctores, precisamente porque las probabilidades de que detecten en él algo dañino han aumentado. No importa que uno charle con indiferencia sobre el suicidio o muestre un desapego casi literario por la vida; en cuanto la amenaza del no ser nunca más cobra una forma real, todos nos aferramos a esta mierda con uñas y dientes. En cualquier caso, la visita al ginecólogo está dotada de connotaciones particulares: pocas situaciones se me ocurren más sujetas al entramado de problemáticas que acarrea la experiencia de ser mujer: embarazo, maternidad, esterilidad, desarrollo de la sexualidad, zonas íntimas, tabús, enfermedades de transmisión sexual, contacto físico, cuerpo desnudo, camilla, mujer frente a figura de autoridad (frecuentemente hombre)…
En mi foto favorita, una chica pálida despliega su desnudez –su rostro despreocupado y sonriente– en un agua turquesa. Envidio su libertad: se nota que se olvida de sí misma, ajena a la mirada que examina y aniquila (mirada que su pasotismo condena a la desaparición). Cuando cumplí los trece años, el cuerpo me cambió, trazándose una línea a partir de la cual nada volvería a ser como antes. En el antes habitaba en la inconsciencia; en el después, cada centímetro de piel iría indisolublemente unido a la perpetua vigilancia. Supongo que no estaba preparada para que mi cuerpo se convirtiera en carne; carne susceptible de ser impúdicamente observada y deseada. Además, estúpida de mí, yo había interiorizado la idea patriarcal de que entregándome perdería algo de mi valor intrínseco, así que dediqué mi adolescencia a oponer resistencia a esa red erótica que, de repente, se tejía desde mis poros. Rehuir la intimidad con el hombre (el hombre cuya mirada ocupaba todo) se convirtió en mi objetivo prioritario; una cuestión de supervivencia en el que me dejé gran parte de mi juventud. Creo que, sin querer, aún imagino la visita al ginecólogo como una reproducción (arquetípica, burda, teatral) de los encuentros que, con una especie de trauma anticipado, me esforcé en eludir. Él y yo en un cuarto cerrado. Contacto físico (el mismo que tanta angustia me generaba, pues en el roce se materializaba el conflicto). Su bata blanca versus mi cuerpo desnudo. Yo tumbada en una camilla (vulnerable, indefensa, expuesta).
Por otro lado, y dado que el ideal femenino es a menudo contradictorio, mi incapacidad para llevar una vida sexual sana y normal me hacía sentir mujer fallida. Las compañeras que me rodeaban podían; yo no. La sombra de la frigidez (imperdonable tara) se cernía sobre mí. Lo cierto es que no recuerdo un momento de mi vida en el que no me haya sentido mujer fallida (como si hubiese sólo un tipo de mujer posible; un tipo de mujer con el que, desde luego, no me identifico). Todavía hoy me intimidan las hermanas a las que percibo dueñas de sí mismas; mujeres coquetas y sensuales que miran las revistas en las peluquerías, que se van de compras, que comentan sus citas y que, juraría, están cómodas en su piel. Seguro que esas mujeres albergan un sinfín de inseguridades (el patriarcado es lo que tiene, que nos fastidia a todas), pero, aunque ya hace tiempo que he superado los obstáculos que acabo de contar, queda una huella que me excluye. La visita al ginecólogo implica preguntas; en algún rincón de mi cerebro, el ginecólogo aparece como una figura inquisitiva encargada de juzgarme apta o no.
Sé que estos son sólo mis monstruos y que los monstruos no existen. Hay ginecólogos y ginecólogas, puedo escoger a una mujer, se sobreentiende que todos son profesionales y que la consulta es un espacio seguro. Soy una mujer adulta, sexual y fértil. Si no lo fuera, daría igual. Tengo estrías y celulitis. No hay mujeres más mujeres que otras, por mucho que se hayan empeñado en convencernos de lo contrario. Mi cuerpo no es un lugar sagrado, mis anomalías entran dentro del espectro de lo que supone ser humano. Lo comprendo. Es de suma importancia que vaya al ginecólogo, que desmitifique la femineidad y normalice, mediante el verbo, lo natural. Debo ir al ginecólogo. Voy a ir al ginecólogo. Prometido.
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Bárbara Arena
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