Análisis
No hay economía sin colaboración y no todas son solidarias
Para evitar la explotación hay que democratizar las plataformas digitales en las que una sola compañía controla todo
Santiago Álvarez Cantalapiedra 9/05/2018
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¿Quién, a estas alturas, no ha oído hablar de las grandes plataformas de la economía colaborativa? ¿Quién no está al corriente de las cuantiosas inversiones y de las agresivas estrategias que llevan a cabo corporaciones dedicadas al transporte como Uber, Cabify, Blablacar o Amovens? ¿Cuántas Apps de hospedaje y alojamiento conoce para su móvil (Airbnb, HomeAway, Flipkey, Homestay, Windu, Housetrip o, tal vez, Kindandcoe, dado que aún viaja con niños pequeños)? ¿Quién no ha utilizado o conoce a un usuario de alguno de los servicios de carsharing que tanto han proliferado en las grandes ciudades gracias a compañías como Car2go (Mercedes-Benz), Emov (Eysa y PSA), Zity (Renault y Ferrovial) o Wible (una joint venture recientemente constituida por Kia y Repsol que ofrecerá sus servicios próximamente en Madrid)? ¿Quién no ha visto a los repartidores (riders) de Deliveroo o Glovo? ¿A quién no le suena las polémicas judiciales de Uber y Deliveroo?
La economía colaborativa gozó en sus inicios de una aceptación casi unánime. No le resultó difícil. Contaba con la ventaja de la novedad y la apariencia innovadora asociada al empleo de unas tecnologías de la información que prometían ampliar de manera inusitada las capacidades de interacción entre las personas. Pero, sobre todo, ha contado con la ayuda inestimable de un potente discurso empeñado en convencernos de que nos encontramos ante una economía cargada de valores: la cooperación y la disposición a compartir recursos, tiempos y habilidades constituyen las piezas clave en un funcionamiento alternativo que nos va a permitir compatibilizar la igualdad con el fortalecimiento de la comunidad y el logro de la sostenibilidad.
Al amparo de un discurso mistificador
En lo que respecta a la igualdad, la misma lectura idealizada que acompañó al nacimiento de internet se manifiesta ahora con la economía colaborativa. Si entonces se hablaba de una arquitectura descentralizada y abierta que llevaría inevitablemente a una descentralización del poder y a una mayor horizontalidad en las relaciones, hoy la economía colaborativa se presenta como la avanzadilla de una nueva etapa en que la importancia de lo digital en la estructuración de las relaciones –propiciada a través de redes de iguales (P2P)– contribuye a alimentar la idea de un nuevo modelo de gobierno de la economía más desconcentrado y paritario. Al tiempo que representa esa promesa de paridad, ofrece también la oportunidad de humanizar nuestros intercambios en comparación con la frialdad y el anonimato acostumbrados en las transacciones convencionales. La comunidad ya no tiene por qué perecer ahogada en las gélidas aguas del cálculo mercantil. Por el contrario, se ofrece como valor añadido. Se acabaron nuestras transacciones con corporaciones impersonales: nosotros mismos podemos propiciarlas a través de una conexión a internet y una aplicación en el móvil. ¿Quién primará la frialdad de una habitación de hotel cuando puede entrar en relación directa con personas que, además de alojamiento, ofrecen hogar y la calidez de una acogida?
Ni que decir tiene que las promesas se agradan ante el desafío de la sostenibilidad ecológica-ambiental. Por un lado, porque la economía colaborativa permite la utilización más eficiente de los recursos; por otro, porque estaría atenuando las pulsiones consumistas en la sociedad. Un criterio ineludible para incorporar una actividad en el campo de la economía colaborativa es que ofrezca recursos temporalmente ociosos o infrautilizados. Por ejemplo: aportar un coche que permanece el 99% de su vida útil parado en un garaje o las plazas sobrantes del vehículo en un viaje que en caso contrario realizaríamos igualmente pero en solitario. Las plataformas digitales permiten introducir y poner en circulación estos bienes que no se usan. La utilización más eficiente de los recursos disponibles agranda la oferta y permite la disminución de los precios, por lo que la economía colaborativa consigue supuestamente la cuadratura del círculo al propiciar unos servicios a un buen precio al tiempo que contribuye a preservar la naturaleza. Pero su contribución al medioambiente va un poco más allá, pues incorpora también una tendencia anticonsumista derivada de la promesa del acceso a un bien. ¿Por qué porfiar, como un burgués, por la propiedad de un bien cuando basta y sobra con el acceso que nos permite disfrutarlo aunque no lo poseamos? La utilización frente a la posesión supone una remisión directa hacia la primacía del valor de uso frente al de cambio. Aparentemente se estaría logrando combatir al mismo tiempo el derroche asociado a la infrautilización de los bienes y la tendencia capitalista a convertirlos en mercancías.
La cruda realidad
El refranero castellano es rico en piezas que expresan escepticismo: «del dicho al hecho hay mucho trecho», «no es oro todo lo que reluce, ni harina todo lo que blanquea», y así un largo etcétera de jarros de agua fría para espíritus ingenuos, aunque bienintencionados, que se dejan embaucar ante el primer canto de sirena que encuentran a su paso.
Para contrastar un discurso con la realidad resulta útil empezar por analizar el contexto. El cuándo y el dónde resultan inevitables. ¿Cuándo despunta eso que identificamos como economía colaborativa? ¿En qué marco se desarrolla?
La colaboración está bien vista, connota ideales y principios. Tal vez radique en ello parte del éxito que el discurso hegemónico en torno a la economía colaborativa ha cosechado entre los sectores progres de la sociedad
Antes de contestar a estas preguntas, es obligado un apunte previo. La colaboración está bien vista, connota ideales y principios (cooperación, compromiso, altruismo, reciprocidad, etc.). Tal vez radique en ello parte del éxito que el discurso hegemónico en torno a la economía colaborativa ha cosechado entre los sectores progres de la sociedad. Sin embargo, conviene aclarar algo al respecto. Sin duda la colaboración ha sido –según nos dicen historiadores y antropólogos– un recurso estratégico en el avance y la evolución humana como especie. Sin embargo, eso no nos debe hacer olvidar lo siguiente:
Cooperación suena muy altruista, si bien no siempre es voluntaria y rara vez es igualitaria. La mayoría de las redes de cooperación humana se han organizado para la opresión y la explotación. Los campesinos pagaban las redes de cooperación iniciales con sus preciosos excedentes de alimentos, y se desesperaban cuando el recaudador de impuestos eliminaba todo un año de arduo trabajo con un simple movimiento de su pluma imperial. Los famosos anfiteatros romanos solían ser construidos por esclavos, para que los romanos ricos y ociosos pudieran contemplar a otros esclavos enzarzarse en terribles combates de gladiadores. Incluso las prisiones y los campos de concentración son redes de cooperación, y pueden funcionar únicamente porque miles de extraños consiguen coordinar de alguna manera sus acciones.[1]
La colaboración, por tanto, puede ser formal o informal, voluntaria u obligada, y sus efectos pueden ser destructivos tanto para los que la practican como para otros. Cuando más compleja es una sociedad, mayores son los grados de colaboración exigidos. En el capitalismo –y así entramos ya en el análisis del contexto– la cooperación se convierte en un asunto crucial, pues la producción se socializa dejando de ser el resultado de un acto individual, adquiriendo un carácter eminentemente social. Este proceso de socialización de la producción se encuentra asentado en una división del trabajo que pone en juego un conjunto de relaciones entre personas, grupos y clases sociales, y se ha visto favorecido históricamente por sucesivas olas de innovaciones en diferentes ámbitos (en el jurídico, en el organizativo, en el financiero y en el tecnológico).
Las prácticas y actividades englobadas en la economía colaborativa son el resultado de las oleadas de innovación de los últimos años. La lectura idealizada que se ha hecho de ella habla de una legión de emprendedores que transforman la economía a golpe de start ups y plataformas que surgen de los avances en las tecnologías digitales. En el modelo de organización del trabajo la supuesta innovación consiste en que no haya empleados, pues al trabajador se le hace aparecer como contratista independiente e, incluso, como microempresario que pone su tiempo y sus medios de trabajo (el coche, la bici, una habitación, etc.) en una economía que no consiste más que en arrendar y prestar servicios bajo demanda. No es otra cosa lo que aporta la ascendente y pujante economía colaborativa. Lo señala con claridad en este mismo número Tom Slee:
La economía colaborativa no es una historia de alternativas basadas en la comunidad; es la historia de fondos de capital riesgo de influyentes y poderosos intereses financieros que extienden el mercado libre desregulado a áreas de nuestras vidas que antes estaban protegidas.[2]
Hija del neoliberalismo y de la Gran Recesión
Dos rasgos clarifican la naturaleza de la economía colaborativa. El primero, la continuidad con las prácticas neoliberales y, el segundo, su ascenso coincidiendo con la Gran Recesión.[3]
Continuidad en la medida en que se convierte en una nueva vía para externalizar trabajo, costes y riesgos en máxima coherencia con un proceso que ha estado presente en toda la larga noche neoliberal. Pero ahora se da una vuelta de tuerca más: la externalización que sigue la modalidad de subcontratar ciertas tareas a otras empresas (outsourcing) se ensancha ahora con una forma de externalización más masiva (crowdsourcing), donde prácticamente la totalidad de la prestación del servicio se deja a cargo de una multitud de agentes vinculados a una plataforma digital.[4]
Además, si se observa bien, la economía colaborativa ha brindado a las empresas propietarias de las plataformas una doble oportunidad: por un lado, abrir nuevas perspectivas de negocio en ocupaciones difícilmente deslocalizables (como el alojamiento turístico o el transporte dentro de una ciudad), y por otro, incorporar a un mercado apenas regulado áreas de la vida de las personas que antes se resolvían con favores y apoyos de familiares y conocidos (pasear la mascota, llevar la comida al domicilio, limpiar los cristales o arreglar una pequeña avería doméstica o informática con un ‘chapuzas’).
Las plataformas digitales despuntan con la Gran Recesión al ofrecer un servicio barato a un consumidor castigado por la crisis y brindar oportunidades de ingresos en un contexto en el que el desempleo se dispara y los salarios se devalúan como consecuencia de las políticas de ajuste. En esto radica parte de su éxito. Sin embargo, su desarrollo está teniendo fuertes implicaciones sociales, principalmente sobre la desigualdad y la precarización.
El capitalismo de plataforma también está contribuyendo a agudizar la precarización laboral, generando empleo sin derechos y sin capacidad de negociación colectiva en perfecta continuidad con los esfuerzos neoliberales de las últimas décadas
La desigualdad más evidente es la que se manifiesta entre los propietarios de la plataforma y los usuarios. Es una desigualdad de riqueza y de poder. A través de las aplicaciones se comparte todo excepto la propiedad de las estructuras que hacen posible el intercambio entre los usuarios. La herramienta lo descentraliza todo excepto el control de la propia red compartida. Los dueños de las plataformas digitales concentran poder al tiempo que amasan fortunas. Por otro lado, la suerte de las personas que proporcionan sus servicios en las plataformas de software es enormemente dispar. Aquí es perceptible una segunda tipología de desigualdad en función de si se participa como propietario de un activo o como trabajador prestador de un servicio. Los que ofrecen un activo (la casa propia cuando no se está o una vivienda adquirida para alquilar) salen mejor parados que aquellos que ofrecen básicamente su fuerza de trabajo (un repartidor de Deliveroo, por ejemplo). En otras palabras, las plataformas tratan mejor a sus proveedores cuando son propietarios que cuando sólo pueden ofrecerse como trabajadores para prestar un servicio bajo demanda. Finalmente, se genera un tercer tipo de desigualdad que surge del hecho de que no sólo se distribuyen desigualmente los ingresos sino también los costes (incluidos los sociales y ambientales). Ahí los principales afectados son las personas que sin participar en la transacción soportan, sin embargo, los efectos que de ella se desprenden (los vecinos, por ejemplo, de las zonas colonizadas por los alojamientos turísticos de Airbnb que se ven afectados por las subidas de los precios, los ruidos o los cambios en la estructura del comercio de su barrio).
El capitalismo de plataforma también está contribuyendo a agudizar la precarización laboral, generando empleo sin derechos y sin capacidad de negociación colectiva en perfecta continuidad con los esfuerzos neoliberales de las últimas décadas. Según Guy Standing, la irrupción en los últimos años de las economías de plataforma marcará la realidad laboral de la próxima década:
La informalización se está hoy generalizando por medio de relaciones laborales indirectas en la ‘economía del conserje’ (todo por encargo y de inmediato), el crowd labour (trabajo mediante transacciones digitales sin relación laboral) y ‘contratos de disponibilidad’ (on-call contracts). En la próxima década, la mayoría de las transacciones laborales pueden ser de este género, y serán ubicuos los mediadores laborales y las aplicaciones.[5]
La alternativa está en la economía solidaria
Los mercados de trueque, los bancos de tiempo, las iniciativas que comparten herramientas de trabajo o parcelas de tierra para plantar huertos comunitarios, los bosques y pastos de aprovechamiento común, los trabajos y las tareas comunitarias, las cesiones temporales de bienes, los consumos compartidos, los favores, etc., han estado siempre presentes en la comunidad como expresión de la amistad y de los vínculos familiares y vecinales existentes entre sus miembros. La economía solidaria no sólo los ha visibilizado, también los ha situado en el corazón de las prácticas que impulsa en su búsqueda de una economía diferente a la actual.
Con el desarrollo de las nuevas tecnologías de la información, el crowdfunding ha permitido financiar proyectos que se encontraban excluidos de los canales convencionales de crédito, las plataformas de alojamiento gratuito han ofrecido a sus usuarios intercambios de hospitalidad y los espacios de coworking han facilitado el desarrollo de diferentes proyectos sobre la base de unos recursos compartidos. El software libre y el movimiento por un código abierto (open source), el sistema operativo Linux, las licencias Creative Commons, las wiki o páginas web cuyos contenidos pueden ser editados por múltiples usuarios, junto a muchas otras iniciativas colaborativas, apuntan hacia formas nuevas de producción preocupadas por la economía de lo común.
Hablar de economía solidaria es hablar de la cooperación en la búsqueda del bien común. Este impulso ha estado siempre presente en la historia del capitalismo de forma dialéctica: frente al individualismo competitivo que sólo busca el interés propio, la economía solidaria defiende la cooperación en pro de lo común como alternativa. Implica otras motivaciones, propósitos y reglas de funcionamiento. No le basta con nuevos aportes tecnológicos si no van acompañados de transformaciones profundas en las estructuras de poder empresarial y en las relaciones sociales, es decir, en la propiedad y en los modelos de gobernanza de la economía. Aquí se encuentra la clave de todo. La producción capitalista es una actividad en común que no se decide en común, que genera un producto social que es apropiado privadamente. Las experiencias de la economía solidaria representan procesos de reapropiación de la actividad que se genera socialmente. Afirma que todas las personas trabajamos (con independencia de si tenemos o no un empleo remunerado), pero que son sólo unas pocas las que controlan y jerarquizan esa actividad que reproduce la existencia social (los inversores, directivos y propietarios, en el ámbito del mercado capitalista; y todos los varones en general en el ámbito reproductivo dominado por el patriarcado). Si deseamos que los dispositivos y redes que facilitan la colaboración no se conviertan en herramientas de opresión y explotación hay que democratizar las plataformas digitales en las que una sola compañía posee y controla todo. La tecnología por sí sola no es más que la herramienta.
[1] Y. N. Harari, Sapiens, Debate, Barcelona, 2016, pp. 123-124.
[2] T. Slee, «Auge y caída de la economía colaborativa», PAPELES de relaciones ecosociales y cambio global Nº 141, 2018, p. 80
[3] No olvidemos que las empresas más emblemáticas de este modelo de economía nacen una vez desatada la última gran crisis: Airbnb fue creada en agosto del 2008 y Uber en marzo del 2009, ambas en la ciudad de San Francisco.
[4] El aporte tecnológico no convierte a este modelo en una economía disruptiva, como tantas veces se ha dicho, sino que acentúa algunos rasgos de la existente. Las plataformas y aplicaciones informáticas muestran –a través de su capacidad para incrementar la tasa de explotación de la fuerza de trabajo– algo que en medio del glamour innovador se suele obviar con demasiada facilidad: 1) que las fuerzas productivas son de y para el capital, y que, por consiguiente, su desarrollo se orienta según la expectativa de ganancia; 2) que el destino de cualquier máquina bajo el capitalismo es el de extraer la mayor cantidad de plustrabajo para poder responder a la expectativa anterior.
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Santiago Álvarez Cantalapiedra. Doctor en Ciencias Económicas, director de FUHEM y de la revista PAPELES, cuyo último número analiza la economía colaborativa.
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Santiago Álvarez Cantalapiedra
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