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TRIBUNA

SOS: demócratas temerosos de las urnas

Necesitamos volver a creer que esas urnas que tantas vidas costó recuperar, no se van a llenar de más odio, miedo y pobreza. Y no será posible sin medios de comunicación potentes, independientes y profesionales

Patricia Simón 11/07/2018

Malagón

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Primero fueron los resultados de las elecciones que siguieron a la esperanza que despertaron las primaveras árabes. Después, el auge de los partidos xenófobos en Europa. Al poco tiempo, el triunfo de los ultras neoliberales Mauricio Macri y Sebastián Piñera en Argentina y Chile, en 2015 y 2018, respectivamente. En medio, la temida victoria de Trump en Estados Unidos. Y en Colombia, hace apenas dos semanas, la de Iván Duque, delfín del principal opositor al proceso de paz, el expresidente Álvaro Uribe Vélez, que arrastra más de 150 investigaciones por sus presuntos vínculos con el paramilitarismo, la corrupción y los asesinatos de testigos de estos procesos. Y esto en un vistazo rápido y sin mirar a los otros continentes.

En la última década, los demócratas que, con todas sus limitaciones, seguíamos viviendo cada elección como una oportunidad para remar hacia la justicia social, la fraternidad y la igualdad, nos hemos ido acostumbrando a temer sus resultados, a constatar que mayorías sociales pueden votar directamente en contra de sus intereses. Y es más, refrendar a aquellos que a todas luces les han robado, empobrecido, mentido en sus caras y ninguneado despectivamente. “¡Que les jodan!”, gritó en 2012 en el Congreso, como celebración de los recortes a las ayudas para los desempleados, la diputada Andrea Fabra, hija del condenado por fraude fiscal y líder del PP, Carlos Fabra. Y nos jodieron seis años más al frente del gobierno, periodo al final del cual el temor de su sucesión era aún peor: Ciudadanos, un partido que defiende las posturas más neoliberales del Partido Popular y, por tanto, más perjudiciales para la mayoría social de este país –privatización de la sanidad y la educación; supresión, aún más, de derechos laborales, reducción de la protección social, endurecimiento de las políticas racistas y clasistas migratorias, legalización de los vientres de alquiler...  

¿qué puede llevar a la mayoría de los votantes de un país como Colombia a decantarse por el uribismo, que con la alianza que estableció entre el paramilitarismo y el Ejército provocó la muerte de más de 20.000 personas?

Las fallas del modelo democrático vigente son conocidas desde su fundación y la desorientación ideológica de la izquierda y de la socialdemocracia tras la caída del Muro de Berlín se han analizado hasta la saciedad. Pero, más allá de la fragmentación, las luchas internas y la falta de una modelo socio-económico claramente definido por parte de las izquierdas, ¿qué puede llevar a la mayoría de los votantes de un país como Colombia a decantarse por el uribismo, que con la alianza que estableció entre el paramilitarismo y el Ejército provocó la muerte de más de 20.000 personas; que arrebató a cinco millones sus hogares y tierras; que convirtió a sindicalistas, activistas y periodistas en objetivo militar por ser “traficantes de derechos humano”, como les llamó Uribe? ¿Qué puede convencer a una parte importante de los habitantes de países prósperos como Austria, Italia, Francia, Holanda, Hungría o Polonia –con todas sus peculiaridades, crisis internas y dificultades– que personas que huyen de la muerte o que buscan mejorar sus expectativas son sus enemigos, seres desechables, subhumanos? ¿Qué puede llevar a un español trabajador de la construcción, que ha pasado buena parte de esta década que llevamos de crisis, desempleado, a percibir a Ciudadanos como un partido que va a trabajar para mejorar sus condiciones de vida cuando todo lo que defiende va dirigido a empobrecerle aún más?

Resulta comprensible que en un momento histórico de tan profundos y acelerados cambios, de problemas complejos y globales para los que no hay una respuesta clara y compartida, y de un agravamiento de las desigualdades, haya una parte de la población que se refugie en la melancólica idealización del pasado, el miedo atávico al ‘otro’ y a lo desconocido, y se repliegue en nacionalismos, fobias y oscurantismos.

Sin embargo, no siendo la única causa, ninguno de estos desconcertantes resultados electorales habría sido posible sin unos medios de comunicación masivos que se esfuerzan diariamente por legitimar, propagar y convencer de que las únicas propuestas ideológicas válidas y posibles son aquellas que sostienen una concepción de la vida basada en el odio, el miedo, el expolio, la desigualdad y la violencia como respuesta a los cambios, la diversidad y la pluralidad. Medios que en muchos casos subsisten gracias, no ya a la venta de ejemplares o anuncios, sino a la financiación que les asegura el opaco reparto de la publicidad institucional, mientras hacen proselitismo de valores contrarios no sólo a los derechos humanos, sino a la propia Constitución española. Paradigmáticas en este sentido son ya numerosas portadas de ABC, un afanoso ejercicio de filibusterismo contra el periodismo mismo.

Los que creemos que el periodismo también es una herramienta para fomentar la convivencia, la justicia y la igualdad nos hemos cansado de repetir que sin unos medios de comunicación independientes, comprometidos con la honestidad, la veracidad y los derechos humanos, no hay democracia; en definitiva: que sin periodismo, no hay democracia. Pero parece que no hemos logrado hacer entender que no se trata de gremialismo, sino de que no hay periodismo independiente posible sin una ciudadanía que lo reclame, respalde y financie. Y que muchas de las malas noticias que nos toca dar tienen su origen, precisamente, en la manipulación, la propaganda y la confrontación que financian las corporaciones que, por ejemplo, se benefician del negocio de la xenofobia, del expolio de los recursos naturales de los países de a los que luego, condenamos a morir ahogados en el Mediterráneo; o, en lo local, en la presunta trama de Sacyr, por la que responsables públicos se habrían dejado sobornar para cederles la gestión del tráfico y de las multas –negocio redondo–, y poner le gestión de la circulación al servicio del lucro de unos intereses privados, en lugar de al de nuestra seguridad vial. Por cierto, de confirmarse que habrían situado radares en determinados lugares movidos exclusivamente por el ánimo recaudatorio, ¿nos devolverán sus importes? Seguro que a muchos de los precarizados trabajadores de empresas de reparto, que para entregar toda la mercancía tienen que hacer jornadas de diez y once horas y pagar las multas de su bolsillo, les gustaría leer medios que reclamasen su devolución a los accionistas de la transnacional.

“No sabemos cómo hacer llegar a los colombianos que la intención de acabar con los Acuerdos de Paz del próximo presidente, Iván Duque, no va contra la guerrilla de las FARC, sino contra los millones de desplazados que no recuperarán sus tierras; contra los pobres que serán aún más empobrecidos por la oligarquía que sostiene a Duque, contra el colectivo LGTBIQ al que le quitarán los pocos derechos conquistados. No tenemos medios de comunicación que se hagan eco de que la la guerra que quiere reiniciar Duque no es contra las guerrillas, es contra ellos, contra nosotros”, me dice una defensora de derechos humanos desde Colombia. 

“Antes, si conseguíamos que las Naciones Unidas hiciera un informe sobre la situación de los niños que viven en la calle en Melilla, tenía algún tipo de consecuencia política. Hoy nada, no sabemos qué hacer”, me dice José Palazón desde nuestra frontera sur.

En Nicaragua, donde la represión contra las protestas se ha cobrado ya la vida de más de 309 personas –según la Asociación Nacional Pro Derechos Humanos–, cuatro de las principales televisiones son propiedad de los hijos del presidente Daniel Ortega y la vicepresidenta, Rosario Murillo. Los miles de ciudadanos y ciudadanas que han dicho basta a la corrupción, al autoritarismo, la censura mediática y los asesinatos, desapariciones y torturas de los manifestantes son tachados en los medios oficialistas de terroristas, derechistas, golpistas y delincuentes, entre otros calificativos.

Necesitamos volver a creer que esas urnas que tantas vidas costó recuperar, no se van a llenar de más odio, miedo y pobreza

La victoria de López Obrador, la primera en la historia de México de un candidato de una coalición de izquierdas –con una de las participaciones del electorado más altas, un 63%– supone un soplo de esperanza después de que 2017 se cerrase con el mayor número de asesinados de las últimas décadas: más de 29.000, más de 80 muertos al día. El hecho de que un hombre con una larga trayectoria de apoyo a las comunidades indígenas y campesinas haya sido elegido popularmente –así, para conseguirlo, se haya aliado con sectores más conservadores– para gestionar uno de los países más desiguales, corruptos y violentos del mundo no es una noticia a la que estemos acostumbrados últimamente, por lo que debería servirnos para oxigenar tanto baño de realidad.

Estamos sedientos de luz, de atisbar ejemplos de posibles mejoras, de poder desoír –aunque sea durante un rato– los estruendosos tambores del avance del fascismo; de recuperar, aunque sea momentáneamente, el rejuvenecedor efecto del tacto de la utopía; de revivir noches electorales en las que nos podamos permitir el lujo de autoengañarnos conscientemente y olvidar durante unas horas las desilusiones acumuladas en el pasado. Necesitamos volver a creer que esas urnas que tantas vidas costó recuperar, no se van a llenar de más odio, miedo y pobreza. Y no será posible sin medios de comunicación potentes, independientes y profesionales que nos recuerden lo que dijo el poeta Javier Sicilia, después de que asesinaran a su hijo, en la Caravana por la Paz que recorrió México y Estados Unidos en 2012: “Que los otros somos todos”. Y para que las otras seamos todas, los medios de comunicación tienen que ser y servir a los intereses de la ciudadanía. Entonces, quizás, podremos empezar a dejar de temer las noches electorales.

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Autora >

Patricia Simón

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2 comentario(s)

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  1. RAHEL COHRAN

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    Hace 5 años 8 meses

  2. Pellote

    Mucha autocomplacencia, qué buena persoenezuela, con diferencia, los países más oprimidos de América Latina. ¿Será porque no son fascistas? ¿O porque sí?

    Hace 5 años 8 meses

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