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Relato de no ficción

En contra de la crítica musical

El autor recapitula su antigua experiencia como crítico de música clásica y hace algunas propuestas para quienes, en el futuro, quieran dedicarse a esta tarea

Carlos García de la Vega 20/07/2018

Heinz Bunse

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Lo confieso. Cuando era joven fui crítico musical. No tenía dinero para acudir a los conciertos del Auditorio de Zaragoza y agucé el ingenio. Localicé una revista digital que todavía existe y que no tenía crítico en la ciudad y con el descaro de los veinticinco años me postulé como crítico. Durante dos años escribí para esa revista a cambio de entradas gratis para los conciertos. Fui un elemento ácido y de colmillos afilados, siguiendo el tono general que propiciaba la dirección editorial de aquella web, pero creo que nunca fui hiriente. Mis textos debían de leerse en los círculos musicales de la ciudad, y cuando uno de los críticos del Heraldo de Aragón marchó al gabinete de comunicación del alcalde Belloch, me recomendó para suplirle como crítico en el diario. La drástica reducción de caracteres de la prensa en papel afiló mi pluma hasta volverla peligrosa, y recuerdo que en ocasiones fui demasiado impertinente escribiendo cosas que hoy no firmaría. En el Heraldo sí cobraba. Poco, pero cobraba.

Abandoné toda crítica a raíz de mi primer trabajo en la gestión musical. No concebía dedicarme a programar conciertos con dinero público y además enjuiciar la interpretación de otros músicos que podían aspirar a ser programados en el ciclo. Después me dediqué a trabajar para una orquesta de instrumentos originales en calidad de gerente, y tampoco me parecía honesto criticar la interpretación de colegas de profesión, aunque fuesen de campos estilísticos diferentes al nuestro.

Hoy en día lo último que haría, aunque no estuviese desempeñando ninguna actividad profesional incompatible, sería volver a la crítica. Y no sería difícil, porque han proliferado las revistas digitales, perviven las revistas especializadas en papel, que han ampliado su capacidad de contenido gracias a los portales en internet, y aunque en la prensa generalista la crítica casi ha desaparecido, aún hay cierto espacio para ella, seguramente de carácter más publicitario que crítico per se.

Hoy en día lo último que haría, aunque no estuviese desempeñando ninguna actividad profesional incompatible, sería volver a la crítica

Desde la musicología, los especialistas en siglo XIX valoran de una manera especialmente relevante lo que en la disciplina llaman la “recepción crítica”. Solo a partir de ese siglo, porque es cuando se empiezan a generalizar las publicaciones periódicas, y porque es en ese momento donde podemos rastrear lo que los “plumillas” de la época decían de la celebración de conciertos. Desde un punto de vista de reconstrucción factual de la vida musical de las ciudades, la labor de los críticos-cronistas de los periódicos del siglo XIX y XX sirve, más que para tomar en cuenta sus consideraciones, para ir dando contenido a la elaboración de carteleras que permitan saber y valorar qué música se tocaba, dónde y en qué condiciones, y qué tipo de gente conformaba el público. Rara vez se presta atención a lo que dice un crítico en una investigación musicológica, porque con la distancia resulta muy evidente cuándo uno de ellos está a priori a favor o en contra, además de ser sumamente cargantes por el estilo almibarado y repipi con el que escribían en aquella época.

Lo que enseguida percibí es que se generó un clima muy enrarecido alrededor de la crítica y del crítico. Fue en aquella época cuando me di cuenta, siendo honesto conmigo mismo, que lo único constructivo que puede sacar un músico de una crítica, aunque sea buena, es un entrecomillado vistoso para su material promocional. Todo lo demás, incluso las frases demoledoras y de crítica hiriente, no tiene más valor que el de una persona que está emitiendo una opinión. Y es que todos tenemos opinión, pero la mayor parte de las veces se podría vivir mucho más tranquilo en el plano personal sin las opiniones ajenas. En el mundo artístico la crítica está institucionalizada y está aceptada por toda la industria. Pero ¿es realmente útil?

Un crítico solo puede resultar de utilidad a un usuario de música clásica cuando uno mismo tiene comprobado que su opinión es estable, razonable, razonada y no responde a intereses económicos ni publicitarios encubiertos. No es necesario añadir, pero no puedo evitarlo, que es bueno que su opinión no se vea dominada por sus fobias y sus filias personalísimas. Pero con un perfil razonable es difícil destacar, y es por ello que abunda tanto la crítica campanuda, que ha de hacer alarde constante de testosterona mal entendida.

Un compañero crítico de uno de los medios en los que colaboré al principio de los 2000, con el que no podía estar más en desacuerdo con todo lo que pensaba y escribía y que, además, destacaba por poner en evidencia sus enconos personales en sus textos, me dijo en una ocasión: “El concierto me ha gustado, pero algo tengo que sacar”. Ese sacar se refería a buscar el defecto, el error, la tacha. Como si ser crítico se redujera a ser un profesor de colegio con un bolígrafo rojo. No sería la primera ni la última vez que escucharía algo así en esos años. Siempre hay una especie de actitud de alerta en el crítico musical que me parece incompatible con la disposición de ánimo apropiada para dejarse avasallar –en el buen sentido– por la música. Yo iba a cada concierto, y lo sigo haciendo, con las ganas de que la música y la interpretación me arrollen, y muchas de mis salidas de tono de aquella época se debieron más a los obstáculos que el propio intérprete me ponía para que me metiese de cabeza en su mundo, en su propuesta, que a errores de ejecución o de versiones inesperadas. Pero ¡ay!, yo a lo que aspiraba cada vez era a que el concierto me encantase, a poner todas las estrellas posibles, a escribir frases maravillosas sobre los intérpretes.

Dos anécdotas más sobre aquella época. Solo una vez mi editora me censuró parte de una crítica. Recuerdo que me llamó muy solemne para decirme que yo estaba ahí para criticar a los músicos, no al público. Me resultó curioso, pero acaté. En muchas ocasiones hay un artista dispuesto a dar todo lo que tiene dentro sobre un escenario, pero una concatenación de actos maleducados, perpetrados por personas casualmente reunidas en una misma sala, puede dar al traste con todo el clima de concentración necesario para dar un concierto hoy en día. Sabemos que los conciertos en el XIX eran un jolgorio, pero desde que Mahler impuso la dinámica del sacramento a la práctica social del concierto, al público se le exige una compostura casi marcial. Actualmente estaría dispuesto a volver a organizar conciertos en los que la gente pudiese levantarse, aplaudir a destiempo, o beber mientras escuchan la música, pero si uno acepta estar en un concierto cuyo código es el silencio, nadie debería impedir, por más suscriptor del Heraldo que sea, que el crítico, que normalmente martiriza al intérprete, aleccione también al patio de butacas.  

La segunda anécdota fue más desagradable. Las miradas glaciales, los recelos, los vetos y los comentarios exclamatorios se iban sucediendo a medida que escribía en el periódico. Había gente que me felicitaba, sin embargo. Solo una vez me llamaron para protestar por algo que había escrito. Sorprendentemente fue una crítica excelente. No fue nadie implicado en el concierto, sino un director que se consideraba rival del que había hecho el concierto. Aquel señor quería afearme que pudiese poner a su oponente tan por las nubes. Me acusó de falta de criterio y de desvergüenza. Le tuve que pedir por favor relajase el tono, y que me llamase una vez que se hubiera calmado. Nunca más lo hizo.

Un crítico solo puede resultar de utilidad a un usuario de música clásica cuando uno mismo tiene comprobado que su opinión es estable, razonable, razonada y no responde a intereses económicos

El negocio de la música clásica ha cambiado, en tanto que el paradigma social del intercambio constante e instantáneo de información ha alterado de manera que aún no podemos calibrar cómo funciona realmente el mundo el que vivimos. Los diferentes agentes implicados en las industrias culturales asisten a esta transformación de la manera que pueden, tratando de hacerse más accesibles a través de redes sociales e internet. Ya no hay que esperar al concierto para saber cómo suena un intérprete, en qué clase de proyecto está inmerso, cómo es la acogida de su música en todas y cada una de las ciudades de una gira. Un oyente informado, tiene a golpe de clic todo lo que necesita saber antes de comprarse una entrada o un disco. Los únicos que parecen no haberse movido del modelo decimonónico son los críticos, que siguen creyéndose notarios solemnes de lo artístico. Por suerte, sin embargo, precisamente gracias a internet y a su infinita capacidad de acumulación de datos, los investigadores del futuro tendrán la capacidad de escuchar interpretaciones, elaborar carteleras y tener opiniones directas de público y crítica para enjuiciar la labor profesional de un intérprete, la vigencia de un repertorio, o la supervivencia de una práctica social  de una manera desconocida para los investigadores que hasta hoy se han dejado los ojos en archivos y hemerotecas.

Pero como es una cosa muy de crítico el destruir sin aportar, quiero, desde la voz de la experiencia a ambos lados del tablero, ofrecer una alternativa a cómo hacer que la crítica entre por fin en el siglo XXI. Insto a que los críticos se impliquen seleccionando para escribir solo aquellos conciertos, discos, representaciones que a priori les resulten atractivas, solventes, destacables. Sería una forma previa de animar a futuros indecisos a comprar entradas y discos. Que la crítica previa consista en una justificación razonada de por qué uno se compromete con la elección de un proyecto. Que como voz autorizada que se le supone, se implique en la preparación del melómano para la experiencia estética. Es decir, que se le hable del programa, del estilo, de los compositores, de la relevancia de la decisión artística del intérprete de seleccionar unas piezas y no otras, y por supuesto, glosando de antemano la trayectoria de este. De esta manera evitaríamos a muchos críticos el mal trago de tener que pasar por la segunda parte, tan fatigosa, de tener que destrozar el trabajo de alguien en un concierto que no le apetecía cubrir. Una vez sucedido el concierto o editado el disco, y dado que la tecnología actual permite no dar por finalizado un artículo nunca, que el crítico se evalúe a sí mismo a modo de work-in-progress, junto con la interpretación, para ver hasta qué punto estuvo acertado en su pronóstico, y en caso de que no sea así, que lo razone en base a los criterios por los que recomendó previamente el concierto. No evitaríamos las malas críticas, pero, al menos, dejarían de ser destructivas, y sobre todo, se escribiría con más cautela.

En 2009 Pedro Almodóvar escribió una entrada en su blog quejándose amargamente de Carlos Boyero, Borja Hermoso y El País por la demoledora crítica que el primero hizo de su película Los abrazos rotos en su estreno en el festival de Cannes. Me pareció que se equivocaba. Le dio lo único que no se le puede dar a un crítico con mala leche: la satisfacción de saber que se ha salido con la suya.

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(@Cgdlv)

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Autor >

Carlos García de la Vega

Carlos García de la Vega (Málaga, 1977) es gestor cultural y musicólogo. Desde siempre se ha dedicado a hacer posible que la música suceda y a repensar la forma de contar su historia. En CTXT también le interesan los temas LGTBI+ y de la gestión cultural de lo común.

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1 comentario(s)

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  1. Juan Henríquez

    Excelente artículo Carlos. Yo pasé exactamente por lo mismo que has descrito, y desde luego, hace ya algún tiempo que la crítica musical me la trae al pairo. Un fuerte abrazo.

    Hace 5 años 8 meses

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