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EL FIGA ENTREVISTA A MUERTOS ILUSTRES (IV) / El Lazarillo de Tormes

El Lazarillo de Tormes: “Ustedes han dejado de mirar a los pobres”

Esteban Ordóñez 22/08/2018

<p>Joven mendigo/Niño espulgándose.</p>

Joven mendigo/Niño espulgándose.

Bartolomé Esteban Murillo

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[Las entrevistas de esta serie han sido realizadas por la persona conocida como El Figa. Mi labor es ejercer de mero transcriptor. Esa fue su condición: no puedo tocar frases ni datos. Cualquier parecido estilístico será una pura coincidencia]

 **********

Millán Astray y el santo Inquisidor. Demasiado hollín humano para respirarlo tan seguido. Elegí al próximo personaje por salubridad. Inicié el trámite sin saber si procedía. A día de hoy no se ha aclarado si el hombre en cuestión existió o fue solo un personaje literario. Si pisó sobre la tierra, bueno. Pero si fue un monigote de letras, habría que determinar si su existencia goza de una eterna cualidad de cosa vigente –como dicen los escritorúnculos que usan palabras de colonia y sueñan con el Premio Planeta—; o si también ellos, los inventados, ascienden al limbo. Planteé la duda en la casilla de observaciones, pero que si quieres arroz. Directamente, me llegó la cita.

Madrí. Ola de calor. Vi un geranio eructar en un alfeizar. Los negros de Lavapiés pasaban el hachís en una bolsa con pajita. Me metí en el metro y me escupió en un barrio pijo. Había quedado en una placita muy mona. Esperé junto a una terraza con sombrillas que pulverizaban agua. Gorroneé un par de gotas.

Recibí un capirotazo en la oreja, me giré, no vi a nadie. Al voltearme de nuevo, ahí estaba, partiéndose de risa y tomándome el brazo y escarbándome en la mano con los dedos a modo de saludo. “Figa”, dijo. “Coño, Lázaro, qué susto”, respondí. Aquel niño cuarentón vestía pantalones con retales, camisa floja; tobillos mugrosos, abarcas de esparto. “Tanto gusto, qué bien”, repitió con una pronunciación resbaladiza por la falta de dientes. “Llego tarde, bien lo sé, pero no sin motivo mayor”, meneó los ojos y me apremió: “Vamos”.

Llegamos a un banco a la sombra. Me indicó que me sentara con un brinco de pupilas. Estiró los brazos y se exploró la ropa. Poco a poco, sacó de su camisa y sus perneras frutas, bolsas de patatas, pedazos de pan, un fuet y un par de pastillitas de jabón de diseño y colorines que enseguida apartó, haciéndome entender que servirían de postre. Le aclaré que si no quería volver al más allá echando pompas por el culo, mejor era desecharlas: “¿No? A fe que parecen dulces”, dudó, raspándolas con la uña. “Triste época en que se embadurnan con las cosas del comer”, concluyó. Lázaro tenía un sonreír de orejas. Mordisqueó y despedazó la longaniza empujándosela con la palma de la mano, usando una presión constante, como una túrmix. Le abrí la bolsa de patatas. Se arrimó una, apretó los labios, la crujió y expandió los párpados, sorprendido como un bebé con su primera rebanada de limón.

            — ¿Cómo consiguió todo esto?

            — Estaban en la calle sin custodio—le cayeron unas migas de los dientes que recogió de sus rodillas con la punta del índice.

Mentía, seguro. Se le erizaron los pelos de los brazos y un principio de pesadumbre le aplanó la frente. Le insistí, dándomelas de cómplice chistoso, deseando oír alguna aventura rocambolesca. Lázaro captó mis intenciones y mudó la expresión. Se metió otra ondita en las encías y la trituró, juguetón, fingiendo racanearme una de sus andanzas. Eso, que fingía, que trataba de hacerme un favor, lo supe luego.

Entonces se levantó y me relató historias que yo conocía: la del ciego y las uvas, la del clérigo y el cofre. Saltaba, se acuclillaba, escenificaba, ratoneaba. Le dolían aquellos movimientos, le faltaba agilidad. Lázaro llegó a hombre, aunque todos lo nombremos con diminutivo y lo imaginemos como un niño atrapado, eterno, igual que se nos encapricha figurarnos a los retrasados: a esos a los que ya no llamamos retrasados, a los que inventamos fórmulas lingüísticas para igualarlos, para disimular nuestro pánico a coexistir con lo torcido y lo irreparable; a los que, a cambio, despachamos con la crueldad autohigiénica de la pena. De esa condescendencia se libró Lázaro por obra y gracia del ingenio. Y por ser niño: porque incluso en esta época (o más en esta época) no se habría tolerado un adulto pobre –un despojo– burlando con esos modos a la autoridad. Lázaro conocía y sopesaba su pobreza pelada, sin reelaboraciones: una cosa intolerable. La trampa solo se le permite a los forrados de antemano. Por eso le pregunté a Lázaro.

— ¿Sabe que hay quienes dicen que su ejemplo alimenta la sinvergonzonería? Dicen que propagó el gusto por la vida picaresca y que por eso hay políticos y banqueros que nos roban.

— Lo sé bien, Figa. Se han aprovechado de mí, han mamporreado a gusto con esa palabreja: pícaro. Y yo le digo que a gusto lo hacen, y también que los que así los llaman cómplices son—Lázaro adoraba los bocados antes de tragarlos—. Esos malnacidos se dejan decir pícaros, y les sirve de ventaja: así aparecen como traviesos grandes, caprichosos, entrañables, listos.

—No sé si le sigo—sí le seguía.

— Le cuento que yo pergeñaba tretas para comer, para poder seguir gastando mi poquito de aire en este mundo, y ellos nacen empachados de oxígeno y con el camino fácil.

— Pero os mueve el mismo espíritu, eso dicen.

— Buen bastonazo les den—enojado, apartó un par de frutos—. Yo serví a un escudero que no tenía una blanca [moneda, NdelT]. Fue mi mejor amo porque padecía lo que yo: pasaba las horas sin pasear un currusco por el galillo. Y a mí me dio pena y compartí con él lo que mendigaba. No sabía si al día siguiente conseguiría con lo que llenarme el estómago, pero los dos comíamos lo poco como si fuera un banquete. Él fingía ser señor y yo le daba pedazos de tocino y pan y hacía como que me creía su cuento.

— Y seguro que le alimentaba más ese teatrillo que el tocino…— traté de halagarle.

— No, no, nada alimenta más que el tocino. Eso es lo que creen ustedes, los vivos de hoy, que hay palabras que colman la tripa, pero nunca sucedió ni sucederá así. Ustedes han dejado de mirar a los pobres.

Lázaro recogió los restos y los guardó en las mangas, los bolsillos y la cinturilla del pantalón. Caminamos, y empecé a notar que algo no olía bien (algo aparte de él, digo, que olía a besugo sabático). Se negó a transitar por un par de calles. Dijo son malas calles (eran centrales, limpias, comerciales), y no explicó por qué, pero se puso nervioso: se rascó y juntó las rodillas como si se meara. “¿Se mea?”, pregunté. “No, ¿cómo? Si no he dado un trago de vino”.

Lázaro observó una acera de terrazas y me pidió que me esperara. Comentamos banalidades mientras él registraba los movimientos de los clientes. En su cabeza debió ocurrir algo extraordinario: cruzar varios siglos, aprender a interpretar las filias, fobias y vergüenzas de los hombres nuevos, descubrir cómo hacerse entender… “Los carruajes”, se iluminó, “¿qué le puede pasar de malo a uno de esos carros?”.

—¿A los coches?— dudé.

— Coches, coches, coches…— los ojos cerrados, rezando.

— No sé, un accidente, que se los rayen, que se los quite la grúa...  

“¡Eso!”, me agarró de la camisa. “¿Se los quitan y qué?”. Le expliqué que los llevaban a un depósito con otros vehículos confiscados, nuevos y viejos, feos y guapos. Allí, añadí, el efecto mágico del lujo desaparece. “Buenos vasos de caldo se han servido los del coche azul”, babeó. Ya entendí. Se lo dije: “Ya te pillo”. “Vaya, dígalo usted, Figa, que no parece un bufón”, me repasó la ropa, dudó, “o no tanto como yo... Marcho antes, me adelanto”, indicó.

Fuimos: yo, puro homo ludens; él, aplicadísimo. Me acerqué al camarero y pregunté si era suyo el Audi aquel de al volver la esquina y le avisé de que la grúa se lo estaba llevando. No era suyo, eso lo sabía, pero también sabía cómo se agradecen los mimos sorpresivos en los locales pijos. El camarero no dejó pasar el dulce. No gritó en mitad de la terraza (el grito supone un tratamiento no personalizado y es, por eso, intolerable), se acercó mesa por mesa, se inclinó, señores, ¿es suyo un Audi…? Llegó al calvo y su señora, y enseguida saltaron de la silla: él, de puntillas, como si caminara descalzo, quemándose, por la arena de la playa.   

Tras un matorral apareció el Lazarillo, gatuno, furtivo, y arrambló con las dos copas. Corrí tras él, nos chilló el camarero. Había que coordinar las zancadas para no derramar el vino. Lázaro era un maestro. Nos detuvimos, tragamos el brebaje de una sentada y seguimos huyendo. Cuando cortamos la fuga, Lázaro me pidió atención con dos golpecitos en el brazo, “eh, eh”, levanto la barbilla y chascó la lengua, tchá, tchá, tchá: era como los perros, primero engullía y luego, asegurada la presa en el estómago, se relamía y disfrutaba de un sabor que tenía ya una entidad de pasado: cada bocado era para él un principio de melancolía.

Pero aquí fue que se derrumbó el pícaro. El éxito de la jugarreta no lo excitó como yo esperaba. El remordimiento apareció en su cara. Se sentó en la acera, se lamentó. Entonces descubrí que llevamos medio siglo mirando su vida con la lente equivocada. “Ustedes disfrutan de mi historia, se ríen, yo me alegro de su felicidad, pero yo nunca solté una carcajada de verdad”, comenzó.

            — Buscaba las mañas para sobrevivir, sobrevivía, mas no me divertía. Cuando había medio llenado el buche, me arrepentía. Intentaba justificarme, me colmaba de orgullos y de disculpas, pero en mi alma me sentía un mal cristiano.

Chascó de nuevo, tchá, tchá, ahora apesadumbrado. Poco a poco, se confesó. Contó cómo había conseguido la comida que guardaba en la camisa. Al bajar del más allá por la mañana, acudió a un supermercado. Sabía que un guardia jurado con patillas lo seguía. Aplicó la táctica de los cinco segundos. Me explicó que hay una brecha en la forma de vigilar: si te miran directamente y tú devuelves la mirada, el guarda disimula y espera un poco para volver a colocarte los ojos encima: ese es el momento de mangar. Un movimiento seco, rápido, y ya. Precisó que en su época no era tan fácil, pero ahora la gente está demasiado preocupada: sospechar es una agresión, de quien sospechas te define, y la gente teme equivocarse y definirse con un error. “Yo no soy nadie, no me conocen. No es que les preocupe ofenderme. Ustedes pasan la vida construyendo quiénes son, intentan afirmarse en cada cosa y son tan ilusos de creer que de algo sirve; creen que el resto del mundo no se hará la impresión que les venga en gana. La libertad de la mirada de los semejantes: yo veo que ese es el mayor desasosiego de esta época”. Lázaro había logrado salir sin ser detectado, pero alguien, otro cliente, avisó al guardia y éste salió a su caza.

Luego fue a la tienda de jabones-dulces. Allí fue sencillo: una joven de mirar rizado y verde se le acercó y le dijo toma y le regaló una bolsita olorosa. Lázaro suspiró de amor. “Rizado y verde”, repitió varias veces.

La última estación fue la peor. En ese supermercado lo pillaron infraganti. Intentó tirar de psicología. Empezó a bufonear por los pasillos, lloriqueando en alto, bailando, se puso adorable o serio o hizo tics. Quiso que la gente no supiera si tenerle miedo o pena o asco o risa: escenificó todas las posibilidades al mismo tiempo y caminó hacia la puerta. Casi escapaba cuando apareció un Guardia Civil. “Con esos toreritos no hay nada que hacer. Apalean todo lo que no entienden y adoran como cabestros lo que entienden. El problema, le digo, es que entienden más bien pocas cosas. El benemérito le soltó un porrazo. Lázaro se levantó la camisa y me enseñó el latigazo morado. “Pero, luego, al subir al purgatorio se me borra”, me tranquilizó.

—Yo sé, Figa, que duda de si fui hombre o solo libro y siento no poder respondérsela. No lo sé. O sí lo sé pero no me importa. ¿Qué cambiaría? ¿Se reirían todos más a gusto? Si soy un personaje de ficción, mal parado terminé. Yo he visto teatrillos, de mi época y de la suya, Figa. Y lo que ahí encuentro nunca lo tuve... Al final de la obra, salen todos los personajes al escenario: los secundarios, los muy malos y los muy buenos. Se toman de los hombros alrededor del protagonista; él es el centro y lo arropan. Todos están por fin de acuerdo y reconocen que la historia vivida fue un juego. Y a veces cantan, yo lo he visto, cantan a coro y con orquesta. Los muy malos sonríen y le dan besos en la frente al protagonista: en el centro, Figa, feliz, cumplido. Yo nunca vi aparecer al ciego y al clérigo y a todos los que me hirieron. Eran feos con avaricia, olían a muerto en salazón, pero yo sueño aún con que me besen en la frente. Yo los abrazaría fuerte. Quiero que todo fuera eso: un juego.

No quiero decir que Lázaro lloró ni cómo lloró. Escribir “lloró” es siempre hacer trampa para emocionar, es un soborno a las neuronas espejo del lector. Pero Lázaro había llorado. Me miró suplicando desde su baldosita de acera, como si yo pudiera cumplirle ese deseo. “¿Me ayuda?”.

            — No sé qué puedo hacer yo, lo siento—me disculpé.

            — ¿Usted no va a escribir esto?

            — Sí, claro, haré el manuscrito…—entendí lo que pedía—, pero que yo escriba algo no cambiará nada. Solo serán letras.

            —¿En serio?—sonrió, por fin— ¿Solo letras? ¿Y acaso importa?

Fue entonces cuando apareció por una esquina el camarero, con el calvo del Audi y su señora señalando, gritando: “¡Allí está!”. Lázaro se asustó, maldita sea, corrió en sentido contrario. Por el otro extremo de la calle brincaron el guardia civil y el segurata con patillas: “¡Allí, allí!”. Detrás de ellos iba una veintena de clientes. Acorralaron a Lázaro entre gritos y amenazas.

Pero todo quedó en silencio de repente.

Entre la masa, una voz femenina lo llamo: “¡Lázaro, Lazarillo!”. Era ella, la chica del mirar rizado y verde, que cruzó hacia él entre la aglomeración y le cobijó la mano entre sus dos manos. Luego hizo una señal cómplice a los presentes. Y el guardia civil sacó una trompeta; el segurata, un tambor; el calvo, una guitarra. La chica, con su voz –también– rizada y verde, entonó una canción y todos la siguieron. Era una canción de jolgorio. A Lázaro se le iluminaron los ojos cuando vio a la joven brincar y hacer movimientos muy payasos. La imitó. La gente lo animaba, lo jaleaba para que bailara más fuerte: “¡Vamos, Lázaro, vamos!”. Yo hice lo mismo. “¡Vamos!, ¡Vamos!” Daba gusto verlo tan feliz. En un requiebro, vino a mí, saltando, sucio, abriendo su boca hueca. Me abrazó, me dio un beso mellado en la nariz y me metió a bailar dentro de la murga. “¿Lo ves? ¿No lo ves?”, exaltado, agradecido, “¡nunca, Figa, nunca son solo letras!”.  

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Autor >

Esteban Ordóñez

Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.

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2 comentario(s)

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  1. Jorge Moncada

    Escritorúnculos. Y más tarde, pulverizamos agua.

    Hace 5 años 6 meses

  2. pepa

    Me harté de vírgenes, santurrones, escenas religiosas, la "gloriosa" conquista de América, etc. en el Museo de Bellas Artes de Sevilla (muy dedicado a Murillo) hace pocos días, cuando buscaba obras barrocas realistas (hoy me ha pasado similar en el MNAC, aunque no tanto). Y resulta que la obra de Murillo no religiosa está toda lejos de Sevilla y fuera de las fronteras de este país. No voy a escribir un taco, aunque tocaría.

    Hace 5 años 6 meses

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