SEÑALES DE HUMO
Casas cuevas o sobre suelo volcánico, ¿casas radiactivas?
Ana Sharife 5/09/2018
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Era aquella una vivienda humilde y pequeña con una plazuela entre la puerta y el mar. La dueña que allí vivía parecía petrificada en el balcón del que colgaba, entre geranios blancos, un cartel de Se alquila. Esa mañana alcé la mano a modo de saludo y la señora me invitó a entrar, la luz invadía toda la estancia, y yo decidí que aquel sería mi nuevo hogar.
Sin embargo, al caer la noche todo se torció de manera inesperada. Pasé por la vivienda para recoger una documentación cuando presentí el olor a medusas al entrar, miré por la ventana para ver si habían venido con el viento, y el roce con el borde de uno de los folios me produjo un pequeño corte en un dedo, imperceptible pero tan doloroso que miré a la señora buscando respuesta. Fue entonces cuando advertí su enorme tristeza. Me senté a su lado para acompañarla y le pregunté si vivía sola. La mujer me contó que su marido y dos hijos habían muerto, y que ella estaba enferma también. Entonces todo discurrió con una precisión casi autónoma, como si en mí ya no existiesen los mecanismos precisos para identificar la entidad abstracta que estaba poseyendo mi voluntad.
Del mar subí a la montaña en busca de mi hermano para hablarle de “¡una casa radiactiva!”, clamé al entrar. Me dio la espalda y siguió trabajando. Siempre lo hace. Es su manera de restarle gravedad a todo lo mío. Sin embargo, mientras dibujaba un plano comenzó a formularme una batería de preguntas, ubicación de la vivienda, antigüedad, materiales, altura. Fue entonces cuando me contó que algunas rocas volcánicas contienen elementos como el uranio y el torio que tras su descomposición generan gas radón, y que, debido a la porosidad de las rocas penetra en las viviendas. También me explicó que según un informe que había leído los picos de máxima radiación coincidían con la presencia de borrascas (y medusas, pensé).
"No alquilo la casa", decidí a la misma velocidad que decidí alquilarla. Mi hermano se giró y me miró como quien mira a una trastornada, indicándome con esa serenidad zen tan suya y que tanto me asusta que había una solución sencilla, ventilar bien la casa o instalar un sistema específico que deberían llevar las casas cuevas de Canarias o viviendas edificadas sobre roca volcánica. “Es más, hay una investigación de la Universidad de La Laguna y del Área de Laboratorios y Calidad de la Construcción del Gobierno de Canarias que ha estudiado la emisión de radiactividad en función, también, de las condiciones atmosféricas”, -siguió explicando-, pero su voz ya no era más que un eco lejano procedente de un planeta remoto.
Al salir del estudio de mi hermano todo lo vi injusto y amargo, descomunal y sádico. Lloré por la señora, por sus hijos, y lloré ante la certeza de que el infortunio acabaría cebándose sobre mi familia también.
El otro día pasé por delante de la casa, ya no estaba el cartel de se alquila y unos niños descalzos salían por la puerta corriendo hacia el mar. Sé que debería tocar en la puerta y advertirles que quizá vivan en una casa radiactiva, que el límite legal de gas radón por metro cúbico es de 400 becquerelios, que lo midan o que ventilen bien la casa cada día, pero me dio vergüenza y he optado por escribir este artículo.
Era aquella una vivienda humilde y pequeña con una plazuela entre la puerta y el mar. La dueña que allí vivía parecía petrificada en el balcón del que colgaba, entre geranios blancos, un cartel de Se alquila. Esa mañana alcé la mano a modo de saludo y la señora me invitó a entrar, la luz invadía toda la...
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Ana Sharife
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