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Hablar del teléfono es hablar de nuestros miedos, algunos infundados y otros muy reales

Andrea Valdés 7/10/2018

<p>Cartel original de <em>La voz humana </em>de Jean Cocteau.</p>

Cartel original de La voz humana de Jean Cocteau.

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1. Escrituras radioactivas

“Puede que sea por culpa de la construcción de los aparatos o de la memoria, lo cierto es que, en el recuerdo, los sonidos de las primeras conversaciones por teléfono me suenan muy distintos a los actuales. Eran sonidos nocturnos. Ninguna musa los anunciaba. La noche de la que venían era la misma que precede a todo alumbramiento verdadero [...] No muchos de los que hoy utilizan (el teléfono) recuerdan aún qué destrozos causaba en aquel entonces su aparición en el seno de las familias. El ruido con el que atacaba entre las dos y las cuatro, cuando otro compañero de colegio deseaba hablar conmigo, era una señal de alarma que no sólo perturbaba la siesta de mis padres, sino la época de la Historia en medio de la cual durmieron [...] En aquellos tiempos el teléfono estaba colgado, despreciado y proscrito, en un rincón del fondo del corredor, entre la cesta de la ropa sucia y el gasómetro, donde las llamadas no hacían sino aumentar los sobresaltos de las viviendas berlinesas. Cuando llegaba, después de recorrer a tientas el oscuro tubo, apenas dueño de sí mismo, para acabar con el alboroto, y arrancando los dos auriculares que pesaban como halteras, encajando mi cabeza entre ellos, quedaba entregado a la merced de la voz que hablaba. No había nada que suavizara la autoridad inquietante con la que me asaltaba. Impotente, sentía cómo me arrebataba el conocimiento del tiempo, deber y propósito, cómo aniquilaba mis propios pensamientos y al igual que el médium obedece a la voz que se apodera de él desde el más allá, me rendía a lo primero que se me proponía por teléfono.”

Así recuerda Walter Benjamin su Infancia en Berlín hacia 1900, con la irrupción de la palabra a través de un aparto, aunque en su memoria resuenen otras experiencias. Sabiéndolo, me hace gracia aprender lo que dijo Adorno de él. Dijo que bajo su mirada todo se volvía “radiactivo” por el magnetismo que desprendía su obra, hecha de materiales tan dispares como el coleccionismo, la teología o la traducción y de diversos sonidos, como atestigua el citado texto y varios trabajos para la radio. De algún modo, su porosidad me hace pensar en la del teléfono, que, de estar en la penumbra, “entre la cesta de la ropa sucia y el gasómetro”, fue ganando espacios: hoy su presencia no tiene límites. No sólo nos miramos a través suyo. El teléfono nos expone a conversaciones ajenas. ¡El Otro nos invade! Y, sin embargo, sigue indicando el lugar de una ausencia, lo que me lleva a The Telephone Book: technology, schizophrenia and electric speech, en el que Avital Ronell reflexiona sobre su desarrollo e impacto en el pensamiento moderno. 

Ya en la primera página, se nos avisa de que este ensayo implica una elección: aceptar su llamada es “aprender a leerlo con los oídos”, sintonizar con sus ruidos y hacerse a su indeterminación, pues, efectivamente, en The Telephone Book, que es muy hijo de su época (1989), hay razonamientos en espera, transferencias y voces que se cruzan, interfiriendo en nuestra lectura, que no es la de un texto al uso. De hecho, el libro ha sido intervenido por más de un operador, ya sea a nivel gráfico o sonoro –y basta con ojearlo para darse cuenta–, lo que nos obliga a fijar nuestra atención, si no queremos perdernos en su maraña de ideas y conexiones. Tanto así que ni siquiera recuerdo si entre sus páginas se menciona lo discutida que fue la paternidad de este invento, lo que nos sugiere que el teléfono ya estaba ahí, en el aire. Su llegada sólo era una cuestión de tiempo.

2.Suena un timbre… (Bell) – “¿Qué hay?” (Watson)

Avital Ronell la explica desde el oído y boca de Alexander Graham Bell y su ayudante, Thomas A Watson, a los que analiza algo derridianamente, basándose en distintos datos biográficos, como si “su” invención pudiera explicarse en clave psicoanalítica, el otro aliado al que recurre la autora, con resultados no siempre claros. Pero supongamos que tiene razón y el teléfono fuera menos obra de un determinado cálculo que la expresión de un deseo: hablo de suplir varias carencias, lo que es humano, muy humano, aunque esto pueda situarnos al borde del desastre, que es desde donde yo pienso este aparato –con o sin Ronell– como un artefacto siempre al borde del desastre. No en vano su frase inaugural suena a llamada de emergencia: “¡Watson, venga aquí: le necesito!”. Por supuesto, en su desarrollo tampoco faltó la ignorancia, pues Graham Bell apenas tenía conocimientos técnicos. De ser así, quién sabe si hubiera llegado tan lejos. Y es que una cosa era hacer viajar el sonido y otra las palabras, el habla. De hecho, el teléfono vino de un intento suyo fallido por hacer visible las vibraciones del aire para ayudar a personas como su madre y esposa a leer el sonido. Ambas eran sordas. En cuanto al abuelo, su mayor influencia, era un gran admirador de Shakespeare, cuya obra recitaba con una dicción perfecta. Actor ocasional, acabó haciendo carrera como logopeda, interés que fue transmitiéndose de padre a hijo hasta llegar a él. Tanto fue así que en una demostración pública del invento, Sir William Thomson dijo haber oído “ser o no ser; esa es la cuestión” en un inglés que imagino muy depurado, lo que debió hacer aún más difícil situar la procedencia de aquella voz. No sólo se oía desde un aparato, es decir, desligada de su cuerpo, sino que parecía viajar a través del tiempo, como si acabaran de dar con el mismísimo Hamlet. O su fantasma. Curiosamente fue Thomas Watson, el asistente técnico, quién se mostró más abierto a esta posibilidad, la del más allá. La reconoce en sus escritos, donde se describe medio embrujado por los rizos de una niña y la boca disecada de un gato o los movimientos de una mesa, ese espacio o lugar de encuentro anterior al teléfono, en torno al que celebró más de una sesión espiritista. No menos llamativa fue su reacción al oír a su socio tocar el piano: le preguntó cuán importante era acertar con las teclas para que el instrumento “respondiera” adecuadamente, como si la cuestión fuera excitarlo. Respecto al teléfono, menciona sus esfuerzos por “hacerlo hablar” y la de horas que se pasaba en el laboratorio “escuchándolo”, al margen de quién hubiera al otro lado de la línea, si es que ocurría, pues antes de que se inventara el timbre, el único modo de comprobarlo era cogiéndolo a boleo. “¿Hola? ¿Hay alguien ahí?  Esta pregunta, tan metafísica, convida a hacerse otra.

3. Dialing… Dialing… 

Inventada la máquina ¿qué implica aceptar “su” llamada? Para contestar a esto, Avital Ronell nos conecta con el mismísimo Heidegger. Pero, lejos de hallar una respuesta, yo me doy con un canto en los dientes, y no es que esta conferencia no estuviera justificada, pero mejor ir por partes. Martín Heidegger no sólo alertó sobre el riesgo de que lo humano acabara absorbido por la tecnología (“Todo funciona. Esto es precisamente lo inhóspito, que todo funciona y que el funcionamiento lleva siempre a más funcionamiento y que la técnica arranca al hombre de la tierra cada vez más y lo desarraiga”); también definió la conciencia como “una llamada” que ni es ni puede ser jamás planificada, preparada o ejecutada en forma voluntaria por nosotros mismos. (“‘Eso’ llama inesperadamente”, escribe, “Procede de mí y, sin embargo, de más allá de mí”). 

Felice Bauer grabado con parlógrafo y máquina de escribir. 

Dicho esto, ¿por qué no plantear esa llamada (la conciencia) en términos telefónicos? La apuesta de Ronell es osada pero viene al caso, considerando que en su última entrevista Heidegger dijo lo que dijo, cuando le preguntaron en qué consistía su relación con las nazis: Dos días después de mi toma de posesión apareció en el rectorado el ‘jefe estudiantil’ con dos acompañantes y exigió de nuevo que se colgara el ‘cartel de judío’. Me negué. Los tres estudiantes se alejaron advirtiendo que la prohibición sería comunicada a la jefatura de estudiantes del Reich.Algunos días después recibí una llamada telefónica del jefe de grupo de las SA, Dr. Baumann. Exigía que se colgase el ‘cartel de judío’; en caso contrario, podía contar con mi destitución, si no con el cierre de la Universidad. Lo rechacé e intenté conseguir el apoyo del ministro de Cultura de Baden, pero me explicó que no podía hacer nada contra las SA”. 

Así que ése fue su único contacto: una llamada. Lo chocante es que Heidegger la mencione casi de pasada como un dato más, cuando aceptarla ya implica una disponibilidad, un “estar ahí”. O dicho de otro modo: descolgar ya es empezar a decir “sí”, pues uno no habla si el otro no responde. Podría decirse en favor suyo que entonces el único modo de saberlo era precisamente contestando –¿Sí? ¿Quién es?–; que, como afirma Ronell, no había discriminación posible al no poder aceptarse y rechazar una llamada simultáneamente. Pero el meollo está en cómo lo expresa a posteriori: en su descuido filosófico. Viniendo de Martin Heidegger es extraño, por no decir incomprensible. Todo teléfono implica una responsabilidad. 

4. Dejarnos “colgadas”: la masculinidad en tiempos inalámbricos.

Dicho esto, hay una opción que Avital Ronell no acaba de contemplar en su ensayo y que está tan vinculada al deseo (Bell & Watson) como la culpa (Heidegger): hablo “de dejarse por teléfono”, es decir, en cómo interfiere éste en las rupturas sentimentales, muchas veces traumáticas, cuando no chapuceras. Y en cómo las prolonga artificialmente, cuando las relaciones son a distancia, cosa tan frecuente en la actualidad. Con todo, en el siguiente travelling, que es un encadenado de parejas en situaciones difíciles, yo elijo empezar por Franz Kafka, quien abiertamente declaró tenerle miedo al teléfono. En Los años de las decisiones, Reiner Stachcontextualiza esa aversión en el marco del noviazgo que tuvo con Felice Bauer, entre 1913 y 1917. Él vivía en Praga, ella en Berlín. En una de las fotos que encuentro en internet, se la ve junto a un parlógrafo, aparato que publicitaba como ejecutiva de la empresa Lindström. “¿Compra eso alguien? Yo estoy feliz (cuando en casos excepcionales no escribo yo mismo a máquina) de poder dictar a una persona viva que de vez en cuando, cuando se me ocurre algo, da una pequeña cabezada o se estira un poco, o enciende la pipa y me deja mirar tranquilamente por la ventana. O que, como hoy, por ejemplo cuando le grito por lo lento que escribe, me recuerda para tranquilizarme que he recibido una carta. ¿Hay un parlógrafo que pueda hacer eso?”, le escribe Kafka, en una de sus misivas. En total fueron quinientas, aunque como amante, él no fuera un buen negocio, pues además de manipularla, la avasallaba con sus complejos. Siendo como era un tipo neura, se entiende que prefiriera comunicárselos por escrito y en la intimidad de su cuarto que hablar medio balbuceando y ante la mirada de los demás en la oficina de Correos. Por no mencionar el vacío que le dejarían las pausas cuando, en sus conferencias a larga distancia, se veía obligado a reaccionar, sabiendo que se le acababa el tiempo. No, Kafka no estaba hecho para eso. Antes enmudecería con el crepitar de la línea, como Watson tripando con sus ruiditos, si se me permite hacer mis especulaciones. Y eso que tuvo ojo, pues, en otro momento, le escribe sobre la posibilidad de que de la unión de ambos aparatos –el del teléfono y el parlógrafo– naciera un tercero: el contestador automático; claro que esto a él no le suponía ningún consuelo. Lo vivía todo y únicamente por escrito. De hecho, fueron los intentos de ella por verse más a menudo y sellar formalmente su unión, lo que precipitó la ruptura: Kafka sólo sabía quererla a distancia y como destinataria –era su pequeña ficción–, pero el hecho de que aborreciera el teléfono (y lo evitara) no impide que otros muriesen con él. 

Se ve en La voz humana(1930), minitragedia de un solo acto escrita por Jean Cocteau y que no ha dejado de interpretarse. “Antes la gente se veía. Una podía perder la cabeza, olvidar sus promesas, arriesgar lo imposible, convencer a quien adorase con un simple abrazo, colgándose de él. Una mirada podía cambiarlo todo. Pero con este aparato, lo que se acabó, se acabó…”, sentencia su protagonista, a quien llaman para anunciarle una ruptura. Ella intenta postergarla a la desesperada, ahogándose en sus palabras, y aún sabiendo que ya está todo decidido. Y eso que no está claro si su ansiedad viene de su amante o se la genera el teléfono. Unas páginas antes dice: “Hace cinco años que vivo de ti, que tú eres mi único aire respirable, que paso mi tiempo esperándote [...] Ahora tengo el aire porque me hablas. Mi sueño no es tan estúpido. Si cortas la comunicación, cortas el tubo…”- Y sigue: “Se tiene la ilusión de estar el uno junto al otro y bruscamente aparecen sótanos, cloacas, toda una ciudad entre los dos…” “Lo más duro es colgar el teléfono, volver a la oscuridad…” Observo que, sobre el papel, sus frases rara vez se acaban, dejan una estela de puntos, un reguero. Y es como si el teléfono fuera tomando el sitio de quien la está abandonando, lo sustituyera. Su dependencia es tal que incluso se lo mete en la cama, ¡se acuesta con él! “¿Te acuerdas de Yvonne, que se maravillaba de que la voz pudiera pasar a través de unos hilos retorcidos? Yo tengo el hilo alrededor de mi cuello. Tengo tu voz alrededor de mi cuello….”, le dice en otro momento, lo que me hace pensar en el teléfono como un juguete erótico y no esa cosa pesada y tosca que describe Benjamin, atornillada al fondo de un pasillo. El teléfono también crece, se perfecciona. Va suavizando sus formas. 

El que se comercializó en 1937 (Bell 300), de baquelita, es hoy un hito del diseño. Lo firmó Henry Dreyfuss, quien curiosamente solía trabajar en decorados para el teatro. Pienso en la rueda del marcador, los bucles del cordón y las curvas de su auricular que en una sola pieza une dos agujeros: el oído y la boca, liberando las manos. ¿Quizás ya las tengamos en otra cosa? Sus contornos, tan anatómicos, recuerdan a un consolador aunque, en este caso, los jadeos sean de desesperación. “Si no me quisieras y fueras hábil, el teléfono se convertiría en un arma espantosa. Un arma que no deja huellas, ni hace ruido…” De hecho con esta frase, se anticipa el crimen, casi que lo está llamando, como si aún pudiéramos morir por amor o, en todo caso, dejar de saber quiénes somos, como Travis enParís, Texas (Wim Wenders, 1984).

“¿Estás ahí? Veo que tu luz está encendida, así que sé que estás ahí…”, le dice una jovencísima Natasha Kinski (Jane) desde la cabina de un peep show. Y permítanme retomar esta escena, pues algunos crecimos con ella. Por suerte y miseria, nos educaron varias películas. 

Fotograma de París, Texas.

Aquí el teléfono está junto a una lámpara. Él lo ha descolgado, pero ella aún no puede verle. Lo irán haciendo poco a poco, como si re-aprendieran a mirarse, mientras se hablan. Lo que quieren decirse es tan delicado, que se dan la espalda: primero uno, luego el otro. No se hablan para volver a estar juntos –ya no pueden, pues han cambiado– sino para reconciliarse con un pasado del que aún son prisioneros. De ahí que su reencuentro tenga algo de vis à viscarcelario. En todo momento les separa una simple mampara. En el lado de Travis, esa mampara es una ventana que da una habitación de hotel y luego a un café: observa a Jane entre decorados, lo que apela a sus fantasías, sustancia de la que están hechos los celos. En ellos hay tanta ficción. De hecho cuando le cuenta su historia, lo hace en tercera persona y sin despegarse del auricular: “Conocí a esta gente, una pareja…”, dice, y le habla de un hombre que enloquecido de amor se abandonó a sí mismo, dejándolo todo atrás. A su mujer y a su hijo. Antes pasó algo muy violento. Y ella le escucha, pero está a solas con ella misma, pues la ventana en su lado es un espejo. Está empotrado en una pared de obra y material barato. De hecho, es la parte trasera del mismo decorado. Travis: “Si apagas la luz ahí dentro, ¿podrás verme?”. Jane: “No lo sé, nunca lo he probado”. Una vez a oscuras, ella se acerca al cristal, mientras él se enfoca el rostro con su lámpara y se descubre. Es como si el habla le hubiera devuelto su condición humana, aunque no acabe de completarse. Digamos que va camino de…, por eso todo lo dice a través de auriculares y micros. Travis es casi un espectro, lo que le impide abordar las cosas cara a cara y “como un hombre”. Es decir, poner el cuerpo. Lo que finalmente me lleva al presente, a la falda de una montaña. 

En Fuerza mayor (Ruben Östlund, 2016) una familia come en la terraza de un restaurante que queda a pie de pista cuando se produce una avalancha que hace que el padre coja su móvil y salga zumbando de la mesa, dejando a la madre a solas, con los niños. Al final todo queda en un susto, pero ese alud provoca otro interior que es mucho mayor. “Cogiste el Iphone y tus guantes y me dejaste tirada. Nos abandonaste”, le dice ella. La primera reacción es negarlo: “No, no corrí”. “Sí, sí que lo hiciste.” “No se puede correr con botas de esquí.” El problema es que está todo grabado. Uno puede desacreditar a una mujer (de hecho, es muy fácil), pero ¿a un teléfono? Aquí es quien decide la veracidad del relato, sobre todo a ojos de los demás, y lo que muestra van en contra de su aliado habitual, lo que hace que la masculinidad se vea como algo igualmente aparatoso, un estado virtual. Vamos… ¡que le deja en bolas! Lo que sigue es cómo sobrevivir a ese gesto: duró unos segundos. Fue casi un acto reflejo, y eso es lo que mosquea, que el instinto del tipo no fuera salvar a los hijos (que sería lo más animal) sino pillar el teléfono y salir pitando (que es lo menos humano). Que a su entorno le parezca comprensible su reacción –por muy censurable que sea– nos dice algo del mundo que estamos creando, en el que muy pocos sabemos vivir sin estar conectados, lo que no garantiza una apertura al otro sino un extraño ensimismamiento. Es un hecho, pero ¿a qué se debe? 

Desde su centralita, Avital Ronell supo ver una cosa: dijo que la cultura tecnológica se parecía mucho a la de las drogas, ambas son adictivas. Y vuelve Heidegger. Para él, el problema de la adicción es que te limita a lo que está disponible. Los adictos no pueden pensar más allá de lo inmediato, de lo que está mano. Y el teléfono siempre lo está. Además, tal y como decía Graham Bell, una de sus ventajas con respecto al resto de aparatos es que su empleo no requiere ningún tipo de habilidad. En otras palabras: cualquier idiota puede usarlo e igual su peligro es ése: que de tan accesible y “a mano”, apenas los vemos. Ni lo pensamos, pero está ahí. ¡Vaya si está! Y cambiaremos con él, si es que él no nos cambia a nosotros. 

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Andrea Valdés es licenciada en Ciencias Políticas (UPF) pero en realidad es escritora, periodista y ex-librera, co-autora de una obra de teatro (Astronaut, Theatre O). Ha publicado en los suplementos de El País (Babelia) y La Vanguardia(Cultura/s), Les Inrockuptibles El Estado Mental, entre otros medios, además de colaborar asiduamente con comisarios y artistas.

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