Con motivo de la presentación de “Un siglo breve: Colección MACBA”, exposición que comienza en 1929 y finaliza con las crisis neoliberales, el museo ha venido organizando un programa paralelo de conferencias. Acabo de asistir a la de Kristin Ross, que titula Terrenos y territorios de los largos sesenta. Ross, que es autora de libros imprescindibles sobre la Comuna de Paris y Mayo de 1968  (El surgimiento del espacio social. Rimbaud y la Comuna de París, Akal, Madrid, 2018. Lujo comunal. El imaginario político de la Comuna de París, Madrid, Akal, 2016. Mayo del 68 y sus vidas posteriores, Madrid, Acuarela, 2008) tiene muy definidos sus cronotopos. De entrada, porque parte siempre del presente y es el presente (Occupy, Spanish Revolution, Primavera Árabe, la ZAD de Notre-Dame-des-Landes) el que la hace ir en busca de las supervivencias de aquellos acontecimientos que tanto ha trabajado. Un remolino de tiempos muy poco visibilizado por el discurso hegemónico que da voz a la historia oficial y construye las conmemoraciones al uso sin tener en cuenta los fantasmas.

Quizá en este punto se den la mano el “siglo breve” y los “largos sesenta”.

Desde luego el equipo del museo lo tiene muy claro: la exposición es cronológica pero no lineal. Aun así, visitarla después de escuchar a Kristin Ross supone un reto: qué nexos ocultos ligan aquello que nos ha sido hurtado de los acontecimientos más significativos que ni han “muerto, ni “finalizado”, ni “fracasado”; a qué lugares comunes –en el mejor sentido de la palabra– vuelve siempre el arte, al menos en el modo en el que el MACBA ha venido pensando la muestra de “algunos” fondos de la Colección para construir ese relato que comienza con las utopías vacacionales de las masas pensadas por el GATEPAC (Grupo de Arquitectos y Técnicos Catalanes para el Progreso de la Arquitectura Contemporánea) y finaliza en “la torre” del edificio con la brutal película de The Otolith Group, Hydra Decapita, que nos sumerge en un mar lleno de esclavos.

Finaliza es un decir. Lo bueno de las exposiciones es que nadie te obliga a seguir un itinerario. Y que puedes invertir el recorrido a tu antojo. Por ejemplo: Hydra Decapita. Invito a todo el mundo a su experiencia: 1760, barcos ingleses que arrojan por la borda a los esclavos, el cuadro de Turner que alude al terrible acontecimiento, las palabras de un crítico de arte como Ruskin y la música de Detroit Drexciya; sonido e imágenes que aislados metafóricamente en “la torre” funcionan como un faro que le va lanzando ráfagas al siglo breve. Este sería el comienzo concienzudo de la visita.  

Pero vuelves al principio: salas 1,2,3,4,…

Hay detalles emocionantes de las nuevas generaciones que trabajan en los museos. Muy evidentes. Detalles que reescriben de un tajo las narrativas. Por ejemplo, que la exposición te reciba con unas maravillosas serigrafías de Anni Albers –y no de Joseph–, unas piezas que desde el trabajo artesanal “femenino” abren boca para la perspectiva que proponen en segundo plano los Calder y el pequeño Alberto Sánchez, para inmediatamente después pasar a la habitación tapizada por el trabajo gráfico republicano –hasta el punto de que las fotografías oficiales del Pabellón de Paris del 37 “se clavan” museográficamente sobre la práctica obrera. Un espacio oscuro y “sobreiconizado”, si se me permite la licencia, donde se puede ver también la proyección de las películas del Sindicato Unificado de Espectáculos Públicos de la CNT. Las imágenes se van alejando y dan paso a las abstracciones de las posguerras, donde nos acoge en un diálogo impecable la sala de los Miró-Brassai y las cerámicas de Cumella . He de decir que después de haber pasado algún tiempo investigando sobre lo que en la posguerra madrileña giraba en torno a los Salones de la Academia Breve de Critica de Arte de Eugenio d’Ors, hay un punto de envidia admirativa hacia esa Barcelona de los años cuarenta y cincuenta, donde, como dicen las cartelas, la burguesía se reconocía como grupo de poder y al mismo tiempo se criticaba. Como quiera que fuera, daba la impresión de estar en una casa que se reencuentra con los fantasmas burgueses de la revista D’Ací y d’Allà; (en la sala 4, los espectros “más rojos” están agazapados a mi modo de ver en los Tàpies del fondo).

Pero el equipo del museo reacciona “popularmente” y decide de nuevo que invertir en la gráfica es una forma de lanzarnos al afuera de otra década. Se recupera la calle y con ella los carteles de los black panthers –nunca expuestos con anterioridad en el museo–, las nuevas adquisiciones de Mayo del 68 y los imprescindibles documentos de Tucumán Arde; el espacio se salpica con pequeños soldaditos de Miralda y la marcha callejera en el vídeo de Öyvind Fahlström llena de sonido una sala donde –aparentemente– no hay “arte”. La deriva sigue en el ámbito siguiente donde Gordon Matta Clark está haciendo en la pared su agujero más impresionante, algo que golpea nuestra atención mientras caminamos acompañados a izquierda y derecha por la pieza de Hans Haacke, Shapolsky et al., sociedad inmobiliaria de Manhattan, un sistema social en tiempo real, 1 de mayo de 1971. El problema de la gentrificación –en Barcelona es acuciante– ha sido una apuesta importante históricamente en la colección del museo.

El paso siguiente de este siglo breve está dedicado a los feminismos, de los que la Colección muestra lo que tiene; y enseguida llega más activismo de la mano de la crisis del sida y en el espacio se oponen las frases de Guerrilla Girls o Jenny Holzer junto a fancines y gráfica de las subculturas.  Luego la exposición se oscurece en este evento luctuoso que procura siempre Boltanski y recibe también a los hombrecillos enajenados de Juan Muñoz que ya son casi como nuestros alter ego, dispuestos como están por todo el “Estat”.

Las prácticas más reciente se han centrado en criticar las relaciones humanas y temporales regidas por los relojes posfordistas entre las que destaca el imprescindible Allan Sekula.  

El MACBA tendrá expuesto su siglo breve un tiempo largo. Van a incorporar algunas piezas, pero estoy segura de que el mar final e inabarcable en la torre de los Otolith nos devolverá inevitablemente a las primeras salas buscando en un mundo de raigambre “durrutiniana” el lado artesano de Alberto, el panadero de Toledo, y los diseños para tapices de Anni Albers. Como diría Kristin Ross: el lujo comunal.